Andrzej Paczkowski - El libro negro del comunismo

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Publicado originalmente en 1997 (la española fue la primera traducción mundial), denostado injustificadamente y desaparecido hace
tiempo de las librerías, este Libro negro del comunismo es una historia de los horrores que la aplicación de esa ideología ha generado
en el mundo desde 1917.
Desde la instauración del primer estado totalitario de la historia, a raíz de la revolución bolchevique de octubre de 1917, hasta su triunfo
en países como Cuba en 1959, pasando por territorios en que sigue vigente (China, en primer lugar), este libro es un alegato demoledor
de los crímenes, el terror y la represión que han acompañado a esta ideología en su difusión por el mundo desde hace más de un siglo.
Frente a las críticas recibidas en su momento por su supuesta exageración en la cifra de víctimas, Stéphane Courtois, en nombre
del conjunto de autores de la obra, nos dice en el prólogo de esta edición que "las investigaciones realizadas desde 1998 han ratificado
las cifras anunciadas en 1997".

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En realidad, como testifican los documentos de la comisión Andreyev, la GPU se felicitaba por un «coste de encuadramiento» de los colonos de trabajo nueve veces inferior al de los detenidos de los campos. Así, en junio de 1933, los 203.000 colonos especiales de Siberia occidental, repartidos en 83 comandancias, solo eran vigilados por 971 personas 27. La GPU tenía como objetivo proporcionar, a cambio de una comisión compuesta por un porcentaje sobre los salarios y por una suma a tanto alzado por contrato, su mano de obra a cierto número de grandes consorcios encargados de la explotación de recursos naturales de las regiones septentrionales y orientales del país, como Urallesprom (explotación forestal), Uralugol, Vostugol (carbón), Vostokstal (acererías), Tsvetmetzoloto (minerales no férricos), Kuznetzstroi (metalurgia), etc. En principio, la empresa se encargaba de asegurar las infraestructuras de albergue, de escolarización y de suministros de los deportados. En realidad, como lo reconocían incluso los mismos funcionarios de la GPU, las empresas tenían la tendencia a considerar esta mano de obra como provista de un estatus ambiguo, semilibre, semidetenido, como un recurso gratuito. Los colonos de trabajo a menudo no percibían ningún salario, en la medida en que las sumas que ganaban eran en general inferiores a las retenidas por la administración para la construcción de barracones, los útiles, las cotizaciones obligatorias a favor de los sindicatos, el préstamo del Estado, etc.

Inscritos en la última categoría de racionamiento, verdaderos parias, estaban sometidos de manera permanente a la escasez y al hambre, así como a todo tipo de vejaciones y de abusos. Entre los abusos más escandalosos señalados en los informes de la administración se encontraban: instauración de normas irrealizables, salarios no entregados, deportados a los que se administraba bastonazos o se encerraba en pleno invierno en calabozos improvisados sin la menor calefacción, deportadas «cambiadas por los comandantes de la GPU por mercancías» o enviadas gratuitamente como criadas «para todo» a la casa de los pequeños dirigentes locales. Esta afirmación de un director de una empresa forestal de los Urales que empleaba a colonos de trabajo, citada y criticada en un informe de la GPU de 1933, resumía muy bien el criterio de muchos dirigentes en relación con una mano de obra a la que se podía explotar a voluntad: «Se os podría liquidar a todos, ¡de todas formas la GPU nos enviará en vuestro lugar una nueva hornada de cien mil como vosotros!».

Poco a poco, la utilización de colonos de trabajo se convirtió en más racional desde el punto de vista de la estricta productividad. Desde 1932 se asistió a un abandono progresivo de las «zonas de poblamiento» o de «colonización» más inhóspitas en beneficio de las grandes obras, de los polos mineros e industriales. En algunos sectores era muy importante, incluso predominante, la parte de la mano de obra deportada, que trabajaba en las mismas empresas o en las mismas obras que los trabajadores libres y vivía en barracones contiguos. En la minas del Kuzbass, a finales de 1933, más de 41.000 colonos de trabajo representaban el 47 por 100 del conjunto de los mineros. En Magnitogorsk, los 42.462 deportados censados en septiembre de 1932 constituían los dos tercios de la población local 28. Asignados a residencias en cuatro zonas de poblamiento especiales, a una distancia de dos a seis kilómetros del lugar principal de construcción, trabajaban, no obstante, en los mismos equipos que los obreros libres, situación que tenía una tendencia a difuminar en parte las fronteras existentes entre la diferente condición de unos y otros. Por la fuerza de las cosas, dicho de otra manera, por imperativos económicos, los deskulakizados de la víspera, convertidos en colonos de trabajo, se reintegraban en una sociedad marcada por una penalización general de las relaciones sociales y en la que nadie sabía quiénes serían los próximos excluidos.

