María Eugenia Chagra - Memorias de otro tiempo

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La autora relata memorias que la marcaron profundamente en el contexto de una generación definida por su música, literatura, cine, adelantos tecnológicos, la universidad, los partidos, las facciones, la juventud, la amistad, las creencias.

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Luego la bicicleta, ese tesoro esperado tanto tiempo. Entonces no era cuestión de desearla y de tenerla, había que hacer mucho mérito. La mía me la regaló mi padre un fin de año, la hizo armar con piezas descartadas de otras bicicletas viejas. Era grande, roja, brillante. Lo amé más, no por el regalo, sino por el sacrificio que sabía esto representaba para él. La bicicleta me hizo vivir mil aventuras, ahora podía desplazarme por lugares insospechados, hacer pasadas a algún chico que me gustara, presumir…, soñar.

Estos y otros parecidos, eran los juegos de mi infancia. Ni TV, ni videojuegos, ni realidad virtual (cosas que me asustan muchísimo). Mucha imaginación, muchos amigos. Crear y compartir.

Posiblemente nuestros niños sean más inteligentes, adecuados por supuesto a un mundo que necesita de individualidades. Ya aprendí que no es mejor ni peor, que cada tiempo tiene su encanto, que produce según sus necesidades. Pero cuando veo niños corriendo por la plaza, o niñas conversando con una muñeca en el regazo, abstraídas del resto del universo, me alegro, me emociono, porque sé que están disfrutando de un momento mágico, en medio de la terrible soledad de ser niños.

Y me recuerdan a mí, a mis amigos, a las aventuras de entonces, a mis sueños, mis anhelos, y se me borran los dolores, y recupero las ganas de entre esos juegos de infancia.

Siempre quedaba detenida en el que volcaba o en aquel que quedaba dando locas vueltas atrapado en un torbellino voraz. Me dolía el corazón verlo caer, ver su débil proa sucumbir lenta e implacablemente al agua barrosa que lo penetraba, mientras los demás continuaban la odisea de atravesar correntadas o esquivar una piedra hasta llegar a la esquina, donde la bocatormenta los tragaba si no llegábamos a tiempo para salvarlos y empezar la aventura nuevamente, infinitamente, hasta que el agua acumulada de la lluvia bajaba secando la calle después de la tormenta.

Me veo seria y compuesta protagonista de un momento entonces trascendente, con mi pequeño tapa­dito rojo, el sombrero beige adornado con cinta de terciopelo y encasquetado hasta las orejas, guantes en las manos entrelazadas, zoquetes y zapatitos con pulsera, parada al lado de mis padres y mis hermanos en la banca de la iglesia de mi barrio, honesta familia de clase media trabajadora vestida de domingo, con la ropa que abnegadamente cosía mi madre en su ruidosa Singer, tesoro familiar que nos proveía de todos nuestros atuendos y por supuesto de un conjunto de salida para invierno y otro para verano.

Eran importantes los domingos.

Tenían algo de sagrado y de profano.

De ceremonia y de juego. De alegre inquietud y de tristeza.

Empezaban temprano a la mañana con la misa, después seguramente el recorrido por la plaza, típico paseo provinciano. Una vuelta para un lado, la siguiente para el otro, para posibilitar los encuentros, los saludos. En la esquina fisgoneábamos a los señores de la aristocracia provinciana que ingresaban a la confitería colonial de amplios ventanales, vedada para nosotros, que en las buenas épocas íbamos a la otra, la familiar, donde mi padre nos convidaba con un chocolate o un refresco.

Yo lo vivía como un gran ritual que se desarrollaba por actos preestablecidos, compenetrada en el rol familiar y dominguero. Todo era una cosa muy seria.

Al volver a casa, a cambiarse la ropa. Otra etapa del domingo. El trajín del almuerzo, la mesa grande con el mantel a cuadros, y mientras mi madre iba y venía con los platos en medio de nuestras risas y peleas, mi padre hacía sonar a todo volumen en un gran armatoste, un disco de pasta con la Polonesa de Chopin. Me golpeaba el pecho. A veces hoy todavía la siento golpear, cuando recuerdo los domingos tratando de descubrir si me gustaban. Esa ambivalencia nunca definida por la familia reunida en el descanso.

Después del almuerzo la siesta se deslizaba en juegos soñolientos y melancólicos con olor a naranja y mandarina.

Algunas veces nos premiaba la aventura de la vuelta completa en colectivo. El alborozo de recorrer calles distintas en un paseo que parecía interminable.

