José Plescia - Todavía hace milagros

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En esta obra se narran historias, testimonios y vivencias extraordinarias tomadas de la vida real. En sus más de cuarenta años de trabajo pastoral y evangelizador, el Lic. José plescia acumuló incidentes y experiencias sorprendentes que confirman lo que dice el registro bíblico: hoy, en los inicios del siglo XXI, es posible presenciar y también participar de milagros semejantes a los del Nuevo Testamento. Hay quienes se escandalizan al oír hablar de milagros, y muchos se han especializado en detectar falsos milagros, pero ¿dónde están los verdaderos? Para responder esta pregunta, en este libro no solo se relatan milagros de todo tipo, sino también se analiza algo de la teología bíblica sobre el tema. Creemos que será agradable su lectura, pues el objetivo principal es dar gloria al Dios y Padre que todavía hace milagros en favor de sus hijos que viven en este mundo de dolor. Que al comenzar a leer este libro no pueda dejar de hacerlo hasta el final, y que al mismo tiempo su fe sea fortalecida.

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No hubo texto bíblico que pudiera convencerlos del error. Lo que “sintieron y vieron” fue tan poderoso que los sacó fuera de nuestra iglesia. Sí, es peligroso basar nuestra fe en señales y milagros. Jesús nos advirtió al respecto (S. Mateo 24:24).

Un caso semejante al anterior lo viví en el oeste argentino, pero mantendré cierta reserva, pues, afortunadamente, los involucrados siguen dentro de la iglesia.

************

Otro caso: Una hermana con treinta años en la fe me contó que acababa de recibir el bautismo del Espíritu Santo. Y, sin darme tiempo a reaccionar, comenzó a hablar en un lenguaje desconocido que, según me explicó luego, era el don de lenguas mencionado en la Biblia. En compañía de otro pastor, fuimos a su casa y nos confesó que había asistido a una reunión carismática. Después de leer la Biblia, la invitamos a orar, pero no aceptó.

De todos modos, comenzamos a orar por ella, pidiéndole al Señor que si lo que había recibido no provenía de él lo sacara y expulsara al gran engañador. Nuestra hermana cayó al suelo gritando frases satánicas que solo cesaron después de un largo rato de oración fervorosa. Evidentemente, había entrado en ella un espíritu, pero no era el Espíritu Santo.

************

Nuevamente, Córdoba. Visitaba una inmobiliaria procurando alquilar una casa. Me presenté como pastor cristiano, pensando que eso ayudaría, pues se supone que los pastores pagamos el alquiler y cuidamos los bienes de nuestro prójimo. La señorita que me atendió comenzó a contarme que asistió a las reuniones del reverendo ya mencionado:

–Fui con dos amigos –me dijo–: una amiga con glaucoma en sus ojos y un muchacho con un brazo paralizado. ¿Quiere creer que volvieron sanos?

–Qué bien, cuánto me alegro –le respondí.

–Espere, espere –agregó–. Días después, mi amiga perdió un ojo y mi amigo volvió a tener su brazo paralizado.

Y luego de unos segundos me preguntó:

–¿Por qué desapareció el milagro?

Usted me dirá: “Conozco gente que se ha curado de veras”. Por supuesto, pero eso tampoco indica que sea un milagro de Dios. El diablo es tan poderoso como astuto. Primero los enferma y luego retira su poder maligno, si eso conviene a sus planes.

Pero entonces nos preguntamos nuevamente: ¿No podemos esperar que ocurran verdaderos milagros actualmente?

Profecías para nuestro tiempo

Hace casi un siglo y medio, Elena de White escribió: “Siervos de Dios, con semblantes iluminados y resplandecientes de santa consagración, se apresurarán de lugar en lugar para proclamar el mensaje del Cielo. Miles de voces darán la advertencia por toda la Tierra. Se realizarán milagros, los enfermos sanarán, y signos y prodigios seguirán a los creyentes” ( CS 670).

“Cuando el Salvador dijo: ‘Id, y haced discípulos a todas las naciones’, también dijo: ‘Estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios [...] sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán’. La promesa es tan abarcadora como la comisión [...]. La promesa es tan categórica y fidedigna ahora como en los días de los apóstoles. ‘Estas señales seguirán a los que creen’. Tal es el privilegio de los hijos de Dios [...]. El evangelio todavía posee el mismo poder, y ¿por qué no habríamos de presenciar hoy los mismos resultados?” ( DTG 762, 763).

