1 ...6 7 8 10 11 12 ...24 Todos los amigos de Tony eran conversadores de primera fila que disfrutaban trasnochando y bebiendo tres vasos de vino de más, y (eso me impresionó tremendamente) sin hablar nunca en serio de sí mismos. A pesar de que hacía un año que Tony no los veía, el trabajo solo se mencionó de pasada («¿Todavía no te ha disparado nadie de la Yihad Islámica, Tony?», y cosas así) y nunca en profundidad. Si salían a colación temas personales, como el divorcio de Robert, se le daba un cierto toque sardónico. Incluso cuando Tony se informó con tacto sobre la hija adolescente de Kate (quien resultó estar manteniendo una relación casi fatal con la anorexia), ella dijo:
—Bueno, es como lo que dijo Rossini de las óperas de Wagner: hay algunos cuartos de hora espléndidos.
Y así se saldó el tema.
Lo más intrigante de aquel estilo de discurso era la forma en que todos diseminaban la información suficiente para que los demás estuvieran al tanto del estado de las vidas respectivas, pero, inexorablemente, cada vez que la charla se desviaba hacia lo personal, era reconducida con rapidez hacia temas menos individuales. Enseguida percibí que hablar mucho rato de algo privado en una reunión de más de dos personas era algo que sencillamente no se hacía... sobre todo delante de una extraña como yo. Sin embargo, me gustaba bastante esa clase de conversación, y el hecho de que tomar el pelo se considerara un empeño meritorio. Siempre que se mencionaba algún suceso grave del día, lo matizaba una vena de acritud y de absurdo. Nadie se apuntaba al apasionamiento que tan a menudo caracterizaba el debate en una cena de estadounidenses. Por otro lado, como me dijo Tony en una ocasión, la gran diferencia entre yanquis y británicos era que los estadounidenses creían que la vida era seria, pero había esperanza, mientras que los ingleses creían que la vida no tenía esperanza, pero no era seria.
Tres días de sobremesas en Londres me convencieron de esta verdad, como me convencieron también de que podía quedar bien entre aquellas chanzas. Tony me estaba presentando a sus amigos y parecía encantado de que me integrara con tanta facilidad. Yo estaba igual de encantada de que me exhibiera. Y yo también quería exhibir a Tony, pero mi única amiga en Londres, Margaret Campbell, estaba fuera de la ciudad aquellos días. Mientras Tony comía con su editor, yo me fui en metro a Hampstead, paseé por las callejuelas residenciales de lujo, y me pasé una hora merodeando por el parque, pensando todo el rato para mis adentros: «Qué bonito es esto». Puede que tuviera que ver un poco con el hecho de que, después de la locura urbanística de El Cairo, Londres de entrada parecía un parangón de orden y limpieza. Sin duda, después de un día, también percibí la basura en las calles, las pintadas, la población sin techo que dormía al raso, y el tráfico incesante. Pero aquellas miserias urbanas solo me parecían atributos esenciales de la vida metropolitana.
También influía el pequeño detalle de que estaba en Londres con Tony, y eso hacía que la ciudad me pareciera aún mejor. El mismo Tony lo admitió, y me dijo que por primera vez en años se sentía a gusto en Londres.
No habló mucho del almuerzo con su editor, solo me dijo que había ido bien. Pero dos días después me dio detalles de la reunión. Hacía una hora que habíamos despegado hacia El Cairo cuando se volvió hacia mí y dijo:
—Tengo que hablar contigo de algo.
—Parece serio —dije, dejando la novela que estaba leyendo.
—No es serio. Solo interesante.
—¿Eso quiere decir...?
—No quise hablar de ello mientras estábamos en Londres, porque no quería pasarme los dos últimos días discutiendo.
—¿Discutiendo sobre qué exactamente?
—Discutiendo que, durante el almuerzo con el editor, me ofreció un nuevo trabajo.
—¿Qué nuevo trabajo?