La felicidad era completa si al colectivo lo reemplazaba el mateo, el paseo alrededor de la plaza y por la gran avenida que desembocaba en el cerro. Al trote del caballo enjaezado que con sus cam­pa­nitas marcaba rítmicamente nuestro paso, nos sentíamos por un momento regios personajes de algún cuento fantástico, mirando desde la altura de la carroza el mundo empequeñecido.

Después, el lento correr de la tarde hacia un crepúsculo cansado y quedo y a preparar las cosas para el temido lunes.

El guardapolvos almidonado. La cobartera repleta de útiles. Los zapatos bien lustrados y una sensación de opresión en el estómago.

Un plato de sopa y a la cama.

Crecí con el olor a incienso, el agua bendita mojando la punta de mis dedos, la misa de los domingos, la Semana Santa, el Vía Crucis, la procesión del Milagro.

Crecí entre el cielo y el infierno, la culpa y el perdón.

Crecí con el miedo y la angustia del pecado y la alegría ominosa de la redención.

Crecí con la religión a cuestas. Para bien y para mal.

Se mezclan mis recuerdos… Mixtura de sensaciones opresivas y gloriosas. De pensamientos sagrados y profanos.

Las misas domingueras que aún con su tono ceremonial tenían algo de festivo y aquellas otras que me aplastaban el pecho, confusión de reverencia y rebeldía, de SOY CULPABLE DIOS MÍO PERDÓNAME, y quiero huir de este mundo de altares cubiertos de paños violetas, sonido de roncas matracas, semios­curidad de titilantes velas y consabido olor a incienso.

La alegría del vestido blanco de primera comunión, pequeña y altiva reina y el corazón angustiado por la terrible responsabilidad de la pureza.

Cómo evitar hasta el mínimo mal pensamiento, cómo evitar el pecado si todo lo era. Mientras las enseñanzas recibidas durante tanto tiempo exigían a mi alma compungida la blancura inmaculada, mi humana debilidad infantil me jugaba malas pasadas: insultaba mentalmente a mi hermana, me solazaba sintiéndome más bella que pura en mi blanco traje, ideaba pequeñas maldades que me torturaban.

Cómo semejante monstruo podía aspirar a la comunión con Cristo.

Y NO SOY DIGNA DE RECIBIRTE

Y NO SOY DIGNA

DE SER AMADA

DE SER ELEGIDA

DE SER DESEADA

DE SER

…PERO DI UNA SOLA PALABRA Y SERÉ PURIFICADA

Y CALLARÉ

Y OBEDECERÉ

Y ME SOMETERÉ

Y NO SERÉ SINO TUYA

TU ESCLAVA

TU SIERVA

DIOS PADRE SEÑOR

HOMBRE

Cómo desprender tanta opresión y miedo y angustia y sometimiento pegados allí, en las entrañas de mi ser, mamados de a pequeños y amargos sorbos desde el primer día.

Cómo sustraerme del miedo por la confesión y la necesidad permanente de absolución por todo pensamiento, palabra o acto. De la tristeza por los penitentes descalzos en las procesiones, espejos de mi falta de humildad. Del dolor inabarcable por Cristo crucificado los viernes santos de encierro y música sacra.

¡OH DIOS!

CÓMO ALCANZAR TU IDEAL

CÓMO LOGRAR TU PERDÓN

YO PECADORA ME CONFIESO…

MANDA Y OBEDECERÉ

Y LLEVARÉ MI CRUZ

Y GANARÉ EL PAN CON EL SUDOR DE MI FRENTE

Y PARIRÉ CON DOLOR

Y PONDRÉ LA OTRA MEJILLA

Y NO GOZARÉ, Y NO VIVIRÉ Y

NO Y NO Y NO

Y CULPA, CULPA, CULPA,

POR MI GRANDÍSIMA CULPA

POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS

AMÉN

Íbamos a una escuela pública (entonces privado era mala palabra, y las escuelas públicas aseguraban una buena educación). Caminábamos una cuadra hacia el centro, doblábamos a la derecha, caminábamos tres cuadras más y ya estábamos.

Ese año yo ingresaba a Jardín de Infantes y comenzaba mi largo recorrido escolar. Marchábamos ida y vuelta juntas con mi hermana, ella terminaba su primaria. Los años siguientes ese camino iba a poblarse de compañeras, pero entonces caminábamos solas las dos. Delantales blancos almidonados que prendían atrás y se ceñían con un cinto ancho, un gran moño azul celeste prendido al cuello, cabello tirante en cola de caballo o sostenido prolijamente por una vincha. Impecables, así nos mandaba mi madre, fieles reflejos de su dedicada preocupación.

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