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Enrique Vila-Matas: Las rumbas de Joan de Sagarra

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Enrique Vila-Matas Las rumbas de Joan de Sagarra

Las rumbas de Joan de Sagarra: краткое содержание, описание и аннотация

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Libros de Vanguardia se honra en rescatar, con motivo del 50.º aniversario de su publicación, un clásico del columnismo contemporáneo. Joan de Sagarra plasmó en estas rumbas un momento cargado de intensidad de la vida en Barcelona, por donde desfilan protagonistas de la  gauche divine, cantantes de la nova cançó, escritores, arquitectos y modelos, las Ramblas, el Bocaccio y el gorila Copito de Nieve, Stendhal y Dylan Thomas. Dio rienda suelta a su jazz verbal, cáustico y desinhibido. Solos de trompeta que quitan la respiración y concitan a su alrededor los temas de una época mítica.

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Terminado el bachillerato en el colegio de los jesuitas y la carrera de Derecho, aún volvió una vez más a París, para quedarse. Estudió teatro en la Sorbona, se interesó por Antonin Artaud recién redescubierto por la crítica, hizo su tesis sobre él y trabajó intensamente, como nunca había trabajado, como ya nunca más trabajaría. Fue ayudante de Raymond Rouleau –colaborador de Artaud en el teatro Jarry– en el montaje de un Ubú encadenado y de un Tío Vania de Chéjov, mientras estudiaba los textos artaudianos en la Biblioteca del Arsenal. Se interesaba, al propio tiempo, por la arquitectura teatral, por el cine ruso, francés y americano, por la literatura de la generación beat, por la canción y por cualquier tipo de espectáculo.

La influencia de Artaud en la idea que del teatro tiene Joan de Sagarra es evidente, y yo la pude comprobar ya, como he dicho, el mismo día que le conocí; pero, además, el espíritu y la sombra del genial demoníaco parecen revelarse en muchas de las cosas que Sagarra escribe, e incide en su mismísima concepción de la vida. Sagarra tiene mucho de rebelde artaudiano, agresivo y teatral, caótico e intenso. Por más distintas que sean sus figuras corporales, enteco Artaud y pícnico Sagarra, hay en los dos un cierto parentesco de fantasía desbordante, de asociación de imágenes poéticas, de terrores difusos y cósmicos, de ratas y de gritos, de exabruptos violentos, de frases agresivas sin concepto. Obsesivo, constante en sus gustos y sus fobias, es en cambio Sagarra muy inconstante como aquel en la acción, y los dos miran sus propias obras breves como amagos de un gesto, insuficiente y vago, de rechazo del mundo y de amarga lucidez de la conciencia.

Pero si Sagarra puede hacer suyas muchas de las declaraciones y actitudes de Artaud, él habla con mayor entusiasmo todavía de otra influencia que recibió en París por aquel tiempo: la de Burroughs, a quien conoció personalmente, y cuyo discurso alucinante y descoyuntado le pareció mucho más adecuado para describir la época presente que la prosa clásica y neutra del nouveau roman, entonces en boga.

Con todo, el París de 1962, ya no era aquel París reconcentrado y mítico que él conoció en 1947, y por eso volvió otra vez a Barcelona, y por eso, cuando a veces se marcha a la estación para tomar el tren de Francia, el tren ya se ha marchado, porque no hay tren para volver al sueño de la infancia, y él se sume en la escasa vida de aquí, con sus pobres teatros, su menguada cultura, su aburrimiento infinito, seguro de que Francia, aunque a un nivel más alto, no ofrece mucho más.

Y esto es fundamental. En Sagarra resuenan los grandes temas de la poesía: los de la soledad, de la muerte, del amor, del dolor cósmico, del místico viaje de Baudelaire, de la consumación y de la destrucción..., pero en un medio cultural mezquino y provinciano, embrutecido y monótono, de culturita, cultureta de boy scouts y fuentes integrales, de política a nivel de secretarios, de teatro con regusto de parroquia, de ensayos y novelas todo lo más correctos, de música y canción para abuelitas, de periódicos graves y vacíos, de diversiones tombolísticas, de generaciones ruidosas pero aburridas, de alegría falsa y aprendida por una buena sociedad de nuevos ricos, sin libertad, además, para gritar, para que se sepa cuál es el lugar exacto de las cosas. Este contraste entre la verdadera vida, la verdadera poesía, la verdadera política, la verdadera cultura, y la degradante realidad de cada día es el recurso permanente de todos los artículos de Sagarra: de ahí nace su rabia, su mal café, su humor, su fantasía de gran novela escrita en términos de Mortadelo y Filemón.

