Fernando Santillan - Flanders

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Con humor y frescura, Santillan explora en
Flanders el malestar en el matrimonio hoy a través de la mirada de un personaje ordinario —ni enteramente conformista ni rebelde—, ubicado justo en ese momento de la vida en que las demandas y expectativas laborales, sexuales, conyugales y familiares entran en conflicto. El tema es uno de los preferidos de la conversación social actual y también de la novela contemporánea. Está en La uruguaya de Mairal, en la narrativa de Houellebecq. Pero Santillan lo encara sin estridencias, con un lenguaje fresco y lejos de toda afectación, a través de un libro que invita a su lector a pensar divirtiéndose. Santillan sabe que se pueden tratar grandes temas en tonos menores. Eso es
Flanders, una novela que tiene la ligereza y la profundidad de las grandes comedias románticas del cine.

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En la próxima escena corríamos a buscar un médico que nos recetara la píldora del día después, porque aunque nos habíamos cuidado —en el sueño no me era claro si ella tomaba la píldora, si yo me había puesto forro o las dos cosas— no queríamos correr riesgos. El flaco con el que hablábamos era médico pero nos atendía en un mostrador de farmacia, de farmacia del conurbano, con fórmica descascarada y con la balanza de las viejas. El médico/farmacéutico tenía pelo más bien largo, con rulos no demasiado limpios que hacían un tirabuzón para arriba, todo desalineado, y con anteojos de marcos negros y gruesos. El hijo de puta no nos quería dar la píldora. Sonia lloraba porque veía que su mundo se destruía. Y yo le decía al médico “Mirá, flaco, a mí me chupa un huevo porque estoy casado y tengo tres hijas y voy a seguir estando casado y con tres hijas y mi vida ya está jugada, pero ella tiene toda su vida por delante, casarse, estudiar, trabajar, y si se queda embarazada ahora se le complica todo, así que dame la receta”. Y entonces sí, el flaco nos daba la receta y salíamos de ahí. Mi vida ya está jugada, le decía.

Nos íbamos caminando juntos y ella me agradecía y de pronto estábamos cogiendo de nuevo, ella toda contorsionada con las patas al aire acostada en una camilla de hospital y yo parado al costado dándole masa como en una porno. De repente me desperté con el cantar de Cecilia, que desde ese día nos despertó, todos los días de las vacaciones, entre las siete y las ocho de la mañana haciendo esos ruiditos de bebé que algunos llaman balbuceo canónico y que son más parecidos a los llantos de un cachorro que al hablar de un ser humano. A mi lado Elena dormía; en el cuarto de al lado, las mayores también. Me vestí y saqué a pasear a la bebé en el carrito hasta que se durmió.

Entré en la casa y Elena desayunaba con las dos grandes en el comedor. Estaba todavía con cara de dormida, con algunos pelos castaños en la cara, con el camisón celeste que me gusta, el que muestra mucho de sus patas largas y la cintura fina. Las chicas seguían con su Nesquik y sus cereales, y me acerqué a Elena y le di un beso en lo más alto de un cachete, justo debajo de uno de sus ojos marrones claros. Elena me agradeció la hora extra de sueño que le regalé con una caricia en mi cintura. A los pocos días ya estaría implícitamente regulado, porque después de diez años de casado todo es implícito. Si yo me afeito a la noche, se sobrentiende que quiero coger; si ella no se pone camisón, es obvio que quiere coger; si invitamos gente a casa yo hago asado, yo manejo siempre, y muchos sobrentendidos más. En este caso, quedó establecido que un día me levantaba yo a la mañana y después dormía la siesta, y al día siguiente hacíamos lo contrario.

“¿Vamos a la playa, chicas?”, dije, poniendo entusiasmo. “¡Vamos!”, respondieron con alegría. Y ahí empezamos el proceso de cientos de pequeñas tareas que repetiríamos día a día: poner trajes de baño, crema y vestidos de playa a las chicas; preparar el mate; poner libros, buzos y billeteras en el bolso; cargar todo (sillas de playa, sombrilla, bolso, bolsa con baldes y palas de plástico, bolsita matera, pelota), y enfilar para la playa. Sólo una cuadra y media, sólo una cuadra y media hasta la playa, y cien metros más de playa hasta nuestro lugar, entre la jubilada uruguaya y la Flaca Escopeta a los costados y la Gran Agua Viva adelante. Menos de medio kilómetro, pero cargado como un sherpa en el Tíbet, con las chicas que se colgaban poniendo en riesgo el ciático, y todo bajo un sol tremendo.

