Julio Verne - La isla misteriosa
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—Yo creo, sin embargo, que la ostra no es muy nutritiva.
—No —respondió Ciro Smith—. La ostra contiene muy poca materia azoada, y si un hombre tuviera que alimentarse con ellas exclusivamente, necesitaría por lo menos de quince a dieciséis docenas diarias.
—Bueno —repuso Pencroff—. Comeremos docenas y docenas antes de agotar el banco.
¿No sería bueno tomar algunas para almorzar?
Y sin esperar respuesta a su proposición, sabiendo que estaba aprobada de antemano, el marino, ayudado por Nab, arrancó cierta cantidad de aquellos moluscos. Pusiéronlos en una especie de red hecha de fibras de hibisco perfeccionada por Nab, y que contenía provisiones para el almuerzo, y luego continuaron subiendo por la costa entre las dunas y el mar.
De vez en cuando Smith consultaba su reloj, a fin de prepararse a tiempo para la observación solar que debía hacerse a las doce.
Toda aquella parte de la isla era muy árida, hasta la punta que cerraba la bahía de la Unión, y que había recibido el nombre de cabo Mandíbula Sur. No se veía más que arena y conchas mezcladas con restos de lava. Algunas aves marinas frecuentaban aquella desolada costa, gaviotas, grandes albatros y patos silvestres, que excitaron con justa razón el apetito de Pencroff, el cual trató de matar algunos a flechazos, pero sin resultado, porque no se detenían en ninguna parte, y habría sido preciso derribarlos al vuelo.
El marino, en vista del mal resultado de sus tentativas, dijo al ingeniero:
—Ya ve usted, señor Ciro, que, mientras no tengamos uno o dos fusiles de caza, nuestro material dejará todavía mucho que desear.
—Cierto, Pencroff —contestó el corresponsal—, pero eso sólo depende de usted. Proporciónenos hierro para los cañones, acero para las baterías, salitre, carbón y azufre para la pólvora, mercurio y ácido azótico para el fulminante y plomo para los balas, y creo yo que Ciro nos hará fusiles de primera clase.
—¡Oh! —dijo el ingeniero—, todas estas sustancias se podrían encontrar sin duda en la isla; pero un arma de fuego es un instrumento delicado para el que se necesitan herramientas de gran precisión. En fin, veremos más adelante.
—¡Qué lástima —exclamó Pencroff—que hayamos tenido que arrojar al mar todas las armas que llevaba la barquilla y todos los utensilios y hasta las navajas de los bolsillos!
—Si no los hubiéramos arrojado, Pencroff, seríamos nosotros los que habríamos ido al fondo del mar —dijo Harbert.
—Es verdad, muchacho —contestó el marino. Después, pasando a otra idea, añadió:
—Pero, ahora que pienso en ello, ¿qué dirían Jonatán, Forster y sus compañeros cuando vieron a la mañana siguiente la plaza vacía por haber volado su máquina?
—Lo que menos me importa es saber lo que han podido pensar esos señores —dijo el corresponsal.
—Pues yo fui el que tuvo la idea —repuso Pencroff satisfecho.
—¡Magnífica idea, Pencroff! —añadió Gedeón Spilett—. ¡Sin ella, no estaríamos donde estamos!
—Prefiero estar aquí que en manos de los sudistas —exclamó el Americano—, sobre todo habiendo el señor Ciro tenido la bondad de acompañarnos.
—Y yo también lo prefiero —dijo el corresponsal—. Por lo demás, ¿qué nos falta? Nada.
—Nada, excepto... todo —replicó Pencroff, soltanto una carcajada—. Pero un día u otro ya encontraremos el medio de salir de aquí.
—Y más pronto quizá de lo que ustedes imaginan —dijo entonces el ingeniero—, si la isla de Lincoln está situada a una distancia media de algún archipiélago habitado o de algún continente, cosa que sabremos antes de una hora. No tengo mapa del Pacífico, pero mi memoria ha conservado un recuerdo bastante claro de su parte meridional. La latitud que he obtenido ayer pone a la isla de Lincoln entre Nueva Zelanda, al oeste, y la costa de Chile, al este; pero entre estas dos tierras la distancia es de 6.000 millas. Falta, pues, determinar qué punto ocupa la isla en este gran espacio de mar, y esto es lo que nos dirá dentro de poco la longitud, según espero, con bastante aproximación.