8

La gran hambruna

Entre los «puntos negros» de la historia soviética ha figurado desde hace mucho tiempo la gran hambruna de 1932-1933 que, según fuentes hoy en día incontestables, causó más de seis millones de víctimas 1. Esta catástrofe no fue, sin embargo, una hambruna como otras, en la línea de las hambrunas que conoció a intervalos regulares la Rusia zarista. Fue una consecuencia directa del nuevo sistema de «explotación militar feudal» del campesinado —según la expresión del dirigente bolchevique antiestalinista Nikolai Bujarin— puesto en funcionamiento durante la colectivización forzada, y una ilustración trágica de la formidable regresión social que acompañó al ataque contra el campo realizado por el poder soviético a finales de los años veinte.

A diferencia de la hambruna de 1921-1922, reconocida por las autoridades soviéticas que apelaron ampliamente a la ayuda internacional, la de 1932-1933 fue siempre negada por el régimen, que cubrió con su propaganda aquellas voces que, en el extranjero, atrajeron la atención sobre esta tragedia. En ello se vieron enormemente ayudadas por «testimonios» solicitados, como el del diputado francés y dirigente del Partido Radical Edouard Herriot, quien, tras viajar a Ucrania en el verano de 1933, señaló que allí no había más que «huertos de koljozes admirablemente irrigados y cultivados» y «cosechas decididamente admirables» antes de concluir perentorio: «He atravesado Ucrania. ¡Pues bien, afirmo que la he visto como un jardín a pleno rendimiento!» 2. Esta ceguera fue inicialmente el resultado de una formidable puesta en escena organizada por la GPU para los huéspedes extranjeros, cuyo itinerario estuvo jalonado de koljozes y de jardines de infancia modelos. Esta ceguera era evidentemente apoyada por consideraciones políticas, fundamentalmente procedentes de los dirigentes franceses que entonces se encontraban en el poder y que tenían buen cuidado de no romper el planeado proceso de aproximación con la Unión Soviética frente a una Alemania que cada vez se había convertido en más amenazadora después de la reciente llegada al poder de Adolf Hitler.

No obstante, cierto número de altos dirigentes políticos, en particular alemanes e italianos, tuvieron conocimiento con notable precisión del hambre de 1932-1933. Los informes de los diplomáticos italianos en funciones en Járkov, Odessa o Novorossisk, recientemente descubiertos y publicados por el historiador italiano Andrea Graziosi 3, muestran que Mussolini, que leía estos textos con cuidado, estaba perfectamente informado de la situación, pero que no la utilizó para su propaganda anticomunista. Por el contrario, el verano de 1933 se vio caracterizado por la firma de un tratado de comercio italo-soviético, seguida de la de un pacto de amistad y no-agresión. Negada, o sacrificada en el altar de la razón de Estado, la verdad sobre la gran hambruna, mencionada en publicaciones de escasa tirada de las organizaciones ucranianas en el extranjero, solo comenzó a imponerse a partir de la segunda mitad de los años ochenta, después de la publicación de una serie de trabajos y de investigaciones, realizados tanto por historiadores oficiales como por investigadores de la antigua Unión Soviética.

No se puede ciertamente comprender el hambre de 1932-1933 sin situarla en el contexto de las nuevas relaciones entre el Estado soviético y el campesinado, surgidas de la colectivización forzosa de los campos. En los campos colectivizados, el papel del koljoz resultaba estratégico. Tenía como función asegurar al Estado las entregas fijas de productos agrícolas, mediante una requisa cada vez más fuerte realizada sobre la cosecha «colectiva». Cada otoño, la campaña de la cosecha se transformaba en una verdadera prueba de fuerza entre el Estado y un campesinado que intentaba desesperadamente guardar para sí una parte de la cosecha. El envite era de envergadura: para el Estado significaba el hacerse con ella, para el campesino la supervivencia. Cuanto más fértil era la región, más se extraía de ella. En 1930, el Estado cosechó el 30 por 100 de la producción agrícola en Ucrania, el 38 por 100 en las ricas llanuras del Kubán en el Cáucaso del Norte, y el 33 por 100 de la cosecha en Kazajstán. En 1931, para una cosecha muy inferior, estos porcentajes alcanzaron, respectivamente, el 41,5 por 100, el 47 por 100 y el 39,5 por 100. Una requisa semejante no podía más que desorganizar totalmente el ciclo productivo. Basta aquí recordar que bajo la NEP los campesinos solo comercializaban del 15 al 20 por 100 de su cosecha, reservando de un 12 a un 15 por 100 para simiente, del 25 al 30 por 100 para el ganado y el resto para su propio consumo. El conflicto resultaba inevitable entre los campesinos, decididos a utilizar todas las estratagemas para conservar una parte de su cosecha, y las autoridades locales, obligadas a realizar a cualquier precio un plan que cada vez era más irreal: en 1932, el plan de cosecha era superior en un 32 por 100 al de 1931 4.

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