Andrzej Paczkowski - El libro negro del comunismo

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Publicado originalmente en 1997 (la española fue la primera traducción mundial), denostado injustificadamente y desaparecido hace
tiempo de las librerías, este Libro negro del comunismo es una historia de los horrores que la aplicación de esa ideología ha generado
en el mundo desde 1917.
Desde la instauración del primer estado totalitario de la historia, a raíz de la revolución bolchevique de octubre de 1917, hasta su triunfo
en países como Cuba en 1959, pasando por territorios en que sigue vigente (China, en primer lugar), este libro es un alegato demoledor
de los crímenes, el terror y la represión que han acompañado a esta ideología en su difusión por el mundo desde hace más de un siglo.
Frente a las críticas recibidas en su momento por su supuesta exageración en la cifra de víctimas, Stéphane Courtois, en nombre
del conjunto de autores de la obra, nos dice en el prólogo de esta edición que "las investigaciones realizadas desde 1998 han ratificado
las cifras anunciadas en 1997".

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La «deskulakización» de 1930-1932 solo fue una reanudación a gran escala de la «descosaquización» teniendo por añadidura la reivindicación de la operación por parte de Stalin, cuya frase oficial, pregonada por la propaganda del régimen, era «exterminar a los kulaks como clase». Los kulaks que se resistieron a la colectivización fueron fusilados; los demás resultaron deportados con mujeres, niños y ancianos. Es cierto que no todos fueron directamente exterminados, pero el trabajo forzado al que se vieron obligados, en zonas sin roturar de Siberia o del Gran Norte, les dejó pocas oportunidades de sobrevivir. Varios centenares de miles dejaron la vida en estos lugares pero el número exacto de víctimas sigue siendo desconocido. Por lo que se refiere a la gran hambruna ucraniana de 1932-1933, vinculada a la resistencia de las poblaciones rurales contra la colectivización forzosa, provocó en unos meses la muerte de seis millones de personas.

En este caso, el genocidio «de clase» se unió al genocidio «de raza»: la muerte por inanición de un hijo de kulak ucraniano deliberadamente entregado al hambre por el régimen estalinista «equivale» a la muerte por inanición de un niño judío del gueto de Varsovia entregado al hambre por el régimen nazi. Esta constatación no pone en absoluto en tela de juicio la «singularidad de Auschwitz»: la movilización de los recursos técnicos más modernos y la puesta en funcionamiento de un verdadero «proceso industrial» —la construcción de una «fábrica de exterminio»—, el uso de gases y la cremación. Sin embargo, subraya una particularidad de muchos regímenes comunistas: la utilización sistemática del «arma del hambre». El régimen tiende a controlar la totalidad de las reservas de alimentos disponibles y, mediante un sistema de racionamiento a veces muy sofisticado, solo la redistribuye en función del «mérito» o del «demérito» de unos y de otros. Este salto puede llegar incluso a provocar gigantescas hambrunas. Recordemos que, en el período posterior a 1918, solo los países comunistas conocieron hambres que llevaron a la muerte a centenares de miles, incluso de millones de hombres. Todavía en la última década, dos de los países de África que se aferraban al marxismo-leninismo —Etiopía y Mozambique— tuvieron que experimentar mortíferas hambrunas.

Puede realizarse un primer balance global de estos crímenes:

• fusilamiento de decenas de miles de rehenes o de personas confinadas en prisión sin juicio y asesinato de centenares de miles de obreros y de campesinos rebeldes entre 1918 y 1922;

• hambruna de 1922 que provocó la muerte de cinco millones de personas;

• liquidación y deportación de los cosacos del Don en 1920;

• asesinato de decenas de miles de personas en los campos de concentración entre 1918 y 1930;

• liquidación de cerca de 690.000 personas durante la Gran Purga de 1937-1938;

• deportación de dos millones de kulaks (o de gente a la que se calificó de tales) en 1930-1932;

• destrucción por el hambre provocado y no auxiliado de seis millones de ucranianos en 1932-1933;

• deportación de centenares de miles de personas procedentes de Polonia, Ucrania, los países bálticos, Moldavia y Besarabia en 1939-1941 y después en 1944-1945;

• deportación de los alemanes del Volga en 1941;

• deportación-abandono de los tártaros de Crimea en 1943;

• deportación-abandono de los chechenos en 1944;

• deportación-abandono de los ingushes en 1944;

• deportación-liquidación de las poblaciones urbanas de Camboya entre 1975 y 1978;

• lenta destrucción de los tibetanos por los chinos desde 1950, etc.

No acabaríamos de enumerar los crímenes del leninismo y del estalinismo, a menudo reproducidos de forma casi idéntica por los regímenes de Mao Zedong, de Kim Il Sung, de Pol Pot.

