Mervyn Maxwell - Apocalipsis

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El Apocalipsis de Juan comentado de una manera amena, profunda y fundamentada. Este maravilloso libro anticipa desde los días de Juan, su autor, la historia de la iglesia cristiana, así como aspectos significativos de la historia de la humanidad, y su desenlace dramático, pero que tiene un final dichoso para los hombres de bien y buena voluntad. A lo largo de esta obra, el lector descubrirá que la profecía no solo anticipa el futuro, sino también revela claramente a Dios y su infinito cuidado por nosotros.

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De las multitudes que vivían en la ciudad al comienzo del asedio, aparentemente, todos murieron; con excepción de que en Jerusalén y durante la campaña precedente de Galilea y Judea, 97 mil hombres, mujeres y niños fueron tomados prisioneros. Muchos de los prisioneros fueron enviados a las provincias, para hacer frente a animales salvajes en los anfiteatros. A muchos se los obligó a cavar el canal de Corinto, en Grecia. Muchos más fueron enviados a Egipto para que trabajaran allí como esclavos hasta su muerte. Algunos fueron vendidos como esclavos a los gentiles que vivían en Judea; eran vendidos “a muy bajo precio, por el gran número de que disponían para vender y ser pocos los compradores”.8

El cumplimiento de la profecía . La destrucción de Jerusalén cumplió cabalmente la predicción hecha por Cristo 39 años antes: “No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mat. 24:2). También se cumplieron sus profecías acerca de hambrunas, terremotos, rumores de guerras y ejércitos en torno del Lugar Santo.

La mujer que se comió a su bebé, los esclavos que fueron vendidos por unas monedas y los cautivos que fueron embarcados rumbo a Egipto, cumplieron otras profecías hechas por Moisés unos quince siglos antes, en Deuteronomio 28:15, 52, 53 y 68: “Pero si no obedeces a la voz de Yahvéh tu Dios, y no cuidas de practicar todos sus mandamientos y sus preceptos, los que yo te prescribo hoy [...] [tu enemigo] te asediará en todas tus ciudades [...] comerás el fruto de tus entrañas [...] te volverá a llevar a Egipto [...] por mar [...] y allí os ofreceréis en venta a vuestros enemigos como esclavos y esclavas, pero no habrá ni comprador”.

Pero Dios se interesa por nosotros . La caída de Jerusalén ante los romanos nos recuerda la caída de esta ciudad ante los babilonios siglos antes. En el primer tomo de esta obra, en las páginas 22 al 28, vimos con cuánto pesar Dios “entregó” Jerusalén al rey Nabucodonosor y cómo envió un profeta tras otro para prevenir el desastre en la medida de lo posible.

El Señor hizo aún más en los tiempos del Nuevo Testamento para evitar a los judíos y a Jerusalén su terrible desastre a manos de los romanos. Por más de treinta años, el propio Hijo de Dios recorrió sus caminos y sus calles para señalarles el camino de la paz. Les enseñó a perdonar, a devolver bien por mal, y a respetar toda autoridad legalmente constituida. Cuando un soldado romano, en ejercicio de sus privilegios, obligaba a un judío a llevarle su pesado equipaje por una milla, Jesús les aconsejó que se lo llevaran por una milla más (véase Mateo 5:41).

Si todos los judíos de Judea y de Galilea hubieran aceptado las enseñanzas de Cristo, no se habrían dedicado al terrorismo y al sabotaje que provocó la represalia de los romanos. No habrían dejado de pagar sus impuestos. No habrían suspendido sus oraciones en favor del emperador, acto de traición que produjo la guerra. Ni tampoco habrían llegado a la conclusión de que Dios iba a hacer milagros por un pueblo que desde hacía mucho lo estaba desobedeciendo, a menos que se arrepintiera primero. Tampoco se habrían dividido en feroces facciones, sino que se habrían apoyado generosamente los unos a los otros.

Pero no todos los judíos rechazaron a Jesús. Miles lo aceptaron (Hech. 2:41). Confiaron no solo en sus enseñanzas religiosas, sino también en sus profecías. Recordaron sus palabras: “Cuando veáis, pues, la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, erigida en el Lugar Santo”, es decir, “cuando veáis a Jerusalén cercada por ejércitos”, “entonces, los que estén en Judea, huyan a los montes” (Mat. 24:15, 16; Luc. 21:20).

