Esa cuestión del Origen.
Yo fui con lo mío, que era judío, antes que nada, nacido en Rumania, hablado en húngaro, estudiante en Francia y adoptado en la Argentina. Por ahora, todo en pasivo. Les conté que ser judío en la Argentina no era fácil, pero, en Rumania, había sido imposible y, en Hungría, ni hablar.
Me miraban con asombro, y la directora del simposio, una historiadora de la casa, me interpeló de un modo algo seco. Quería saber si era un judío religioso. Respondí que no. Si éramos un pueblo. Contesté que no sabía, que lo dudaba, más bien, una mezcla de pueblos. Entonces, dijo lo que quería decir: “Entonces, ¿por qué dice ser judío?”. Sonreí; ella no sabía que yo era el que soy, como Jehová. No lo hubiera entendido. Así que lo que se me ocurrió fue decirle lo obvio, que la respuesta la tenían sus connancionales que habían matado a cuatrocientos mil de mi grupo. Lindo viaje aquel de Budapest. Conocí a esa diminuta guerrera de Agnes Heller, que, a los noventa años, vino a mi hotel en tranvía después del ejercicio matinal en el natatorio de su edificio. Dijo que lo más grande del siglo XX en filosofía habían sido Heidegger, Wittgenstein y Foucault. La noté celosa de Hannah Arendt.
Mis anfitriones diplomáticos me llevaron al exótico Museo del Holocausto, cuya comisión directiva costeó parte de mi viaje. Por eso, su director me miraba con desconfianza. Pedí viajar en business: mi sangre coagula fácil y necesito estirar las piernas. Su mirada torva no tenía justificativo; pagué la diferencia. No sé qué esperaba de mí. Proyectaron una gran película, El 45 , de un joven director húngaro. A sala llena. Trataba de un fenómeno usual de la posguerra. La apropiación de casas vacías de judíos enviados a los campos de exterminio por sus vecinos húngaros. A la aldea vuelven los judíos supuestamente desaparecidos; el pueblerío se espanta; pasa de todo, incendios y saqueos, desastres conyugales y reyertas familiares, acusaciones recíprocas; temen perder sus propiedades obtenidas crimen y complicidades mediante, mientras un viejo y su hijo, sobrevivientes antiguos aldeanos, cruzan el pueblo con un par de ataúdes hacia el cementerio del lugar. Todos los lugareños los miran consternados. Pero padre e hijo no van a recuperar sus casas; siguen de largo.
En el Campo Santo, el hijo cava una fosa y sepultan una masa de jabones confeccionados por los nazis con la grasa de los judíos gaseados. Padre e hijo vuelven a la estación y se van. Se prende la luz. La gente aplaude y comienza la mesa redonda con el director, el guionista, una antropóloga y yo.
La antropóloga habló sobre migraciones campesinas, y el director, sobre John Ford, Orson Welles y algo más de historia del cine. El guionista no me acuerdo; creo que de su trabajo con el director. Todos en húngaro, pero, cuando me tocó el turno, hablé en castellano, por lo que las quinientas personas debieron colocarse los auriculares para escucharme, intérprete mediante, y entenderme solo a mí. No dije demasiado. Era un ambiente raro. Pregunté si lo que había que señalar no era lo que la película contaba lisa y llanamente, que, en su país, había pasado eso que contaban. Un genocidio y la complicidad de mucha gente del común. No quise abundar para no herir susceptibilidades. Esos judíos no querían que se les recordara que lo eran y que otros que lo fueron habían sido enviados en vagones a Polonia o arrojados al Danubio por sus connacionales aliados de los nazis.
El Museo del Holocausto funcionaba como una cinemateca en la que proyectaban cine de autor en un país cuyo primer ministro, Orbán, negaba que los húngaros hubieran participado en nada que tuviera que ver con la Shoah. Era un asunto de alemanes, de quienes los húngaros se declaraban víctimas, como después lo fueron de los rusos.
