Étienne Gilson - El espíritu de la filosofía medieval
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El espíritu de la Filosofía Medieval es una de las obras imprescindibles para entender los presupuestos filosóficos que dieron origen a la visión cristiana del mundo y de la vida.
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Por el hecho mismo que elimina la vana curiosidad, la influencia de la revelación sobre la filosofía le permite darse un fin y remate. Considerado desde el punto de vista cristiano, el curioso se ha metido en una empresa interminable. De hecho, todo conocimiento racional de cualquier realidad, sea cual fuere, depende de su competencia; de derecho, no hay ninguno del que esté autorizado a decir que, si lo tuviera, este no transformaría completamente el conocimiento que tiene de todo lo demás. Ahora bien: lo real es inagotable y por consiguiente la tentativa de sintetizarlo en forma de principios es una empresa prácticamente imposible. Hasta puede darse, como lo hará observar Comte más tarde, que la realidad natural no sea sintética y que no sea posible encontrarle una unidad sino considerándola desde el punto de vista de un sujeto[22]. Al elegir al hombre en su relación con Dios como centro de perspectiva, el filósofo cristiano se da un centro de referencia fijo, que le permite introducir en su pensamiento el orden y la unidad. Por eso la tendencia sistemática es siempre fuerte en una filosofía cristiana: tiene menos que sistematizar de lo que tendría otra; y tiene con qué sistematizarlo.
También tiene con qué completarlo, y en primer lugar en el terreno mismo de la filosofía natural. A veces parece suponerse que solo los agustinianos estuvieron convencidos de ello. De hecho, en la Suma Contra Gentiles, lib. I, cap. IV, santo Tomás nos ha dejado un luminoso resumen de toda la enseñanza de los Padres de la Iglesia sobre esta cuestión fundamental. Luego de preguntarse si conviene que Dios revele a los hombres verdades filosóficas accesibles a la razón, responde que sí, con tal que esas verdades sean de aquellas cuyo conocimiento es necesario a la salvación. Si fuera de otro modo, esas verdades y la salvación que de ellas depende estarían reservadas a un pequeño número de hombres, quedando los demás privados de ellas por falta de luz intelectual, o de tiempo para la investigación, o de ánimo para el estudio. Agrega que aun los que fueran capaces de alcanzar esas verdades solo llegarían hasta ellas apenas, luego de haber largamente pensado y pasado la mayor parte de su vida en una ignorancia peligrosa sobre el particular. ¿En qué estado, pues, se hallaría el género humano, según santo Tomás, si solo dispusiera de la razón pura para conocer a Dios? In maximis ignorantiae tenebris. Y lo confirma con una tercera razón, no menos grave que las otras dos.
La debilidad del entendimiento humano, en su condición presente es tal que, sin la fe, lo que a unos parecería evidentemente demostrado sería considerado como dudoso por los otros; por lo demás, el espectáculo de esas contradicciones entre filósofos contribuye no poco a engendrar el escepticismo en el espíritu de los que consideran esas cuestiones desde afuera[23]. Para remediar esa debilitas rationis el hombre tiene, pues, necesidad de una ayuda divina; y es la fe quien se la ofrece. Como san Agustín y san Anselmo, santo Tomás ve la razón del filósofo cristiano entre la fe, que guía sus primeros pasos, y el conocimiento pleno de la visión beatífica por venir[24]; como Atenágoras, piensa que el hombre no puede aspirar al perfecto conocimiento de Dios sin ingresar en la escuela de Dios, qui est sui perfectus cognitor. La fe es quien, tomándolo en cierto modo de la mano, lo pone en el buen camino[25] y le acompaña cuanto tiempo sea menester para protegerlo contra el error.
Como puede verse, este cuadro de los resultados obtenidos por la sola razón humana en materia de teología natural no es de los más brillantes, aun cuando ha sido pintado por el más intelectualista de los filósofos cristianos[26]. ¿Por qué, entonces, no seguir tantas indicaciones concordantes, sobre todo si es posible hacerlo sin olvidar distinciones necesarias, que un largo esfuerzo de reflexión ha conquistado penosamente y que la razón impone? Que, tomada en sí y absolutamente, una filosofía verdadera solo deba su verdad a su racionalidad, es indiscutible; san Anselmo y aun san Agustín fueron los primeros en decirlo; pero que la constitución de esa filosofía verdadera no haya podido llegar a su fin y remate sino con la ayuda de la revelación, obrando como auxilio moral indispensable a la razón, es igualmente cierto, desde el punto de vista de los filósofos cristianos, y terminamos de ver que el mismo santo Tomás de Aquino lo afirma. Ahora bien: si tuvo razón al afirmarlo, o aun si reconocemos simplemente que pudo tener razón al afirmarlo, el problema de la filosofía cristiana toma un sentido positivo. Puede que abstractamente hablando la filosofía no tenga religión; pero tenemos el derecho de preguntarnos si es indiferente que los filósofos tengan una. Podemos preguntamos, más particularmente, si es indiferente a la historia de la filosofía como tal, que haya habido filósofos que fuesen cristianos y si, a pesar de la textura puramente racional de sus sistemas, no podríamos leer en ellos, aun hoy, la señal de la influencia ejercida por su fe sobre la conducta de su pensamiento.
