Stefano Vignaroli - Bajo El Emblema Del León

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Añor 2019: De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas del los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas. Las excavaciones arqueológicas de la Piazza Colocci nos reservarán sorpresas insospechadas a los ojos de toda la ciudadanía de Jesi. Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. Nuevos vientos de guerra conducirán de nuevo al Comandante de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla.
Después de los dos primeros episodios de la serie El Impresor, henos aquí ya al final, en el último episodio de la saga dedicada a la Jesi del Renacimiento. Habíamos dejado a Andrea casi moribundo, auxiliado por su amada, disfrazada. La trama se desplaza a Urbino, pero por supuesto nuestros dos héroes, Andrea Franciolini y Lucia Baldeschi, deberán volver a Jesi para culminar su sueño de amor. La ceremonia de la boda deberá ser un acontecimiento festivo y espléndido y deberá ser celebrado por el obispo de la ciudad de Jesi, Monseñor Piersimone Ghislieri. Pero ¿estamos convencidos de que oscuras tramas, del destino y de los hombres,  no conseguirán obstaculizar por enésima vez la unión entre Andrea y Lucia? Los dos amantes se han vuelto a encontrar y por nada del mundo querrían separarse otra vez. Andrea, por fin, hará de padre de su hija, Laura, y, porqué no, también de la hija adoptiva de Lucia, Anna.
Las niñas son fantásticas, están creciendo sanas y vivarachas en la residencia de campo de los condes Baldeschi, y Andrea goza con su presencia. Pero vientos de guerra conducirán de nuevo al comandante de la Regia Ciudad de Jesi a los campos de batalla. Y a dejar muy pronto la tranquilidad y la paz recién conquistada. Los lansquenetes están a las puertas de la Italia septentrional y el Duca della Rovere, en una extraña alianza con Giovanni de’ Medici, más conocido como Giovanni Dalle Bande Nere, se hará todo lo posible para impedir que la soldadesca germana llegue a Firenze e incluso hasta Roma. Evitar el saqueo de la ciudad eterna en el 1527 no será una tarea fácil, ni para el Duca della Rovere, ni para Giovanni dalle Bande Nere, ni tampoco para el Capitán Franciolino de’ Franciolini.
Sigamos, una vez más, las aventuras de los personajes del siglo XVI a través del descubrimiento de antiguos documentos y hallazgos arqueológicos de la joven pareja de investigadores de nuestro tiempo. De nuevo, la estudiosa Lucia Balleani y el arqueólogo Andrea Franciolini nos llevarán de la mano y nos guiarán a través de los arcanos misterios de la Jesi del Renacimiento, entre calles, callejones y palacios de un centro histórico que, a las puertas del los años 20 del siglo XXI, comienza a expulsar del subsuelo antiguos e importantes objetos relacionados con épocas pasadas.

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―¡No soy una mujercita, soy un Capitano d’Arme! ―replicaba con vigor el espíritu guerrero de Andrea ―Si estos hombres tenían mucha prisa para que fuera con ellos, debe haber un motivo, y bien grave, por lo que he podido leer en la carta que me ha enviado el Duca. Un guerrero no se desentiende de su deber. ¡Jamás! Y mucho menos por motivos amorosos. El amor puede esperar, el enemigo, no.

Inmerso en aquellas disquisiciones mentales, Andrea ni siquiera se había dado cuenta de que, superada la torre de vigilancia en la cima del Monte Returri, el pelotón de soldados al que seguía, en cuanto atravesaron el pequeño centro habitado de Santa Maria delle Ripe, estaba bajando rápidamente hacia el valle del río Musone. Hizo acallar todos sus pensamientos y se concentró en el recorrido. Si se debían dirigir a Mantova, el camino a seguir no era aquel, que giraba hacia el sur. Lo lógico hubiera sido recorrer la Via Fiammenga hasta Monte Marciano y luego remontar las costas del Adriático hasta Ravenna, para luego girar hacia Ferrara. Y desde allí llegar a Mantova cómodamente, sin ninguna dificultad. El camino que estaban recorriendo llevaba directamente al castillo Svevo del Porto, al sur del monte de Ancona, entre las desembocaduras del río Musone y el de Potenza. Un castillo hecho edificar en su momento por Federico II como defensa y baluarte de un importante puerto en el que estacionar la flota gibelina. Sólo pensar en el mar a Andrea le produjo arcadas.