¿Quién era ese argentino… (¿argentino…?, ¿qué es eso?) para negar el sufrimiento del pueblo magiar? Hubo un mínimo ágape, en el que intenté conversar con alguien. Encontré a un señor aparentemente afable y, sin perder demasiado tiempo, le pregunté cuántos judíos había en Hungría. Dijo que pensaba que unos cien mil, pero que, en los censos, solo confesaban serlo no más de diez mil. Notó que todo eso me parecía marciano. Entonces, me dijo que, para los húngaros, la historia estaba centrada en los horrores del stalinismo de la posguerra y que, al frente del partido comunista húngaro, hubo muchos judíos. ¿Y entonces?
Entonces, la historia de las víctimas judías estaba equilibrada por el odio a los judíos comunistas de parte de las víctimas húngaras que habían padecido la ocupación soviética. El resultado de esta ecuación grotesca era que los húngaros habían sido oprimidos por los judíos después de ser exterminados. Algo así como muertos vivientes que, una vez asesinados por la esvástica, vuelven como espectros con la hoz y el martillo.
El nazismo estaba demasiado atrás en el tiempo y no era parte del dolor actual, de acuerdo con ese Frankenstein psíquico llamado memoria .
Eso fue Budapest. Volviendo al simposio, cuando habló mi correligionario argentino, que creo que era de Tandil, y se refirió a ciertos aspectos de la inmigración que contribuyeron a la identidad nacional, mientras hablaba en esforzado inglés —como yo mismo lo hice después—, detrás de mí, en una butaca, un señor no dejaba de hablarle a otro molestándome e impidiendo escuchar con una mínima atención. Me di vuelta y le pedí silencio con cierta severidad y disgusto.
Terminada la primera jornada, fuimos a almorzar al refectorio, y este hombre se sentó frente a mí. Me miró y, extendiéndome la mano, me dijo: “Victor Neumann, de Timisoara”. Con la mía extendida, le respondí: “Tomás Abraham, de Timisoara”.
Comienza Rumania. El embajador me hizo un formidable regalo, un viaje a Timisoara un fin de semana. El coche diplomático con un chofer llamado Gabor, nombre húngaro al por mayor. Nos metimos en la impecable autopista con peaje, con visor y fichaje electrónico para todos, mientras cantábamos canciones infantiles húngaras que me entonaban mis abuelos. Botsi botsi tarka (la tortuga botsi), el aza sep aza sep aki nak a sama kek (qué lindo es / qué lindo es / tener ojos azules), que es como “La cumparsita” húngara, y alguna reminiscencia campesina, como la de Debrecenme kena mani puika kakash kena vani (debería ir a la ciudad de Debrecen para comprar unos pavos).
Llegué a la ciudad en la que nací, cuyos primeros edificios devoré con los ojos. Me quedaría treinta y seis horas en el Hotel Timisoara. Gabor se hospedaba en Arad, ciudad a cincuenta kilómetros al norte.
Frente al hotel, había un paseo central dividido por canteros, que contorneaban el teatro municipal. Dejé el equipaje, bajé, salí, di dos pasos y lloré. Así, no sé por qué, era la ciudad en la que había nacido, la de mis padres. Supongo que fue por eso, por mi padre muerto hacía poco tiempo y por mi madre inconsciente, pero con los ojos abiertos y mirada neutra por un ACV en su casa de Acassuso; por mí, entonces, sin ellos. Era mi cuerpo que lloraba.
Estaba solo en Timisoara y me puse en acción. El profesor Neumann, el que había conocido en Budapest, y Ciprian Valcan, otro académico que no hacía más que abrazarme porque estaba frente a un argentino de Timisoara que había estudiado en Francia como él, fueron mis anfitriones. Neumann es historiador, uno de los más renombrados en Rumania, traducido al inglés, al alemán, y estudioso del Banato y de la historia de los judíos de la región.
Era lo que necesitaba. Yo quería saber por qué mis padres se habían salvado. Y me dio unos datos preciosos, que luego completaría. Mi rumanidad tiene que ver con ese asunto, que mis padres se salvaran, aunque ellos jamás me dijeron que se salvaron. Simplemente, se fueron ; nos fuimos.
Читать дальше