David Peace - Tokio Redux

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El 5 de julio de 1949 la Ocupación tenía resaca. El Japón ocupado militarmente por los Estados Unidos se despierta de los festejos del Cuatro de Julio con una preocupante noticia: Sadanori Shimoyama, el presidente de la Empresa Nacional de Ferrocarriles, el hombre que adora los trenes, ha desaparecido. Sobre él pesan amenazas de muerte tras anunciar cien mil despidos. Shimoyama es pieza clave para que todo siga funcionando bajo la Ocupación, para que el país ame a sus nuevos amos, para que no estalle la tercera guerra mundial. El general Willoughby, mano derecha del comandante supremo MacArthur, su fascista favorito, encarga al detective Harry Sweeney que centre todos los recursos disponibles en encontrar a Shimoyama.En 1964, mientras el país prepara los Juegos Olímpicos, al expolicía Hideki Murota, le encargan averiguar qué ha sido de Roman Kuroda, escritor obsesionado con el misterio Shimoyama. Su editor le ha dado un cuantioso anticipo para que escriba el gran libro sobre el caso y el plazo del contrato está a punto de expirar.Y en el otoño de 1988, mientras el emperador Hirohito agoniza, Donald Reichenbach, el prestigioso traductor estadounidense afincado en Japón, recibe la visita de una joven compatriota. Viene a exigirle información sobre los lejanos días en los que el joven Reichenbach trabajaba para el contraespionaje americano en el país del sol naciente. Tokio Redux es la historia de tres hombres atrapados en la locura que envuelve el caso Shimoyama, una espectacular novela negra de corte clásico a la que David Peace ha dedicado diez años y que pone broche de oro a su Trilogía de Tokio.

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—Gracias por venir —dijo un hombre que bajaba la escalera—. Soy Tsuneo, el hermano pequeño de Sadanori.

Harry Sweeney y Susumu Toda le hicieron una reverencia. Los dos le dieron el pésame, se disculparon por la intromisión, y acto seguido Harry dijo:

—¿Podemos hablar con usted un momento en privado, señor?

—Sí, claro —contestó Tsuneo Shimoyama.

Señaló una de las habitaciones del pasillo, y Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama a la estancia. Los cuatro hijos de Sadanori Shimoyama estaban sentados a solas en esa habitación. Las cabezas gachas en silencio, las manos en el regazo. Tsuneo Shimoyama pidió a los chicos que saliesen. Ellos asintieron con la cabeza, se levantaron y se fueron mientras Tsuneo Shimoyama pedía a Harry Sweeney y Susumu Toda que se sentasen y les preguntaba si les apetecía té. Ellos declinaron la oferta, y entonces Harry Sweeney dijo:

—Lamentamos mucho inmiscuirnos en un momento tan delicado, pero necesitamos hacerle unas preguntas, señor.

—Por supuesto —asintió Tsuneo Shimoyama—. Lo entiendo.

—Gracias por su comprensión —dijo Harry Sweeney—. Trataremos de que sea lo más rápido posible. ¿Podría decirnos dónde estaba cuando se enteró de que su hermano había desaparecido, señor?

—Me enteré por la radio, en las noticias. Las noticias de las cinco. Vine aquí directamente. Llegué aproximadamente una hora más tarde. De hecho, me dijeron que por poco no había coincidido con usted, señor Sweeney. Y he estado aquí desde entonces.

—¿Con qué frecuencia veía a su hermano, señor?

—Lo veía con regularidad, casi cada semana. Dependiendo de su trabajo y del mío, claro. Pero, sí, lo veía a menudo.

—¿Y cuándo fue la última vez que lo vio?

—Hará una semana.

—¿Cómo estaba él? ¿Cómo lo vio?

Tsuneo Shimoyama giró ligeramente la cabeza a la derecha. Suspiró y dijo:

—Bueno, estaba muy estresado. Yo ya lo sabía. Todos lo sabíamos. Todo el mundo lo sabía. Pero mi hermano siempre hacía un gran esfuerzo por estar alegre. Un esfuerzo tremendo, señor Sweeney. De todas formas, yo sabía que tenía problemas para dormir y que estaba mal del estómago. Pero solía pasarle en esta época del año. Aun así, siempre estaba muy alegre. Siempre.

—Aparte del estrés de su cargo, ¿su hermano tenía otras preocupaciones, económicas o personales?

—No, señor Sweeney. No que yo supiera.

—¿Y cree que se habría enterado si él hubiera tenido otras preocupaciones? Estaban unidos, ¿no?

—Sí —contestó Tsuneo Shimoyama—. Estábamos muy unidos, y por eso no creo que tuviera otros problemas, otras preocupaciones. Solo el trabajo, especialmente los despidos.

—Lamento ser tan directo, señor —dijo Harry Sweeney—, pero ¿alguna vez oyó hablar a su hermano de suicidio?

—No. Nunca.

—Entonces, para que nos quede muy claro, ¿no cree que su hermano se suicidara, señor?

