Raphael Bob-Waksberg - Alguien que te quiera con todas tus heridas

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Alguien que te quiera con todas tus heridas: краткое содержание, описание и аннотация

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Hay una tendencia hacia un tipo de refinado pesimismo que abarca buena parte del colectivo. No es un tema reciente: ya en 1851,
Gustave Flaubert afirmaba que la tristeza es mejor compañera que la alegría forzada. Pero en la actualidad, la tristeza se celebra no se esconde.Con la misma ternura rota y el toque de melancólico cinismo de la ya icónica serie animada
BoJack Horseman, Alguien que te quiera con todas tus heridas es un recorrido por todo tipo de lugares imaginarios que el escritor une bajo la misma idea: «Busco en el dolor algo más profundo que la belleza». Cada una de las dieciocho historias de este libro recoge la inteligente mirada de
Bob-Waksberg, alternando el humor con las heridas de la modernidad. Un tránsito brillante entre la juventud y la madurez, en una época obsesionada por la visibilidad y la diferencia que, paradójicamente, nos hacen más iguales que nunca.A través de sus personajes rotos, el autor se ríe de lo que se asume como el triunfo, de la vanidad, del esfuerzo inútil de ser reconocido por los otros. Pero también indaga en la necesidad de brindar sentido al amor, la pena y el perdón. En medio de situaciones extravagantes,
Bob-Waksberg trata de encontrar un equilibrio entre todas sus pequeñas grietas y dolores invisibles, con tanta frescura como rebeldía. Los seres destartalados, solitarios, heridos, incompletos, encuentran en estas páginas un vínculo de emoción que los salva y los hace reconocibles por cualquier lector de este siglo XXI tan impredecible.Alguien que te quiera con todas tus heridastransforma el sufrimiento invisible de nuestro tiempo en algo más humano. Un improbable equilibrio que
Bob-Waksberg logra con una misteriosa sensibilidad.

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Sesenta años permanecimos sentados en aquel vagón, fingiendo que apenas sabíamos que el otro estaba allí. Llegué a conocerte muy bien, aunque solo fuese por fuera. Memoricé los pliegues de tu cuerpo, la forma de tu cara, tus patrones de respiración. Te vi llorar una vez, cuando echaste un vistazo al periódico de la persona sentada a tu lado. Me pregunté si llorabas por algo en concreto o solo por el paso del tiempo en general, tan imperceptible hasta que de repente lo percibes. Quise consolarte, envolverte entre mis brazos, decirte que todo iba a ir bien, pero me pareció algo demasiado íntimo. Me quedé pegado a mi asiento.

Un día, a mitad de la tarde, te levantaste cuando el tren paró en Queensboro Plaza. La llevaste a cabo con dificultad, esta tarea tan sencilla de levantarte: llevabas sesenta años sin hacerlo.

Agarrándote de las barandillas, conseguiste alcanzar la puerta. Al llegar allí dudaste un segundo, quizás esperando a que yo dijera algo, ofreciéndome una última oportunidad para detenerte, pero en lugar de soltar toda una vida de amagos de conversación reprimidos, no dije nada, y observé cómo cruzabas unas puertas automáticas que se cerraron tras de ti.

Me hicieron falta unas cuantas paradas más para darme cuenta de que te habías ido de verdad. Me quedé esperando a que volvieras a entrar en el vagón, que te sentaras a mi lado, que apoyaras la cabeza sobre mi hombro. No diríamos nada. No haría falta decir nada.

Cuando el tren regresó a Queensboro Plaza, giré la cabeza al entrar en la estación. Tal vez estuvieras allí, esperando en el andén. Tal vez te viera, radiante y sonriente, con tu larga melena blanca ondeando al paso de un tren que se aproximaba.

Pero no, te habías ido. Y me di cuenta de que lo más probable era que no volviese a verte nunca más. Y pensé en lo increíble que resulta que puedas conocer a alguien durante sesenta años y que aun así no conozcas a esa persona en absoluto.

Permanecí en el tren hasta que llegó a Union Square, momento en el que me bajé y cambié a la línea L.

En el lado este de la quinta avenida entre la calle 50 y la 51 encontrarás la - фото 6

En el lado este de la quinta avenida, entre la calle 50 y la 51, encontrarás la majestuosa catedral de San Patricio, lugar de gran importancia histórica en cuyas escaleras Eric y tú os sentasteis y comisteis yogur helado en aquella ocasión.

Si te topases con esta iglesia católica romana de estilo neogótico todavía activa, al momento serías transportada a aquella época lejana, hace muchos veranos, cuando los dos por fin volvisteis a llevaros bien otra vez después de muchísimo tiempo. Esta excursión por Manhattan fue como volver a los viejos tiempos, y sonreíste mientras el pegajoso helado de avellana y plátano te chorreaba por el brazo.

Hubo un momento en el que Eric te miró y, con una gran sonrisa, dijo «ay, tienes un poco de…», y cuando te acercó la mano a la cara, te apartaste en un acto reflejo. Lo hiciste sin querer, fue un gesto que ocurrió sin más, pero en un momento, el día se torció.