Milagros obrados por medio de Elena de White

“El 20 de abril de 1846, uno de los primeros adventistas, llamado Otis Nichols, escribió una carta de seis páginas y media dirigida a Guillermo Miller en la que daba razones por las que consideraba que las visiones de Elena Gould Harmon, una jovencita de 18 años, eran genuinas. [Y entre otras cosas más dice:] ‘El Espíritu de Dios está con ella y lo ha estado en una forma notable al sanar a los enfermos mediante la respuesta a sus oraciones; algunos casos son tan fantásticos como los que están registrados en el Nuevo Testamento’ ” (citado en la revista Ministerio Adventista [mayo-junio de 1983], pp. 10, 11).

Ella misma cuenta: “Mi esposo y yo visitamos al padre Andrews [se refiere a Eduardo Andrews, padre de J. N. Andrews], que estaba sufriendo intensamente de reumatismo inflamatorio. Oramos por él. Puse mis manos sobre su cabeza y dije: ‘Padre Andrews, el Señor Jesús te sana’. Fue sanado instantáneamente. Se levantó y caminaba por la habitación alabando a Dios y diciendo: ‘Nunca antes vi cosa semejante. Ángeles de Dios están en esta habitación’ ” (1 MS 252).

Yo creo en los milagros

¡Cómo no podría creer si vivo gracias a milagros! La vida, en sí misma, es un maravilloso milagro de cada despertar, de cada latido y de cada día. Pero, nos damos cuenta más fácilmente cuando llevamos una cruz a cuestas. En 1974 comencé mis estudios en la Facultad de Teología. Poco después me diagnosticaron diabetes, y desde entonces soy insulinodependiente. ¿Por qué Dios no me curó? No sé, nunca se lo pregunté y tampoco se lo pedí. Pero, cuando me dijeron de mi enfermedad, también me recomendaron buscarme otra carrera que no me obligara a estar mucho tiempo fuera de casa y trabajando tanto como los pastores.

Mis sueños se estaban esfumando; y esa noche, mientras todos dormían, lloré. Me levanté a buscar en la Biblia alguna esperanza o aliento. Aunque no sea el mejor método para leerla, la abrí al azar y leí: “Esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho” (1 Juan 5:14, 15).

¿No era, acaso, una invitación a orar? Sí, pedí, y Dios respondió. No le pedí que me sanara. Le dije: “Señor, con diabetes o sin ella, hazme pastor”. Llevo más de 38 años como pastor evangelista. Y, aunque ya estoy jubilado, viajo constantemente; predico dos, tres y hasta cinco conferencias por día; visito los medios de comunicación; atiendo decenas de entrevistas; y puedo decir: “Hasta aquí nos ayudó Jehová” (1 Sam. 7:12).

Año 2002. Luego de trabajar desde temprano en las oficinas de la Unión Austral (hoy, Unión Argentina), por la noche prediqué dos turnos en la campaña evangelizadora de Castelar, en el Gran Buenos Aires. Luego me llevaron apresuradamente al aeropuerto, donde abordé un avión hacia Asunción del Paraguay. Llegué muy tarde a un hotel, medí el nivel de glucosa en mi sangre y pensé que podía irme a dormir sin cenar. Siempre es riesgoso cuando tienes insulina aplicada. Trato de hacer las cosas bien y sigo las recomendaciones de mi médico, pero estoy acostumbrado a no saber si despertaré al día siguiente.

A las 5 de la mañana sonó el teléfono de mi habitación. El tubo cayó de mi mano. Estaba sufriendo una severa hipoglucemia. No sabía dónde estaba, y no sé si alcancé a entender que iba a entrar en un coma diabético, pero me dejé caer de la cama y, con el último aliento, desde el piso, abrí el frigobar y traté de destapar una gaseosa. Como sabemos, las bebidas cola son malas para la salud, pero a mí me salvó la vida. Alcance a tomar unos sorbos, y quedé knock out . Sin embargo, el azúcar y la cafeína hicieron su efecto, y desperté un rato después.

Más tarde, le pregunté al conserje por qué me llamó tan temprano.

–Perdone, señor, me equivoqué de habitación –me respondió.

–No te equivocaste –le dije–, Dios hizo que me despertaras en el momento justo; si tardabas unos minutos más, no hubiera despertado nunca.

Hace 42 años que llevo mi “dulce cruz”, pero me siento muy bien, estoy fuerte, subo montañas, hago deportes y hasta el momento no hay secuelas de mi enfermedad. ¡Gracias a Dios por sus milagros de cada día cuidando mi vida!

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