Por eso él baja noche tras noche a la busca de cosas indudables: el Texas, el Kit-Kat, el Cádiz, el Picon y la Rambla: “la Rambla de esos hombres que pasean, incansablemente, arriba y abajo, arrastrando los pies, los ojos entornados, y que, de repente, se ponen a hablar solos”, y busca a Just Cabot en el recuerdo, y la sonrisa de Willie Fung, y el poema de Guillén o de Prevert, y prefiere la manilla a la guarida del dragón: “Pitarrista, jugador y borracho, opto por el exabrupto, la giganta y la baldufa.1 Os dejo la cultureta, el fair play, el protocolo y la guardiola,2 la Coca-Cua y la momia congelada. No me liaréis, soy demasiado serio para tomarme en serio un desfile de ropa interior y un cavaller de goma que dice mamá. Prefiero la manilla”.

En fin: Sagarra volvió, al año de haberse marchado, en una situación existencial que no me cuesta nada de explicar pues la conozco bien: como un hombre sin patria y sin patrias, desilusionado de todo, convencido de que daba lo mismo Barcelona o Madrid, El Cairo o San Petersburgo. Pero con una patria dentro: la de los recuerdos de su infancia, su familia –¡siempre los tres!, la madre, el padre y él–, sus experiencias de los años cuarenta, sus discos y sus novias, sus libros preferidos.

Se fue a Madrid. Intentó abrirse paso en el teatro y fracasó. Cambió de empleos, recorrió la rica gama de las oficinas, de las editoriales, de los trabajos en casa. Primero en la capital y luego en Barcelona. Escribió esporádicamente artículos sobre cine, organizó sesiones sobre jazz, empezó a colaborar como crítico de teatro en El Noticiero.

Después entró en El Correo Catalán. Hacia 1966 este periódico del tradicionalismo se había convertido en el más avanzado, combativo y actual de todos los periódicos de Catalunya, gracias al nuevo consejo de administración, y al fichaje de gente joven por el subdirector, Manuel Ibáñez Escofet. Esta gente nueva, como Lluís Permanyer, Josep M. Huertas Claveria, José Martí Gómez, Joan Anton Benach y otros, representaba en el periodismo lo que Feliu Formosa y Salvat en el teatro; Raimon, Pi de la Serra y Els Setze Jutges en la canción; Josep Termes y Ramon Garrabou en historia, y Joaquín Marco o Francesc Vallverdú en la poesía: es decir, una tendencia claramente social y en consonancia con la revuelta de la universidad y la encerrona de los capuchinos. Una tendencia tradicional y seria en un mundo que estaba en trance de dejar de serlo. El punto de contacto de Sagarra con aquel periódico y período era, ante todo, su afición al teatro y a la canción y, más concretamente, su interés por Bertolt Brecht. Pero también era un extraño a todo aquello, un marginal más serio que los serios en su fondo demoníaco, más radical que los radicales por su rabia congénita, más teatral que los teatrólogos con su sensibilidad artaudiana.

Por eso, cuando Manuel Ibáñez Escofet le llamó en 1968 al Tele/eXpres del que era nuevo director, Sagarra encontró allí una tribuna mucho más adecuada a su temperamento, más flexible para sus exabruptos, más informal para su juego de variados niveles. Los sucesos del mayo francés, cuyos protagonistas encarnaron la figura más nueva y atractiva del revolucionarismo actual europeo, con su preponderancia juvenil y vital, imaginativa y anárquica, informal y espontánea, hicieron cuajar con su aparatosa espectacularidad una serie de tendencias en todos los terrenos, que también, cómo no, se daban en Catalunya y en España. Fue Ibáñez Escofet, seguramente, el primer director de periódico del país que se dio cuenta del cambio de sensibilidad, y aun antes de que empezáramos a hablar de los representantes literarios y artísticos de la nueva generación, él los llamó a su lado en el periódico. Así, a Tele/eXpres, en esta nueva etapa, se le calificó de “distinto”, y sucesivamente, en consonancia con los nuevos aspectos y adjetivos que la moda fue trayendo, se le llamó “divertido”, “frívolo”, “de moda”, “de la gauche divine”, “montserratino” e “informal”. A diferencia de El Correo Catalán, en el que había dos bandos separados: los viejos y los jóvenes, en Tele/eXpres se daba una armonía de fondo y frecuentemente de forma entre los séniors, los medianos y los júniors, y entre las diversas secciones del periódico. Gracias a Ibáñez Escofet y a O. Costa, redactor en jefe, luego subdirector, el periódico presentaba, ya en 1969, una notable coherencia, sin renunciar a las individualidades y a los no siempre posibles descomedimientos y, lo que es más importante, como publicación de masas y de élites. Era y es un periódico sin la solera de La Vanguardia y El Noticiero, sin la tradición del Diario de Barcelona y El Correo Catalán, pero por eso mismo más ágil e incisivo, más flotante y diversificado.

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