Es la renuncia que hacemos a las formas inferiores de vida lo que nos vuelve cada vez más vivos. Si no, lo que llamamos la vida es en realidad la muerte. Bien o mal, se haga lo que se haga, se puede decir que siempre es durante la vida. Pero también se puede decir que no se cesa de morir: si no se muere en la estupidez, se muere en la sabiduría; si no se muere en el odio, se muere en el amor. Se puede llamar a eso como se quiera. La vida y la muerte van juntas: toda nuestra existencia debemos elegir entre la vida y la muerte, entre una forma de vida y una forma de muerte. Y lo que unos llaman vida, otros lo llaman muerte.
Cada problema que debemos resolver durante nuestra existencia afecta de una manera u otra a esta cuestión: ¿a qué debemos renunciar (morir) para vivir? Y Jesús dio una respuesta formidable a esta pregunta: “Aquél que quiera salvar su vida la perderá, y aquél que quiera perder su vida la salvará...” Para vivir, debemos por tanto hacer el sacrificio de nuestra vida. Pero si hay una palabra que los seres humanos no quieren o no pueden aceptar, es ciertamente la palabra “sacrificio”. Entonces, ¿qué hacer, Dios mío, para que comprendan que es con el sacrificio, y únicamente con el sacrificio, que encontrarán su salvación, la verdadera vida?
Estaba escrito en el Antiguo Testamento que las víctimas inmoladas por el fuego sobre los altares desprendían al ser quemadas un perfume agradable a las narices del Señor. Si comprendemos estas palabras literalmente, es monstruoso. ¿Qué clase de Dios es ese que se deleita con el olor de las grasas al quemarse? Pero también hay otros pasajes que revelan una mejor comprensión del sacrificio. Como en los Proverbios: “La práctica de la justicia y de la equidad, esto es lo que el Eterno prefiere a los sacrificios...” Y en Isaías, es el mismo Dios quien se irrita contra los sacrificios: “Estoy harto de los holocaustos de carneros y de la grasa de los becerros; no me causa ningún placer la sangre de los toros, de las ovejas y de los machos cabríos... Lavaos, purificaos, quitad de mi vista la maldad de vuestros actos...”
En la actualidad, las religiones judeo-cristianas han prohibido los sacrificios de animales, ya no se queman bueyes ni ovejas en los altares. Sin embargo, en las iglesias y los templos, siempre está presente el fuego, puesto que todavía se quema incienso y se encienden velas, cirios y lamparitas. El incienso es una materia que se echa al fuego para ser transformada y que, al quemarse, desprende un perfume. Sólo que, quemar incienso, no tiene ningún significado si el creyente no comprende que este acto es el reflejo de otros procesos que puede desencadenar en sí mismo: vencer sus dificultades, sus pesadeces, purificar su propia materia, transformarla con el fuego divino con el fin de que de su alma emanen los perfumes más deliciosos. Sino, ¿qué sentido tiene? Está muy bien esparcir perfumes agradables entre los asistentes, pero no basta. Y la prueba está en el pasaje de Isaías que os he citado; Dios dijo también: “Dejad de traer ofrendas vanas; siento horror por el incienso...”
Y ¿cuál es la función de las velas, de los cirios y de las lamparitas? Diréis que sirven para iluminar las iglesias. No, si se tratara solamente de iluminar las iglesias, bastaría con la electricidad. Pero sin embargo se sigue iluminando con velas y cirios. Aquí también sólo tiene sentido este rito si el creyente comprende que, a imagen de esta cera que se consume para mantener la llama, debe también quemar una materia en sí mismo con el fin de mantener la luz interior y hacer que la Divinidad oiga su plegaria y la atienda.
