―La nave es rápida y el viento nos es favorable. Sí, hemos llegado a la costa de Senigallia. Y dado que has hablado de los turcos, estate preparado para encontrártelos, porque estas aguas están infestadas de piratas del Sultán Selim.
―Lo sé muy bien. ¡Ah, si consiguiese hacérselas pagar por lo que me han hecho perder hace un año! Dos de mis mejores amigos han perdido la vida luchando contra esos bastados infieles. Y yo me he salvado por un pelo.
―Perfecto, mi querido Franciolino. Entonces, si nos vemos obligados a combatirlos, mientras yo gobierno la nave, tendrás el honor de dar las órdenes a los cañoneros y arcabuceros. Ahora te explicaré cómo.
La navegación prosiguió tranquila hasta última hora de la tarde. El comandante Foscari estaba preparando el galeón para atracar en el puerto de Rimini para pasar la noche cuando un vigía, desde su posición en la cima del mástil más alto, gritó:
―¡Nave pirata a estribor! Galeón enarbolando bandera turca, en disposición de batalla.
―¡Es Selim! ―susurró Andrea al Capitano Foscari comenzando ya a sentir una cierta agitación ante la idea de un combate.
El Capitano da Mar gritó algunas órdenes en jerga marinera. Andrea no comprendía casi nada pero, de nuevo, pudo admirar cómo, con cada orden, la tripulación de la nave se movía en perfecta sincronía secundando los deseos del comandante. En unos minutos, se levantaron las mamparas metálicas protectoras del lado derecho de la nave, los cañones fueron cargados y los artilleros se pusieron en posición de combate. Los arcabuceros, en cambio, después de cargadas sus armas, se movieron al lado izquierdo del galeón, cerca de las amuras de babor.
―Tuyo será el honor de ordenar hacer fuego ―dijo Foscari, volviéndose hacia Andrea ―¡Pero no antes de que el enemigo haya hecho el primer movimiento!
―¿Dejamos que los piratas nos ataquen? ¿No es una imprudencia?
―Ya verás.
El coloquio entre los dos fue bruscamente interrumpido por el ataque enemigo. Una granizada de bolas incendiarias partió del buque turco. Muchas fueron a caer al agua, apagándose en una nube de vapor y salpicaduras de agua salada, a unos cuantos pies de distancia de la nave veneciana. Algunas balas golpearon las mampara metálicas y también éstas cayeron en el mar sin provocar daños en el casco. Andrea se sintió, en un cierto momento, golpeado por un chorro de agua templada, levantado por una de las balas incendiarias caída demasiado cerca del puente de mando. Empapado como un pollo se preparó para dar la orden de responder al fuego. Los artificieros habían cargado los cañones con bolas explosivas. Andrea ordenó que encendiesen las mechas mientras que su amigo Tommaso organizaba la siguiente maniobra.
―¡Fuego a discreción! No les demos la posibilidad de ajustar el tiro ―y busco un punto de apoyo sólido para agarrarse con fuerza, previendo el retroceso debido a las explosiones simultáneas de por lo menos cuarenta cañones.