La hipótesis, pues de una se trata, no tiene en sí nada de contradictorio e imposible. Supongamos, pues, que san Agustín, san Anselmo y santo Tomás de Aquino tuvieran conciencia exacta de lo que hacían. Admitamos provisionalmente que, cuando hablan de lo que la razón debe a la revelación, conservan el recuerdo conmovedor de aquellos instantes en que, por la coincidencia de dos luces que van al encuentro una de otra, la opacidad de la fe cedía de pronto en ellos a la transparencia de la inteligencia. Vayamos más allá todavía. Preguntémonos si a veces no fueron más originales de lo que creyeron ser, innovando con inconsciente osadía, gracias a la fe que los llevaba sin dejarse sentir, justamente en lo que creían no hacer más que seguir fielmente a Platón y a Aristóteles. Descubrir en la historia la presencia de una acción ejercida sobre el desarrollo de la metafísica por la revelación cristiana, sería traer una demostración en cierto modo experimental de la realidad de la filosofía cristiana. Nadie pone en duda que la tarea es inmensa y está llena de asechanzas; pero ni siquiera es necesario abrigar esperanzas de éxito para empezarla, pues no podría tratarse de otra cosa sino de esbozarla.
[1]SAN PABLO, I ad Corinth., I, 19-25. Cf. op. cit., II, 5 y 8. Ad Coloss., II, 8. Esos textos han declarado seguir todos los adversarios cristianos de la filosofía, de los cuales Tertuliano encarna el tipo a la perfección: «Quid ergo Athenis et Hierosolymis? Quid Academiae et Ecclesiae? Quid haereticis et Christianis? Nostra institutio de Porticu Salimonis est (cf. Act. I, 12, Sap., I, 1) qui et ipse tradiderat Dominum in simplicitate cordis esse quaerendum. Viderint qui stoicum et platonicum et dialecticum Christianismum protulerunt. Nobis curiositate opus non est post Jesum Christum, nec inquisitione post evangelium. Cum credimus, nihil desideramus ultra credere. Hoc enim prius credimus, non esse quod ultra credere debeamus». TERTULIANO, De prae script, haereticorum, VII.
[2]C. TOUSSAINT, Êpîtres de saint Paul. París, G. Beauchesne, 1910, t. I, p. 253.
[3]JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12.
[4]Op. cit., VII, p. 37.
[5]JUSTINO, Dialogue avec Tryphon, II, 6; trad. G. ARCHAMBAULT. París, Picard, 1909, pp. 11-12. Esta reivindicación del título de filósofo por un cristiano es un hecho aislado en la antigüedad. En el texto del cual se ha tomado el epígrafe de este trabajo, Atenágoras define claramente el derecho de los cristianos a proponer una explicación filosófica del universo, elaborada por la razón bajo la conducta de la revelación: «Puesto que casi todos, aunque sea a pesar suyo, reconocen la existencia de una realidad divina cuando llegan a los principios del universo, ¿por qué ha de tener esa gente el derecho de decir y escribir impunemente sobre lo divino lo que les parezca, mientras que una ley nos prohibe demostrar por medio de argumentos y razonamientos verdaderos que existe un Dios, cosa que nosotros sabemos tanto por la razón como por la fe? Porque los poetas y los filósofos, en esta como en otras cosas, animados por el soplo de Dios, han intentado por vía de conjetura y no siguiendo cada cual sino su alma, si no les sería posible descubrir y concebir la verdad. Pero no han encontrado en ellos de qué aprehender su objeto, pues no pensaban tener que instruirse acerca de Dios con respecto a Dios, sino cada cual acerca de sí mismo. Por eso han llegado todos a conclusiones diferentes sobre Dios, la materia, las ideas y el universo. Nosotros, al contrario, ya se trate de lo que sabemos o de lo que creemos, ponemos por testigos a los Profetas que, inspirados por el Espíritu, se pronunciaron sobre Dios y lo que se refiere a Dios». Atenágoras, Legatio pro Christianis, VII. El método que declara seguir es lo que él llama claramente cbv λογισμόν ήμών τής χίστβως (op. cit., VIII). La fecha de este escrito es 177. La iluminación de la razón por la revelación es igualmente invocada, respecto de la creación y de la unidad de Dios, por Ireneo, Adversus Haer eses, I, 3, 6, y II, 27, 2. En cuanto a Clemente de Alejandría (150-215), su concepción de la gnosis cristiana se basa en la idea de que la filosofía es cosa buena en sí y necesaria (Stromates, I, 1, y I, 18, donde lucha contra cristianos enemigos de la filosofía); pero la filosofía griega, especie de revelación incompleta fundada en la razón, debe ser completada por la revelación. Hay dos Antiguos Testamentos: la Biblia y la filosofía griega (Stromates, VI, 42, 44, 106), y uno Nuevo que, como un manantial, arrastra en su curso aguas que vienen de más lejos (Stromates, I, 5). Según otra imagen, la fe se injerta en el árbol de la filosofía y, cuando el injerto es perfecto, el brote de la fe se substituye al del árbol, crece en él, vive en él y le hace dar frutos (Stromates, VI, 15). La sabiduría cristiana, según Clemente, nace, pues, del injerto de la fe en la razón. Teófilo de Antioquía, Ad Autolycum, II, 33, opone los errores de los filósofos a las certidumbres que los cristianos han recibido del Espíritu Santo en cuanto a la unidad de Dios y la creación (cf. op. cit., II, 4; II, 12; III, 2; III, 9).
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