—No —repitió Tsuneo Shimoyama—. Pero sé que es lo que piensa la gente y lo que andan diciendo por ahí. Pero, no, mi hermano no se quitaría la vida. Además, su mujer y sus hijos han dicho que ayer por la mañana estaba especialmente de buen humor cuando se fue de casa. Mi hermano estaba deseando volver a ver a su hijo mayor, Sadahiko. Volvía de Nagoya anoche. Si mi hermano hubiera tenido intención de suicidarse, habría sido después de ver a su hijo mayor, ¿no?

Harry Sweeney asintió con la cabeza.

—Sí. Supongo.

—Y también habría sido lógico haber dejado sus asuntos en orden para evitarnos a su mujer y sus hijos y a nuestra familia ese trabajo. Pero ni siquiera había ordenado su escritorio antes de irse de casa. Así que, a pesar de lo que la gente cree y dice, estoy totalmente seguro de que no se suicidó, señor Sweeney.

—Gracias —dijo Harry Sweeney—. Le agradezco que sea tan franco y que se mantenga tan firme. Nos es de gran ayuda.

Tsuneo Shimoyama suspiró. Meneó la cabeza y dijo:

—Perdone, señor Sweeney. Tal vez esté siendo demasiado franco y demasiado firme. Pero todos estamos absolutamente conmocionados. Y que la gente insinúe que mi hermano…

—Lo sé. Lamento que tengamos que preguntárselo…

—No, no, señor Sweeney. Ustedes no, la policía no. Ustedes solo hacen su trabajo. Ya lo sé, ya lo sabemos. Pero ha habido personas, incluso supuestos amigos de mi hermano, que nos han visitado proponiendo que dijéramos que mi hermano se había quitado la vida. Incluso nos han animado a emitir un comunicado a ese respecto.

—¿De verdad? ¿Quién? ¿Cuándo?

—Hace solo un momento. Dos caballeros han venido a presentar sus respetos, pero nos han aconsejado que redactáramos una nota de suicidio y la publicáramos en los periódicos.

—¿Diciendo qué?

—Que mi hermano no quería despedir a noventa y cinco mil empleados. Que pedía disculpas con su muerte en beneficio de todos los afectados. Por el bien de Japón.

—¿Quiénes eran esos dos hombres, señor?

—Un tal señor Maki y un tal señor Hashimoto. El señor Maki es miembro de la Cámara Alta y el señor Hashimoto es el exdirector de la compañía de ferrocarriles. El señor Hashimoto ya está jubilado, pero mi hermano incluso se alojó con él y su mujer cuando los dos trabajaban en Hokkaido. No puedo creer que sugieran siquiera algo así. Es intolerable. Intolerable.

—¿Por qué han dicho eso, señor? ¿Cuáles eran sus motivos?

Tsuneo Shimoyama volvió a suspirar y a continuación dijo:

—Si publicábamos una nota de suicidio como esa en los periódicos, con una fotografía de la nota, al sindicato y los empleados les daría lástima, y así todas las disputas con la corporación se resolverían. Y entonces Japón y el mundo recordarían a mi hermano como un mártir y un gran hombre. O eso han dicho.

—¿Y usted qué les ha contestado, señor?

—No he dicho nada. No he parado de imaginarme la cara de mi hermano y a su mujer y sus hijos. He sido incapaz de hablar.

—Bueno, gracias por hablar con nosotros, señor —dijo Harry Sweeney—. Pero me temo que debo seguir importunándole y preguntarle si podemos hablar un momento con la señora Shimoyama. Ayer hablamos con ella, y nos gustaría darle el pésame, si es posible, señor.

—Por supuesto —dijo Tsuneo Shimoyama, levantándose—. Está arriba. Le acompañaré, señor Sweeney.

Harry Sweeney y Susumu Toda siguieron a Tsuneo Shimoyama fuera de la habitación al atestado pasillo. Atravesaron las lágrimas y las acusaciones. Subieron la escalera y entraron en la habitación. La misma habitación de la tarde del día anterior: la misma mesa de madera y el mismo armario grande. Ahora desprovista de esperanza, sin una oración, impregnada de dolor, empapada de duelo. Con su kimono oscuro, su rostro pálido y un retrato enmarcado de su difunto marido en la mesa baja delante de ella, la señora Shimoyama miró a Harry Sweeney, le clavó los ojos. Pero sus ojos no acusaban, solo suplicaban.

Que no estuviese pasando, no…

Que nada de eso fuese cierto.

Pero Harry Sweeney y Susumu Toda se arrodillaron ante la mesa baja e hicieron una reverencia ante la señora Shimoyama, ante el retrato de su marido, el retrato interpuesto entre ellos.

—Disculpe que la molestemos, señora —dijo Harry Sweeney—. Y perdónenos por entrometernos en un momento como este, pero queremos darle nuestro más sentido pésame, señora.

—Gracias —contestó la señora Shimoyama, desviando la vista de Harry Sweeney y Susumu Toda y mirando el retrato de su marido posado sobre la mesa. Con los dedos en el marco, los dedos en el cristal, dijo, susurró—: Cuando me enteré de que habían encontrado el coche en Mitsukoshi pero mi marido seguía desaparecido, cuando usted se estaba yendo después de estar aquí, supe que él estaba muerto. Lo supe entonces. En el fondo.

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