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“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Cor. 6:19, 20).
No nos pertenecemos. Hemos sido comprados a un precio elevado, a saber, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Si pudiésemos comprender plenamente esto, sentiríamos que pesa sobre nosotros la gran responsabilidad de mantenernos en la mejor condición de salud con el fin de prestar a Dios un servicio perfecto. Pero cuando nos conducimos de manera que nuestra vitalidad se gasta, nuestra fuerza disminuye y el intelecto se anubla, pecamos contra Dios. Al seguir esta conducta no le glorificamos en nuestro cuerpo ni en nuestro espíritu –que son suyos–, sino que cometemos lo que es a su vista un grave mal.
¿Se dio Jesús por nosotros? ¿Ha sido pagado un precio elevado para redimirnos? Y, ¿no es precisamente por esto por lo que no nos pertenecemos? ¿Es verdad que todas las facultades de nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestro espíritu, todo lo que tenemos y todo lo que somos, pertenecen a Dios? Por cierto que sí. Y cuando comprendemos esto, ¡qué obligación tenemos para con Dios de conservarnos en la condición que nos permita honrarle aquí en la Tierra, en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, que son suyos!
La recompensa de la santidad
Creemos sin duda alguna que Cristo va a venir pronto. Esto no es una fábula para nosotros; es una realidad. No tenemos la menor duda, ni la hemos tenido durante años, de que las doctrinas que sostenemos son la verdad presente, y que nos estamos acercando al juicio. Nos estamos preparando para encontrarnos con el Ser que aparecerá en las nubes de los cielos, escoltado por una hueste de santos ángeles, para dar a los fieles y justos el toque final de la inmortalidad. Cuando él venga, no lo hará para limpiarnos de nuestros pecados, quitarnos los defectos de carácter, o curarnos de las flaquezas de nuestro temperamento y disposición. Si es que se ha de realizar en nosotros esta obra, se hará antes de ese tiempo.
Cuando venga el Señor, los que son santos seguirán siendo santos. Los que han conservado su cuerpo y espíritu en pureza, santificación y honra, recibirán el toque final de la inmortalidad. Pero los que son injustos, inmundos y no santificados permanecerán así para siempre. No se hará en su favor ninguna obra que elimine sus defectos y les dé un carácter santo. El Refinador no se sentará entonces para proseguir su obra de refinación y quitar sus pecados y su corrupción. Todo esto debe hacerse en las horas del tiempo de gracia. Ahora es cuando debe realizarse esta obra en nosotros...
Ahora estamos en el taller de Dios. Muchos de nosotros somos piedras toscas de la cantera. Pero cuando echamos mano de la verdad de Dios, su influencia nos afecta; nos eleva, y elimina de nosotros toda imperfección y pecado, cualquiera que sea su naturaleza. Así quedamos preparados para ver al Rey en su hermosura y unirnos finalmente con los ángeles puros y santos en el reino de gloria. Aquí es donde nuestro cuerpo y nuestro espíritu han de quedar dispuestos para la inmortalidad.
La obra de la santificación
Estamos en un mundo que se opone a la justicia, a la pureza de carácter y al crecimiento en la gracia. Dondequiera que miramos, vemos corrupción y contaminación, deformidad y pecado. Y ¿cuál es la obra que hemos de emprender aquí precisamente antes de recibir la inmortalidad? Consiste en conservar nuestro cuerpo santo y nuestro espíritu puro, para que podamos subsistir sin mancha en medio de las corrupciones que abundan en derredor de nosotros en estos últimos días. Y para que esta obra se realice, necesitamos dedicarnos a ella enseguida con todo el corazón y el entendimiento. No debe penetrar ni influir en nosotros el egoísmo. El Espíritu de Dios debe ejercer perfecto dominio sobre nosotros e influir en todas nuestras acciones. Si nos apropiamos debidamente del cielo y el poder de lo alto, sentiremos la influencia santificadora del Espíritu de Dios sobre nuestro corazón.