Queda una difícil cuestión epistemológica: ¿está capacitado el historiador para utilizar, en su descripción y su interpretación de los hechos, nociones como las de «crimen contra la Humanidad» o «genocidio» que arrancan, como hemos visto, del ámbito jurídico? ¿Acaso no dependen demasiado estas nociones de imperativos coyunturales —la condena del nazismo en Nüremberg— para ser integradas en una reflexión histórica que pretende establecer un análisis pertinente a medio plazo? Además ¿no se encuentran estas nociones demasiado cargadas de «valores» susceptibles de «falsear» la objetividad del análisis histórico?

En relación con lo primero, la historia de este siglo ha puesto de manifiesto que la práctica, por parte de estados o de partidos estatales, de la matanza en masa no fue algo exclusivo de los nazis. Bosnia o Ruanda prueban que estas prácticas perduran y que constituyen sin lugar a dudas una de las características principales del siglo XX.

En relación con lo segundo, no es cuestión de regresar a las concepciones históricas del siglo XIX en virtud de las cuales el historiador pretendía más «juzgar» que «comprender». No obstante, frente a inmensas tragedias humanas directamente provocadas por algunas concepciones ideológicas y políticas, ¿puede el historiador abandonar cualquier principio de referencia a una concepción humanista —relacionada con nuestra civilización judeo-cristiana y con nuestra cultura democrática— por ejemplo, el respeto de la persona humana? Numerosos historiadores de prestigio no dudan en utilizar la expresión «crimen contra la Humanidad» para calificar los crímenes nazis, como es el caso de Jean-Pierre Azema en un artículo sobre «Auschwitz» 8o Pierre Vidal-Naquet a propósito del proceso Touvier 9. Nos parece, por lo tanto, que no es ilegítimo utilizar estas nociones para definir algunos de los crímenes cometidos en los regímenes comunistas.

Además de la cuestión de la responsabilidad directa de los comunistas en el poder, se plantea la de la complicidad. El Código Penal canadiense, reformado en 1987, considera, en su artículo 8 (3.77), que los delitos de crimen contra la Humanidad incluyen los casos de tentativa, de complicidad, de consejo, de ayuda, de estímulo o de complicidad de hecho 10. Son igualmente asimilados a los crímenes contra la Humanidad —artículo 7 (3.76)— «la tentativa, la conspiración, la complicidad después del hecho , el consejo, la ayuda o el estímulo en relación con este hecho» (el énfasis es nuestro). Ahora bien, de los años veinte a los años cincuenta, los comunistas de todo el mundo y otras muchas personas aplaudieron hasta romperse las manos la política de Lenin y después la de Stalin. Centenares de miles de personas entraron en las filas de la Internacional Comunista y de las secciones locales del «partido mundial de la revolución». En los años cincuenta-setenta, otros centenares de miles de personas incensaron al «Gran Timonel» de la revolución china y cantaron los méritos del Gran Salto Adelante o de la Revolución cultural. En una época aún más cercana a la nuestra, fueron numerosos los que se felicitaron por que Pol Pot había tomado el poder 11. Muchos responderán que «no sabían nada» y es verdad que no era siempre fácil saber al haber convertido los regímenes comunistas el secreto en uno de sus métodos privilegiados de defensa. Pero muy a menudo, esta ignorancia era solo el resultado de una ceguera provocada por la fe militante y a partir de los años cuarenta y cincuenta, muchos de estos hechos eran conocidos e indiscutibles. Ahora bien, si muchos de estos turiferarios han abandonado hoy sus ídolos de antaño, lo han hecho de manera silenciosa y discreta. ¿Qué debe pensarse de la amoralidad profunda que se da en renunciar a un compromiso público en el secreto de las almas sin extraer ninguna lección de ello?

En 1969, uno de los precursores en el estudio del terror comunista, Robert Conquest, escribía: «El hecho de que tanta gente “avalara” de manera efectiva (la Gran Purga) fue sin duda uno de los factores que posibilitaron toda la Purga. Los procesos especialmente solo habrían despertado escaso interés de no ser porque fueron dados por buenos por algunos comentaristas extranjeros, por lo tanto “independientes”. Estos últimos deben, al menos en cierta medida, aceptar la responsabilidad de haber sido cómplices en estos asesinatos políticos, o, como mínimo, en el hecho de que estos se renovaran cuando la primera operación, el proceso Zinoviev (en 1936) se benefició de un crédito injustificado» 12. Si se juzga por esta razón la complicidad moral e intelectual de cierto número de no comunistas, ¿qué se puede decir de la complicidad de los comunistas? ¿No se debe recordar que Louis Aragon lamentó públicamente en un poema de 1931 el haber solicitado la creación de una policía política en Francia 13, incluso aunque por un momento pareció criticar el período estalinista?

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