Bernardo Esquinca - Los niños de paja

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En agosto de 2003 tomé una de las decisiones más importantes de mi vida: mudarme de Guadalajara a la Ciudad de México. Huía de una ruptura matrimonial. Pensé que el cambio de aires me daría distancia y perspectiva con mi situación, pero terminó otorgándome algo más vital: un entorno estimulante para la creación, para un tipo de narrativa que ya venía explorando, ligada a lo sobrenatural y lo policiaco, pero que en la Ciudad de México encontró un escenario ideal.Amigas y amigos editores comenzaron a pedirme cuentos para revistas o suplementos; sin proponérmelo, tenía en marcha un volumen de relatos. Al revisarlos, me di cuenta de otro factor no planeado: los protagonistas de mis historias eran hombres viudos o separados. Estaba claro que buscaba exorcizar mi divorcio mediante la literatura de terror. La ecuación me pareció válida, así que decidí completar el libro con ese enfoque. El resultado fue
Los niños de paja, proyecto que marcó el inicio de mi entrañable relación con editorial Almadía.El entomólogo forense de «La vida secreta de los insectos» niega a la ciencia e intenta resolver el crimen de su esposa con un médium; el escritor de «El dios de la piscina» viaja al paraíso para descubrir la máxima atrocidad que puede cometer un grupo de matrimonios, y el despechado de «El amor no tiene cura» se pone en manos de una pitonisa en busca de un milagro que salve su relación. Todos ellos, junto al resto de los seres que habitan los nueve cuentos incluidos en estas páginas, tienen un objetivo: nunca darle la espalda a la oscuridad, sino abrazarla; arrojarse al abismo y explorarlo, porque la realidad resulta tan banal como insoportable.El tiempo pasa y sigo de acuerdo con esa premisa.

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Tengo un sueño recurrente con Lucía. Primero, veo los insectos que devoran secretamente su cuerpo. Llego a la escena del crimen y me doy cuenta de que sigue viva e intento quitárselos, pero es imposible: son demasiados. Ella me reclama: “Tú los trajiste a mí”. Después ya no puede hablar porque comienzan a salirle por la boca. Es entonces cuando le cierro los ojos y me despierto.

Faltan unos segundos para las nueve de la noche. No he comido nada en todo el día: no tengo hambre. Estoy acos tado en la cama. El teléfono reposa sobre la mesilla de noche. Miro el techo y me doy cuenta de que está agrietado y descascarado: le hace falta una buena mano de pin tu ra. Descubro una telaraña en una esquina. Algunos in sec tos muertos están atrapados en ella. De pronto, uno de ellos tiembla: está vivo y lucha por liberarse.

Justo en ese momento suena el teléfono.

Una…

Dos…

Tres…

Cuatro…

Cinco veces…

Descuelgo.

Escucho el sonido del mar.

LA SEÑORA BALLARD ES LA SEÑORA BALLARD

Unas bragas manchadas de sangre yacen al lado de la piscina. Son la seis de la mañana y muy pronto el encargado de limpiar el agua con cloro y recoger los insectos ahogados se topará con esta evidencia. Pero, ¿evidencia de qué?, piensa J. G. Hace tres días fue contratado para seguir a la señora Ballard a este hotel de cinco estrellas, situado a orillas de un lago cercano a la ciudad. La ha vigilado atentamente, ha tomando notas y fotografías, y ha registrado sus reflexiones en una pequeña grabadora, pero aún no sabe qué es exactamente lo que vino a hacer a este lugar. Y todo resulta confuso: por ejemplo, aunque las bragas ensangrentadas fueron lanzadas desde el balcón de la señora Ballard hace cinco minutos, no puede afirmar que pertenezcan a ella.

La señora Ballard proyecta su cuerpo en el aire, enfundada en un traje de baño rojo de una sola pieza, y durante varios segundos queda completamente suspendida en el aire, congelada, una fotografía perfecta que J. G. no toma con la cámara sino con sus ojos, que tan bien han memorizado su anatomía. Cuando el tiempo vuelve a correr, ella ha desaparecido en el fondo de la piscina. J. G. la puede imaginar moviéndose como una anguila hasta el centro de la alberca, donde finalmente emerge para seguir avanzando con poderosas brazadas, partiendo las aguas con el cuchillo afilado de su cuerpo. La señora Ballard es una notable nadadora, lo que lleva a J. G. a recordar una conversación sostenida en un antro con un tipo promiscuo al que tenía que espiar por órdenes de su atribulada esposa: “Una mujer que sabe bailar”, le dijo, mientras observaba el contoneo de las caderas en la pista, “también sabe moverse en la cama”. J. G. supone que eso puede aplicarse igualmente a las que, como la señora Ballard, nadan con gracia y contundencia al mismo tiempo.

“Curiosa metáfora”, piensa J. G., “porque en el sexo la palabra clave es ahogarse”.