Entonces, ¿cómo podemos mantener el fuego en nuestro interior? Inmolando todos nuestros animales interiores. ¡Y no es que falten! Porque, en el plano astral, alojamos en nuestro interior no sólo corderos, bueyes, toros, machos cabríos, etc., sino también lobos, zorros, tigres, serpientes, escorpiones, arañas... Si, ¡toda una casa de fieras, un parque zoológico, una selva virgen! ¡Cuántos animales malvados habitan en el hombre bajo la forma de defectos, de vicios, de tendencias instintivas, destructoras! Son ellos los que Jesús nos enseña a sacrificar con el fin de liberar energías que podremos utilizar para nuestro trabajo interior.
Las aplicaciones del fuego son múltiples. El fuego participa en todas las operaciones químicas, funde los metales, cuece los alimentos para hacerlos asimilables, nos calienta, nos ilumina, purifica. Pues bien, en el plano espiritual el sacrificio tiene las mismas funciones que el fuego. Cada vez que hacéis un sacrificio, encendéis un fuego. Decidís, por ejemplo, renunciar a una mala costumbre: comienza a consumirse una materia, desprendiendo una energía que podéis utilizar para vuestro trabajo espiritual. El sacrificio es una donación que hacéis de vosotros mismos para recibir a cambio energías más puras que os permitirán ir más lejos, más arriba. Hacer un sacrificio es siempre, de una manera o de otra, derramar nuestra sangre, pero en otro plano. Por esto el sacrificio es un acto mágico: gracias a él tenemos todas las posibilidades de construir algo útil, hermoso y grande en nuestro corazón y en nuestra alma, pero también en el corazón y el alma de todos los seres.
Lo que hace grande al sacrificio y sobre lo que merece la pena meditar, es su capacidad de producir transformaciones. Incluso la materia más basta puede ser transformada. Ya os lo he mostrado repetidamente cuando os daba el ejemplo de la madera seca con la cual se enciende un fuego. Por tanto, si la imagen de la madera os gusta más que la de los animales, pensad que en vosotros existe madera muerta, viejas ramas inútiles (pensamientos, sentimientos y deseos que os paralizan y se oponen a vuestra evolución) que podéis sacrificar para producir calor y luz. ¿Por qué considerar siempre el sacrificio como algo triste y doloroso? Al contrario, es preciso ver en el sacrificio algo alegre: nos aporta calor, nos aporta luz, y ¿qué hay más alegre que la luz?10
La vida es una combustión. Para estar vivos, es necesario mantener incesantemente el fuego en nuestro interior. Esta combustión que es un fenómeno físico, es también una realidad psíquica, espiritual. Cada día tenemos que quemar en nosotros mismos una materia, o bien debemos inmolar algunos animales para producir calor y luz. Es un fenómeno tan real, que ciertas personas lograron sentir que algo en ellas se estaba consumiendo, como si quemaran toda clase de materiales oscuros e inútiles, y salían de esta experiencia aligeradas, regeneradas, más vivas.
Se dice “sacrificarse” como si se tratara de abandonar, de perder algo. Cuando se hace un sacrificio, no se sacrifica “uno” sino que se sacrifica algo inútil, nocivo, inferior, para obtener algo grande, poderoso, precioso. Si no se sacrifica lo que es inferior en uno mismo para hacer vivir lo que es superior, inevitablemente se sacrificará lo mejor que se posee en beneficio de los instintos más groseros. Es imposible escapar a esta ley: nuestra naturaleza superior sólo puede vivir si le sacrificamos nuestra naturaleza inferior; y lo que es la vida para una, es la muerte para la otra. He aquí cómo debemos comprender las palabras de Jesús: “Aquél que quiera salvar su vida la perderá, pero aquél que la pierda la hallará...” Y comprender estas palabras significa asimismo, y sobre todo, querer realizarlas.
“Saber, querer, osar, callarse...” Al formular este precepto que se le puede considerar como la quintaesencia del conocimiento iniciático, el sabio que lo dio no precisó lo que se debía saber, querer y osar. Dejó el terreno libre para el pensamiento y la reflexión, y nos incumbe a nosotros descubrir cuán vastas son sus aplicaciones. Una de estas aplicaciones es precisamente la cuestión del sacrificio.
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