Pero, completamente asombrado, vio partir los tiros acompañados por nubes de humo correspondientes a cada una de las bocas de fuego, sin que la estabilidad del galeón se viese afectada lo más mínimo. Es verdad, la nave comenzó a oscilar y la rápida maniobra ordenada por el comandante justo después empeoró no poco las condiciones del estómago de Andrea. Pero debía resistir. No podía marearse. La nave enfilaba veloz, con la proa, al galeón turco. Habían sido arriadas las velas y se movían sólo con las fuerzas de los remos. De hecho, la maniobra debía ser precisa, no se podía confiar en los caprichos del viento. Dos órdenes de remeros en cada lado podían lanzar la nave a la velocidad requerida por el comandante, a través del maestro de remeros llamado contramaestre. Los proyectiles explosivos habían hecho su trabajo. Habían golpeado la nave de tres mástiles turca en bastantes puntos, provocando graves daños. El palo mayor había sido abatido y habían sido abiertos diversos agujeros en el casco que ya se estaba inclinando sobre el flanco derecho. Los piratas estaban bajando las pequeñas embarcaciones de abordaje por el lado opuesto, hacia el mar abierto, ya fuese para abandonar la nave que estaba a punto de hundirse ya porque no se daban por vencidos y se estaban preparando para el abordaje de la nave veneciana. Tanto Andrea como Tommaso De’ Foscari sabían bien que la religión de aquellos bastardos les enseñaba que morir en combate significaba ser acogidos en la gloria por su dios. Ninguno de ellos se rendiría jamás. Combatirían hasta morir todos pero si un sólo grupo de aquellos despiadados piratas consiguiese subir a bordo, muchos hombres perderían la vida. Es cierto, en poco tiempo los turcos los turcos se verían sobrepasados, no obstante ellos conseguirían, de todos modos, producir numerosas víctimas. Y Tommaso no querría perder ni uno solo de sus hombres. Por lo tanto, la maniobra debía ser precisa. Guió la nave para dar la vuelta al galeón turco, de manera que se encontrase entre éste y las barcas de los piratas. Andrea, en este momento, pudo darse cuenta de cuán mortífera era la nueva arma llamada arcabuz. Los cincuenta arcabuceros dispararon a la vez contra las pequeñas embarcaciones a la orden gritada por el comandante Franciolini, justo en el momento en el que el Capitano da Mar le hizo la señal convenida. Los hombres golpeados por las balas de los arcabuces caían como moscas: cabezas que eran aplastadas, cuerpos que eran proyectados al agua como muñecos de trapo, piernas y brazos que eran separados de los troncos que quedaban, por poco tiempo, todavía agonizantes, para morir desangrados. Mientras los arcabuceros cargaban de nuevo las armas, los piratas que habían quedado con vida se echaron al agua para intentar librarse de los tiros. Pero la segunda ráfaga no fue menos destructiva que la primera. Se ordenó que se disparasen algunas balas explosivas con los cañones, asegurando el hundimiento de las chalupas de los turcos. Algunas flechas silbaron sobre las cabezas de Andrea y Tommaso pero ninguna dio en el blanco. Los arcabuceros y los artilleros estaban bien protegidos por las amuras de la nave y por las mamparas móviles. En el mar comenzó a dibujarse una mancha rojiza, una especie de isla de sangre, cuyos habitantes eran fragmentos de madera quemada y cadáveres deformados. Por suerte la atención de Andrea estaba dirigida a una única embarcación que se estaba alejando del lugar de la batalla. Era un poco más grande que las otras, tenía un pequeño mástil con una vela cuadrada, encima de la cual ondeaba un estandarte rojo con una media luna y una estrella blanca.
―¡Es el sultán! Se está escapando con sus hombres de confianza ―exclamó Andrea alterado ―Sigámosle. Podremos capturarlo y hacerlo prisionero. ¡El Duca della Rovere nos lo agradecerá!
El Capitano De’ Foscari puso un brazo alrededor del hombro del amigo con la intención de tranquilizar sus ánimos.
―Dejémoslo. No vale la pena arriesgarnos. Y, de todas formas, es un hombre peligroso. Hemos vencido la batalla. Podemos continuar nuestro viaje, ahora ya sin ningún impedimento que nos pare.
―Pero… ¡En poco tiempo se reorganizará y volverá a infestar nuestros mares y a aterrorizar nuestras ciudades costeras!
Mientras hablaba así, Andrea bajó la cabeza un poco frustrado. Y vio lo que nunca debería haber visto. La sangre, los cadáveres, los trozos de barcas destruidas. Esta vez no consiguió contener el nudo en el estómago. Las ganas de vomitar subieron con fuerza. Los movimientos de la nave, aunque eran ligeros, ya eran insoportables. Sintió que le cedían las piernas. Se dejó caer sobre las rodillas.
Tommaso llamó a un par de soldados que enseguida estuvieron al lado de él.
―Acompañadlo bajo cubierta, a mi camarote, y extendedlo en mi litera. Ha dirigido perfectamente el asalto de los piratas pero es un combatiente de tierra. Y la sangre, en el mar, hace un efecto distinto. Vigilad su reposo. Yo pernotaré aquí, en el puente de mando.
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