La asombrosa retirada de Cestio Galo en noviembre del año 66 d.C., cuando la victoria estaba a su alcance, proporcionó una inapreciable oportunidad de huir. Josefo informa que “muchos judíos notables” en ese momento “abandonaron la ciudad, como si fuera un barco a punto de zozobrar”.9

Parece que los cristianos de origen judío dejaron Jerusalén en ese momento. Al trasladarse al norte, fundaron una colonia en Pella, al sudeste del mar de Galilea. Las palabras de Cristo traducidas por “huyan a los montes” en la Biblia de Jerusalén, puede traducirse adecuadamente por “escapen hacia las colinas” o “váyanse al campo”. Pella está ubicada en el campo, en medio de colinas.

Los cristianos judíos obraron como Jesús les aconsejó porque confiaron en su profecía. Y no se sabe de ningún cristiano judío, ya sea madre, padre o hijo, que haya muerto en la terrible destrucción de Jerusalén.

III. La abominación y la iglesia cristiana

Tal como vimos, donde la Biblia de Jerusalén nos habla, en Mateo 24:15, de “la abominación de la desolación”, otras versiones emplean expresiones similares, como ser “la abominación desoladora” (RVR); “el horrible sacrilegio” (versión Dios Habla Hoy); “el espantoso horror” (Versión Popular Inglesa).

Ya hemos visto que Jesús estaba hablando simbólicamente de los ejércitos romanos que asediarían Jerusalén entre los años 66 y 70. (Compárese con Lucas 21:20.) Pero lo que dijo merece mayor atención. “La abominación de la desolación” iba a ser algo mucho más grande que los ejércitos romanos.

Jesús demostró que la abominación de la desolación había sido predicha “por el profeta Daniel”. Eso era cierto, porque Daniel –en diferente idioma, por supuesto, pero exactamente con la misma idea in mente – se refirió en Daniel 11:31 a “la iniquidad desoladora”. Predijo que esta abominación pisotearía “el Santuario y el ejército”. Refiriéndose a lo mismo, de otra manera, en Daniel 9:24 al 27, el profeta nos habla de un príncipe desolador que aparecería en la estela de las abominaciones para destruir la ciudad de Jerusalén y el Templo.

De manera que el profeta Daniel, con distintas palabras, se refirió varias veces a la abominación de la desolación.

En el Antiguo Testamento, la palabra abominación se emplea a veces para referirse a la adoración de ídolos (2 Rey. 23:13; Isa. 44:19.) Sacrilegio tiene que ver con la irreverencia llevada al máximo. De manera que “la abominación de la desolación” y “el horrible sacrilegio” mencionados por Daniel y por Jesús son una y la misma cosa. Básicamente, se trata de un sistema pecaminoso de culto que cometería el sacrilegio de pisotear y desolar la ciudad de Dios, el Santuario de Dios y su pueblo.

El ejército romano que demolió Jerusalén constituía, precisamente, una abominación desoladora e idólatra. En lugar de banderas, los soldados romanos llevaban estandartes. Eran algo así como astas con una cruceta en el extremo superior, de la cual pendían los símbolos característicos de cada legión. (La “décima Fretensis” y la “duodécima Fulminata” se encontraban entre las legiones que combatieron en Jerusalén.10) Mientras los modernos soldados saludan sus banderas, los romanos a veces adoraban sus estandartes. El antiguo escritor Tertuliano incluso afirmaba que “la religión practicada por los romanos en campaña, se manifiesta plenamente por la adoración de los estandartes”.11

Después de que los soldados romanos destruyeron el Templo de Jerusalén, mientras el humo cálido se elevaba aún sobre las ruinas y los derrotados judíos todavía se desangraban, maldecían y morían por todos lados, los romanos “colgaron sus insignias en el Templo”, y según Josefo, “frente a la puerta oriental, ofrecieron sacrificios”.12

El ejército romano que se ubicó en el Lugar Santo y que destruyó y desoló Jerusalén, era intrínsecamente idólatra. Era ciertamente una “abominación” y un “sacrilegio”, que produjeron “desolación”.

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