Y muy pronto, efectivamente, el valle del Musone se extendió hacia el mar Adriático. Dejando a su derecha, en lo alto de la colina, la imponente basílica de Loreto, dedicada al culto de la Madonna y protegida por poderosos bastiones, Andrea y sus compañeros siguieron una amplia carretera durante unas leguas, hasta que alcanzaron con la vista su meta. La silueta del castillo svevo, con su imponente torre del homenaje que se elevaba hacia el cielo, se acercaba veloz. El sol ya estaba cayendo en el horizonte y, poniendo al paso a las cabalgaduras, se podía escuchar el ruido de la resaca y olfatear el olor salobre que traía el viento. El atardecer incendiaba el cielo de un rojo intenso, matizado de un color naranja allí donde el sol estaba escondiéndose detrás de la línea del horizonte, marcada por los montes del Appennino. Escenas y colores que habrían insuflado el sentimiento de la nostalgia en el corazón de cualquier persona, imaginémonos en el de Andrea, ya alborotado por toda las vicisitudes que estaba viviendo. Le hubiera gustado dar la vuelta con el caballo y volver a la carrera a Jesi, con su amada, con sus seres queridos. Pero una vez más, los relinchos de los caballos y los gritos de los soldados lo devolvieron a la realidad. Estaban delante de la entrada principal del castillo, en un gran espacio cuadrangular que, en el lado opuesto, se abría hacia el mar. Mientras sus acompañantes lanzaban gritos a los soldados del paseo de ronda, para darse a conocer y hacer que se bajase el puente levadizo, Andrea escrutó el puerto. El mar estaba en calma, plano, casi como una tabla. Ya algunas estrellas brillaban en el cielo, un cielo que estaba tomando tonos turquesa y que pronto se convertiría en más oscuro, envolviendo a cosas y personas con el negro manto de la noche. La silueta de una enorme embarcación de tres palos llamó la atención de Andrea. En toda su vida había visto una nave tan grande. Y el miedo de que a la mañana siguiente debiese subir a ella atenazó su corazón. En el mástil más alto, el central, ondeaba el estandarte de la Reppublica Serenissima, un león tumbado, el león de San Marco, con un libro abierto, los Santos Evangelios, entre las patas delanteras. Cuando el puente levadizo fue bajado y las enormes hojas del portalón se abrieron, el capitán de la guardia del castillo salió y se acercó a Andrea, entregándole una tela doblada. Se inclinó en su dirección en una obsequiosa reverencia y le entregó el estandarte.

Andrea bajó del caballo, hizo una señal al capitán de la guardia para que se irguiese de su posición de reverencia y cogió el objeto de sus manos. Desplegó la tela, en la que, sobre un fondo rojo había sido realizado, finamente bordado, el dibujo dorado de un león rampante adornado con la corona regia en la cabeza.

―¡Mi Señor, Marchese Franciolino Franciolini, combatiréis bajo el emblema del león! ―comenzó a decir el lugarteniente ―Llevaréis mañana por la mañana este estandarte a la tripulación de la nave, que procederá a izarlo en el mástil, al lado de la bandera de la Serenissima. El Duca Francesco Maria della Rovere ha dado órdenes precisas. El león rampante, símbolo de vuestra ciudad, pero también de Federico II de Svevia, que , en su época, concedió adornarlo con la corona imperial, será el símbolo de Vuestra fuerza y de Vuestra autoridad.

El capitán de la guardia se interrumpió e hizo que le trajese un pergamino otro soldado, que se había quedado detrás de él, a unos pasos.

―El Duca Francesco Maria della Rovere os nombra, además, como está escrito en este pergamino, Gran Leone del Balì, título que os confiere gran poder y la posibilidad, y también el deber, de estar al lado del comandante veneciano en el puente del galeón de guerra.

Diciendo estas palabras enrolló el pergamino y se lo entregó a Andrea.

―Mañana al alba subiréis a bordo con vuestros hombres y entregaréis las credenciales al Capitano da Mar Tommaso de’ Foscari. Dos leones y dos capitani d’arme estarán unidos contra los enemigos comunes, por un lado los turcos del Sultán Selim, por el otro los lansquenetes germánicos. El Duca della Rovere confía en que mantendréis alto el honor debido a vuestra bandera y a la de la Reppublica Serenissima, nuestra aliada. Y ahora, mi Señor, permitidme que os conduzca a vuestros aposentos para que tengáis un merecido reposo. Mañana por la mañana se os despertará muy temprano, incluso antes de que salga el sol.

Andrea estaba confundido, no sabía qué decir, así que permaneció callado. Es verdad que su amigo el Duca sabía halagarlo con galardones y reconocimientos, pero actuando de esta manera encontraba siempre el modo de mandarlo al foso de los leones. El hecho de embarcase en una nave no le apetecía demasiado pero ya, había llegado hasta allí y no podía, de ninguna manera, echarse atrás.

Durante la noche dio vueltas y más vueltas entre las sábanas consiguiendo dormir poco o nada. Cuando caía en el sueño profundo le asaltaban pesadillas que le traían a la memoria la única batalla disputada en el mar. Mar y sangre, fuego y muerte. Y la figura del Mancino que lo atormentaba, acercándose a él hasta convertirse en un gigante, que lo acusaba de haberlo dejado morir entre el oleaje. Y se despertaba bañado en sudor, dándose cuenta de que había dormido sólo un instante. Cuando llegó el sirviente encargado de despertarlo casi sintió alivio al poder levantarse. Todavía estaba oscuro afuera pero desde la ventana podía vislumbrar la nave de tres palos en el fondo iluminado por la blanquecina luz de una luna casi en fase llena. El servidor le ayudó a ponerse una armadura ligera, constituida por una camisola de cota de malla con refuerzos más compactos en los hombros, los antebrazos y en el cuello. Encima de la armadura, un manto de raso mitad rojo y mitad amarillo. En la parte amarilla el dibujo del león de San Marco, en la roja la del león rampante coronado.

―¡Esta ropa no me va a proteger de nada en absoluto! ―comenzó a lamentarse Andrea con el servidor que le estaba ayudando a vestirse. ―¡Una flecha en el pecho y adiós al Marchese Franciolini! ¿Y qué podemos decir de las calzas? Simples calzones de cuero, sin ni siquiera unos clavos de metal de protección. ¡Venga, pásame la celada!

―No hay celada, Capitano. Así ya estáis preparado. A bordo es necesario ir ligeros, debe existir la posibilidad de actuar cómodamente, de correr de un lado a otro del galeón y, si es necesario, subirse a los mástiles. Una armadura como aquella a la que estáis acostumbrado a llevar en las batallas terrestres sólo sería un estorbo. ¡Creedme, mi Señor!

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