—Jefe de redacción de la sección de Internacional del periódico.
Tardé un momento en asumirlo.
—Felicidades —dije—. ¿Has aceptado?
—Por supuesto que no. Porque...
—¿Qué?
—En fin... porque quería hablar contigo primero.
—¿Porque representa el traslado a Londres?
—Por eso.
—¿Quieres el trabajo?
—Digamos que Su Señoría dejó bastante claro que debía aceptarlo. También insinuó que, después de casi veinte años de trabajo de campo, ya era hora de que pasara una temporada en casa. Por supuesto que puedo negarme, pero no creo que me salga con la mía esta vez. De todos modos ser jefe de redacción de Internacional no es precisamente una degradación...
Silencio.
—¿Entonces lo aceptarás? —pregunté.
—Creo que debería aceptarlo. Pero... vaya... eso no significa que tenga que volver a Londres solo.
Otra pausa mientras yo reflexionaba sobre el comentario. Finalmente dije:
—Yo también tengo novedades. Y tengo que hacerte una confesión.
Me miró con prevención.
—¿Y qué confesión es esa?
—No estoy tomando antibióticos. Porque no tengo la garganta irritada. Pero tampoco puedo beber... porque estoy embarazada.
Tony se lo tomó bien. No se estremeció ni se puso blanco. Se quedó un momento en silencio, sorprendido, al que siguió un momento de reflexión. Pero luego me cogió la mano, me la apretó y dijo:
—Es una buena noticia.
—¿Lo crees de verdad?
—Totalmente. Pero ¿estás segura?
—Dos pruebas de embarazo, segura —respondí.
—¿Quieres tenerlo?
—Tengo treinta y siete años, Tony. Lo que significa que he entrado en el reino del ahora o nunca. Pero que yo quiera tenerlo no significa que tú también tengas que participar. A mí me gustaría, por supuesto. Pero...
—Quiero participar —dijo, encogiéndose de hombros.
—¿Estás seguro?
—Del todo. Y quiero que vengas a Londres conmigo.
Me tocó el turno de ponerme blanca.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Sorprendida.
—¿Por...?
—El curso que está tomando la conversación.
—¿Estás preocupada?
Aquello era decirlo muy suavemente. Aunque había logrado mantener a raya mi ansiedad durante los días en Londres (por no hablar de la semana anterior, cuando llegó el primer resultado positivo de la prueba que me hizo mi médico en El Cairo), esta seguía siendo omnipresente. Y con razón. Una parte de mí estaba muy contenta de estar embarazada, pero había otra porción igual de sustancial de mi persona que estaba aterrorizada ante la perspectiva. Puede que tuviera que ver con el hecho de que nunca había esperado realmente quedarme embarazada. Aunque de vez en cuando sentía las habituales urgencias hormonales, eran inevitablemente reprimidas por el hecho de que mi vida felizmente independiente no podía asumir el colosal compromiso de la maternidad.
Así que el descubrimiento de que estaba embarazada me dejó completamente desconcertada. Pero las personas siempre tienen la capacidad de sorprenderte. Tony sin duda lo hizo. Durante el resto del vuelo a El Cairo, me informó de que creía que mi embarazo era algo bueno; dijo que, junto con su traslado a Londres, era como si el destino hubiera intervenido para impulsarnos a tomar decisiones importantes. Aquello había pasado en el momento justo. Porque estábamos hechos el uno para el otro. Aunque tendríamos que adaptarnos a vivir juntos y a hacer trabajos de despacho los dos (estaba convencido de que yo podría encontrar un puesto en la oficina del Post en Londres), ¿no había llegado la hora de rendirse a la evidencia y sentar la cabeza?
—¿Estás hablando de matrimonio? —pregunté cuando acabó su pequeña arenga.
No me miró a los ojos, pero dijo:
—En realidad, sí; supongo que sí.
De repente sentía la necesidad de tomarme un vodka muy largo y lamenté mucho no poder hacerlo.
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