—¿No es el archipiélago de las Pomotu el más próximo a nosotros en latitud? —preguntó Harbert.
—Sí —contestó el ingeniero—, pero la distancia que de él nos separa es mayor de 1.200 millas.
—¿Y por allí? —dijo Nab, que seguía la conversación con gran interés y cuya mano indicaba la dirección del sur.
—Por allí, nada —contestó Pencroff.
—Nada, en efecto —añadió el ingeniero.
—Dígame usted, Ciro —preguntó el corresponsal—, ¿y si la isla de Lincoln se encuentra nada más a 200 o a 300 millas de Nueva Zelanda o Chile?
—Entonces —contestó el ingeniero—, en vez de hacer una casa, haremos un buque y el capitán Pencroff se encargará de dirigirlo.
—¡Claro que sí, señor Ciro! —exclamó el marino—; estoy preparado a hacerme capitán tan pronto como usted haya encontrado el medio de construir una embarcación capaz de navegar por alta mar.
—La construiremos, si es necesario —contestó Ciro Smith.
Mientras hablaban aquellos hombres, que verdaderamente no dudaban de nada, se acercaba la hora de la observación. ¿Cómo se compondría Ciro Smith para averiguar el paso del sol por el meridiano de la isla sin ningún instrumento? Era este el problema que Harbert no podía resolver.
Los observadores se hallaban entonces a una distancia de seis millas de las Chimeneas, no lejos de aquella parte de las dunas en que habían encontrado al ingeniero, después de su enigmática salvación. Hicieron alto en aquel sitio y lo prepararon todo para el almuerzo, porque eran las once y media. Harbert fue a buscar agua dulce al arroyo que corría allí cerca y la trajo en un cántaro del que Nab se había provisto.
Durante aquellos preparativos Ciro Smith lo dispuso todo para su observación astronómica. Eligió en la playa un sitio despejado, que el mar, al retirarse, había nivelado perfectamente. Aquella capa de arena muy fina estaba tersa como un espejo, sin que un grano sobresaliese entre los demás. Poco importaba, por otra parte, que fuese horizontal o no, ni tampoco que la varita que Ciro plantó en ella se levantase perpendicularmente. Por el contrario, el ingeniero la inclinó hacia el sur, es decir, del lado opuesto al sol, porque no debe olvidarse que los colonos de la isla de Lincoln, por lo mismo que la isla estaba situada en el hemisferio austral, veían el astro radiante describir su arco diurno por encima del horizonte del norte y no por encima del horizonte del sur.
Harbert comprendió entonces el procedimiento que iba a emplear el ingeniero para averiguar la culminación del sol, es decir, su paso por el meridiano de la isla o, en otros términos, el mediodía del lugar. Se valdría de la sombra proyectada sobre la arena por la vara plantada en ella; medio que, a falta de instrumento, le daría una aproximación conveniente para el resultado que quería obtener.
En efecto, cuando aquella sombra llegase al mínimun de su longitud, sería el mediodía preciso, y bastaría seguir el extremo de aquella sombra para reconocer el instante en que, después de haber disminuido sucesivamente, comenzara a prolongarse. Inclinando la vara del lado opuesto al sol, Ciro Smith alargaba la sombra, y por consiguiente, sus modificaciones serían más fáciles de observar. En efecto, cuanto mayor es la aguja de un cuadrante, mejor puede seguirse el movimiento de su punta. La sombra de la vara no era, en efecto, más que la aguja de un cuadrante.
Cuando creyó llegado el momento, Smith se arrodilló sobre la arena, y por medio de jalones de madera que fijaba en ella, comenzó a apuntar la disminución sucesiva de la sombra de la varita. Sus compañeros, inclinados sobre él, seguían la operación con gran interés.
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