“No nos gusta pensarlo, pero lo extraño se encuentra siempre muy cerca de nosotros”. J. G. halla esta frase en el libro que finge leer mientras en realidad observa a la señora Ballard, quien se toma un coctel azul en la barra. El bar del hotel está envuelto en una penumbra roja y el resto del mobiliario son reservados circulares y mullidos, al estilo de los años cincuenta. Está sola, como aparentemente ha estado desde que llegó a este lugar. Lleva puesto un vestido negro que deja al descubierto sus piernas torneadas. Se ha peinado el cabello corto con goma. Es una mujer madura y atractiva, bien conservada, que seguramente tiene más años de los que aparenta. Conversa con el cantinero sobre algo que J. G. no alcanza a escuchar bien y que tiene que ver con tiburones blancos. Un documental que vio en la televisión por cable del hotel. J. G. aguza el oído y atrapa lo siguiente: nadie ha podido filmar a un tiburón blanco copulando, lo más cercano ha sido ese documental donde, después de una orgía de comida en la que una docena de escualos engulle a una ballena muerta, aquéllos entran en un estado somnoliento y extático y comienzan a rozarse con las hembras. Incluso hay una toma del sexo erecto de un tiburón blanco. Es enorme, explica la señora Ballard al cantinero, quien parece entretenido con la conversación. Después llega un ruidoso grupo de turistas extranjeros y J. G. ya no puede seguir sus palabras. Entonces se concentra en los gestos: la señora Ballard muerde la cereza de su coctel con una melancolía insoportable.

El señor Ballard solicitó los servicios de J. G. por teléfono. Fue muy escueto: debía vigilar a su esposa los días que se hospedara en este hotel y pasarle un reporte pormenorizado de sus actividades. En un principio supuso que era el típico caso de infidelidad, pero conforme han pasado los días, J. G. no tiene pruebas concretas al respecto. La señora Ballard ha estado con alguien en su habitación, pero no ha visto a nadie entrar ni salir de ella. Lo sabe –apenas ahora– gracias a las bragas ensangrentadas que cayeron la otra noche desde su balcón: estaban manchadas de sangre sin coagular y mucosa; es decir, sangre menstrual. Y la señora Ballard, le confirmó su marido hace un momento por teléfono, es menopáusica desde hace dos años.

El mesero le sirve a la señora Ballard un bistec sangrante, acompañado de una abundante ración de papas a la francesa y ensalada. Ella se come todo y después pide un pastel de chocolate. Verla comer con tan buen diente le ha ce recordar a J. G. un artículo que leyó recientemente en una revista. El autor afirmaba que si una persona tiene gusto por la comida, entonces tiene también gusto por el sexo. Por consiguiente, agregaba, había que desconfiar de las personas con escaso apetito. Ahora, la señora Ballard pide un digestivo. Dentro de quince minutos, lo sabe J. G., subirá a dormir la siesta.

J. G. imagina a la señora Ballard respirando con dificultad, perturbada por sueños extraños. No son pesadillas en realidad, sino imágenes que cambian rápido, como si su mente fuera un televisor en constante rotación de canales. Cada imagen es el fragmento de un cuerpo desnudo, un rompecabezas imposible de armar: bocas abiertas, ingles húmedas, sexos incrustados en sexos. En algún momento la señora Ballard se percata de que lo que está mirando son instantáneas de todos los cuartos de este hotel.

Es de madrugada. La señora Ballard apagó la luz de su habitación hace una hora, pero J. G. no puede dormir. Enciende la televisión y comienza a recorrer los canales mecánicamente. Se topa con una película pornográfica. La acción transcurre en una lavandería. Las máquinas son inusualmente grandes. Un hombre moreno y una mujer rubia fornican sobre un montón de ropa sucia. Ella está bocabajo y su rostro se restriega contra una sábana. Su lengua lame la tela manchada.

La señora Ballard gasta su tiempo nadando en la piscina –incluso hasta dos veces al día–, leyendo y asoleándose en las tumbonas, recibiendo masajes en el gimnasio, dando largas caminatas por la ribera del lago y conversando con el cantinero mientras éste le prepara cocteles. Nada sospechoso. J. G. sabe que su siguiente paso debe ser arriesgado. Ha decidido entrar a su cuarto.

“¿Qué encontraré en su habitación?”, se pregunta J. G. mientras espera a que le sirvan el desayuno en el restaurante. Se concentrará, por supuesto, en su cama, en las sábanas. ¿Qué detritus aguardan ahí? También revisará el baño, el bote de basura. Y la ropa. Cualquier huella que lo conduzca a descifrar el complicado acertijo de su intimidad.

Hace unos minutos, en uno de los largos pasillos del hotel, J. G. se cruzó con una recamarera que llamó su atención: era muy parecida a la chica del filme porno, sólo que con el cabello negro. Intrigado, la siguió y se olvidó de tomar las precauciones habituales. Ella pareció sospechar algo, dobló por un pasillo lateral y desapareció tras una puerta que decía SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. J. G. intentó girar la perilla pero estaba cerrada por dentro. Un hombre que arrastraba un carrito con platos y restos de comida se le quedó mirando fijamente.

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