Al llegar a nuestro lugar tenía que comenzar el proceso de descarga, pero apenas llegaba, cada vez, Bernarda me preguntaba: “Papi, ¿vamos a hacer un castisho?”. O, incluso, “Papi, tengo una idea: ¿y si hacemos un castisho?”, como si no hubiera dicho exactamente lo mismo cada día desde el primero. “Ahora vamos, Bernarda.” Antes tengo que clavar la sombrilla y, aunque no es la costa argentina, donde se ha visto volar a pilares de rugby, igual hay viento. Yo soy muy cuidadoso con la sombrilla, porque las he visto volar con gran riesgo. Antes que nada, preparo el terreno: con el pie saco la arena superficial hasta llegar a arena con algo de humedad. Después agarro una pala de las chicas y empiezo a cavar un pozo angosto y profundo. Al tercer día aprendí que mandar a Bernarda a buscar agua en un balde no sólo la desviaba de la idea del castillo, sino que además permitía un paso clave: se vierte el agua en el agujero de la sombrilla para hacer un falso cemento que realmente deja a la sombrilla firme.

—¿Te parece necesario, gordo? —preguntó Elena el primer día.

—Mirá el viento que hay, mirá los chicos de ahí atrás; ¿vos querés que nuestra sombrilla termine clavada en la panza de esa rubiecita? —dije apuntando a la hijita de la Flaca Escopeta.

—¿Alguna vez viste que una sombrilla volara, Javi?

—Me estás jodiendo, ¿no? Todos los días en la playa vuela al menos una sombrilla —retruqué.

—¿Pero vos viste alguna vez, desde que sos chiquito, que una sombrilla lastimara a alguien?

—Lo único que falta, que además de matar a un chico de un sombrillazo sea el primer boludo de la historia que mata a un chico de un sombrillazo, que quede registrado en el diario: “Pelotudo mata a chico con sombrilla mal clavada”.

La sombrilla siempre quedaba bien y yo siempre iba a hacer un castillo con Bernarda. Cuando éramos chicos llevábamos a la playa pelotas de todo tipo; jugábamos al fútbol y al vóley y al rugby y nos golpeábamos pensando que las chicas nos verían y se enamorarían de nosotros de sólo ver nuestros cuerpos golpearse. La lógica, que hoy suena frágil como la siesta de un padre de tres hijas, parecía entonces de fierro. Sea como fuere, ahora no juego, hago castillos. Podría jurar que mi viejo nunca hizo un castillo en la arena, pero yo hice el tour completo de los castillos del Loira.

A la mañana íbamos siempre a la playa que nos quedaba más cerca, que era de jubilados uruguayos con sus nietos. Un par de días fui solo con las dos mayores y otro día solo con la bebé, bien temprano, mientras Elena dormía. Un día la jubilada platinada de al lado, Ester, me preguntó: “¿Nunca te dejan solo, botija?”.

—Ojalá, Ester, pero te aseguro que si estuviera solo, no vendría a la playa.

Me miró con cara de preguntarme adónde iría y por un momento pensé que no sabía. ¿A tomar un café al centro? ¿A buscar una jovencita por algún lado? ¿A leer solo en una cama?

Me metía debajo de la sombrilla y leía entrecortado: leía un párrafo, levantaba la mirada para ver qué hacían las chicas en el borde del mar y así sucesivamente. En una de esas las chicas gritaron, asustadas, que había un agua viva: “¡Una medusa, una medusa!”, gritó Antonia. Miré hacia el mar y vi que entraba al agua un señor alto de más de setenta años con una panza memorable. Caminó unos metros mirando al agua, metió la mano y la sacó con el agua viva colgando. Así aprendí que si las agarrás del techo no te pican, pero nunca lo probé. Me paré y le agradecí e hice un comentario sobre el tamaño del bicho.

—Nah —dijo el charrúa—, acá la Gran Agua Viva soy yo —y le dio dos palmadas cariñosas a su barriga de pelota de básquet.

Volví a la sombrilla, y a Guerra y paz , que había empezado hacía como dos meses y que espero terminar antes de que se case la última de las chicas.

A los tres días de llegar, Elena arregló con la hermana, Maru, para ir a José Ignacio, la playa de moda. Bah, la playa de moda de los chetos con familia. Después está la playa de moda de las pendejas, adonde por suerte no fui porque habría muerto de un infarto: si no por las ganas de levantarme a alguna, por sólo pensar qué poco tiempo me quedaba para que las mías se convirtieran en objeto de deseo de algún nabo como yo. En esa playa todos los chabones eran como los gerentes del banco o los ex jóvenes profesionales que están en el fast track, los high potential chabones, y todas sus mujeres rubiecitas desabridas estaban ahí con sus hijos también rubiecitos.

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