Eric y tú os mirasteis, a la sombra de aquella catedral, y viste cómo le mudaba el rostro, tal y como ya le habías visto hacer otras veces, de esa forma tan de Eric.

«¿Qué es lo que estamos haciendo?», preguntó Eric, y tú sacudiste la cabeza y respondiste «no lo sé».

Y los dos permanecisteis sentados en las escaleras de la catedral durante largo rato sin decir una palabra.

Más tarde, Eric y tú volvisteis a su piso y os acostasteis. Pero ya era demasiado tarde. El daño ya estaba hecho.

La ciudad de Nueva York está repleta de historia. Pongamos, por ejemplo, el Waverly Diner en el Greenwich Village. Fue allí mismo donde Keith y tú os quedasteis despiertos toda la noche hablando frente a un plato de tortitas, después de haber hecho una bomba de humo en la fiesta de vigesimosexto cumpleaños de Emily.

Keith y tú teníais mucho que deciros. Ocurrió justo después de que lo dejaras con Eric, y Keith no se parecía en nada a Eric. Keith era como lo opuesto a todo lo que Eric representaba.

Si en aquel momento hubieses pensado con claridad, probablemente habrías visto venir que acabarías haciéndole daño a Keith de formas que no merecía. Pero aquella noche todo parecía perfecto. Querías estar con Keith, y sentías que de alguna forma te lo habías ganado. Era como si toda la vida te hubiese preparado a conciencia para acabar conociendo a este hombre.

A día de hoy todavía pasas por delante del Waverly Diner de Greenwich Village, en la avenida de las Américas, pero no sueles entrar, y nunca pides tortitas.

¿Acaso existe alguna ciudad en la historia que haya sufrido mayor destrucción, que haya sido más sepultada por las cenizas de los fuegos del pasado? Una vez, mientras echabas un vistazo por la tienda de muebles que hay en la Novena con la calle 13, haciendo tiempo antes de que Boris te presentara a sus padres y dierais un paseo por la High Line, distraída cogiste una espátula que al instante te recordó la pelea que dos años atrás tuvo lugar en la cocina de Keith.

La conversación había empezado de manera inocente, cuando Keith te preguntó «¿de qué quieres tu tortilla?», y, no sabes muy bien cómo, acabó dos horas después, cuando él gritó «creo que en realidad no me quieres; lo que pasa es que tienes miedo de estar sola» y tú, haciendo aspavientos con la espátula, se la devolviste sin pensarlo «estoy sola, no te imaginas lo sola que estoy», como si aquello fuese una respuesta ingeniosa.

La espátula que ahora sujetabas en la tienda era la misma, su forma te era sorprendentemente familiar; sobre tu mano, su peso resultaba contundente, y cuando te afanaste en explicarle a Boris la historia de lo que aquel inquietante artefacto significaba, él arrugó la nariz y te dijo «si vamos a seguir juntos, llegará un momento en el que tendrás que dejar de echar la vista atrás».

Ya habías empezado a salir con Sean cuando Boris te llamó, de madrugada, borracho, y te preguntó si querías ir a Staten Island. Tú nunca habías ido a Staten Island y Boris no había ido nunca a Staten Island, y como Boris estaba a punto de mudarse a Filadelfia, aquella te pareció una ocasión para visitar Staten Island tan buena como cualquier otra.

Boris también te había sugerido irte a Filadelfia con él, pero pensaste que aquello era pasarse, que era demasiado, demasiado pronto, demasiado Boris. En lugar de eso, elegiste quedarte en Nueva York. Rompiste con Boris, te mudaste sola a Bushwick y empezaste a salir con Sean, ese camarero tan mono de Union Pool. No imaginaste que volverías a ver a Boris, pero en su última noche en Nueva York te llamó borracho, de madrugada, para que emprendierais juntos una aventura.

La verdad es que no hay mucho que ver en Staten Island, al menos después de medianoche. La travesía en barco hasta allí es terriblemente romántica, pero una vez llegas… Bueno, hay un ascensor que te lleva a la azotea del edificio de los ferris y, si te aburres, siempre puedes cogerlo y volver a bajar.

Hay una pecera en el edificio y algunos carteles pegados en la base que hablan de los cuidados que se han de llevar a cabo para albergar una pecera en el edificio de fe­­rris de Staten Island. Es una pecera enorme, tan pesada que se tuvieron que añadir vigas de hierro al suelo para que pudiera soportarla. «No es cosa sencilla esta pecera, llevó mucho trabajo», reza el letrero que hay en la base; al menos eso es lo que recuerdas (no has vuelto). «Todo esto lo hicimos por vosotros, visitantes de Staten Island, ¡así que más vale que lo apreciéis!».

Recuerdas estar de pie junto a Boris leyendo el letrero de la pecera. Esperabas haber tenido más cosas que de­­ciros la noche previa a despediros para siempre, pero resulta que ya os lo habíais dicho todo. Así que, en lugar de volver a repasarlo, os quedasteis el uno al lado del otro en la quietud del edificio de los ferris y leísteis la información que había en la base de la pecera.

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