Cuando hemos procurado presentar la reforma pro salud a nuestros hermanos, y les hemos hablado de la importancia del comer y el beber, y hacer para gloria de Dios todo lo que hacen, muchos han dicho por medio de sus acciones: “A nadie le importa si como esto o aquello; nosotros mismos hemos de soportar las consecuencias de lo que hacemos”.
Estimados amigos, están muy equivocados. No son los únicos que sufrirán como consecuencia de una conducta errónea. En cierta medida, la sociedad a la cual pertenecen sufre por causa de vuestros errores tanto como ustedes mismos. Si sufren como resultado de vuestra intemperancia en el comer y el beber, los que estamos en derredor o nos relacionamos con ustedes también quedamos afectados por vuestra flaqueza. Sufriremos por causa de vuestra conducta errónea. Si ella contribuye a disminuir vuestras facultades mentales o físicas, y lo advertimos cuando estamos en vuestra compañía, quedamos afectados por ello. Si en vez de tener un espíritu animoso son presa de la lobreguez, ensombrecen el ánimo de todos los que los rodean. Si estamos tristes, deprimidos y angustiados, ustedes, si gozaran de salud, podrían tener una mente clara que nos muestre la salida y dirija una palabra consoladora. Pero si vuestro cerebro está nublado como resultado de vuestra errónea manera de vivir, a tal punto que no pueden darnos el consejo correcto, ¿no sufrimos acaso una pérdida? ¿No nos afecta seriamente vuestra influencia? Tal vez tengamos un alto grado de confianza en vuestro juicio y deseemos vuestro consejo, porque “en la multitud de consejeros hay seguridad” (Prov. 11:14).
Deseamos que nuestra conducta parezca consecuente para quienes amamos, y deseamos buscar el consejo que ellos nos puedan dar con mente clara. Pero ¿qué interés tenemos en vuestro juicio si vuestra energía mental ha sido recargada hasta lo sumo y la vitalidad se ha retirado del cerebro para disponer del alimento impropio que se puso en el estómago, o de una enorme cantidad de alimento aunque sea sano? ¿Qué interés tenemos en el juicio de tales personas? Ellas lo ven todo a través de una masa de alimentos indigestos. Por tanto, vuestra manera de vivir nos afecta. Resulta imposible seguir una conducta errónea sin hacer sufrir a otros.
“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene: ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado” (1 Cor. 9:24-27). Los que participaban en la carrera con el fin de obtener el laurel que era considerado un honor especial, eran temperantes en todas las cosas, para que sus músculos, su cerebro y todos sus órganos estuviesen en la mejor condición posible para la carrera. Si no hubiesen sido temperantes en todas las cosas, no habrían adquirido la elasticidad que les era posible obtener de esa manera. Si eran temperantes, podían correr esa carrera con más posibilidad de éxito; estaban más seguros de recibir la corona.
Pero, no obstante toda su temperancia –todos sus esfuerzos por sujetarse a un régimen cuidadoso con el fin de hallarse en la mejor condición–, los que corrían la carrera terrenal estaban expuestos al azar. Podían hacer lo mejor posible, y sin embargo no recibir distinción honorífica; porque otro podía adelantárseles un poco y arrebatarles el premio. Uno solo recibía el galardón. Pero en la carrera celestial todos podemos correr, y recibir el premio. No hay incertidumbre ni riesgo en el asunto. Debemos revestirnos de las gracias celestiales y con los ojos dirigidos hacia arriba, a la corona de la inmortalidad, tener siempre presente al Modelo. Fue Varón de dolores, experimentado en quebrantos. Debemos tener constantemente presente la vida de humildad y abnegación de nuestro divino Señor. Y a medida que procuramos imitarlo, manteniendo los ojos fijos en el premio, podemos correr esa carrera con certidumbre, sabiendo que si hacemos lo mejor que podamos, lo alcanzaremos con seguridad.
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