José Flores Ventura - Hasta donde llegue la vista...

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Libro de anécdotas y de memorias de viajes de exploración a lo largo del sureste de Coahuila, realizados por uno de los naturalistas y descubridores de patrimonio arqueológico y paleontológico más destacados de la entidad.

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El niño de la montaña

La odisea de la vida comienza muy temprano para Toñito, un niño cuyo pecado fue nacer en una joven familia numerosa y sin un padre que la sustente, alejado en una comunidad rural en las montañas de Arteaga. Bajo estas circunstancias se ve obligado a trabajar para aportar a la precaria economía familiar y, por lo tanto, no conoce la escuela y el campo es casi permanentemente su segundo hogar, permeándolo, forjándole un carácter duro y melancólico, a pesar de sus escasos 10 años.

Desde muy temprano sale a la espesura de los bosques ahora recolectando - фото 7

Desde muy temprano sale a la espesura de los bosques, ahora recolectando piñones para vender, otras veces tunas silvestres, robando mazorcas en las parcelas de modernos caciques, juntando tierra para macetas, así como pitahayas, limas o cabuches, según la temporada, antes de que se desequen; así, el año se le va de aquí para allá, cosechando lo que da la madre naturaleza. Esto, a pesar de su corta edad, lo ha hecho un gran conocedor de su entorno; él me ha guiado hasta donde habitan las lechuzas de tierra, donde hay flores multicolores, las cuevas escondidas entre farallones o en el hábitat del oso negro, muy dentro en la serranía.

Con gusto le hecha diente a la comida chatarra que llevo, a la otra le traigo algo mejor; le fascina, al igual que a mí, llegar hasta la cima de las montañas y detenerse a contemplar la grandeza del mundo que lo rodea, mimetizarse entre los árboles para no ser visto o fundirse con la foresta para poder observar, con más detenimiento y a detalle, a los seres que ahí habitan. Ya de tarde tiene que regresar con su mochila cargada de frutillos silvestres, para darles de comer a sus pequeños hermanos.

Así es la odisea diaria de Toñito, un niño que vaga en el bosque, solo u ocasionalmente acompañado, cuando un aventurero se le atraviesa; vaga entre un mundo de peligros pero, a la vez, a salvo de la gente, el mayor de los peligros para un niño de 10 años. Sus manos, llenas de llagas, y el rostro colorado untado de costra, con el pelo suelto que esconde al niño juguetón a quien le da gusto platicar sus aventuras y travesear con las ramas de los pinos, o agarrando lagartijas que se le cruzan por los senderos.

De vez en cuando, a lomo de burro cargado de leña y cuesta abajo hacia el pueblo, se detiene a descansar en el mar de flores silvestres, con la cara al sol que se recorta entre los trazos enramados de los pinos. Así lo conocí, él a un lado del árbol y yo del otro; recuerdo el tremendo susto que le di al levantarme camuflajeado, como es mi costumbre andar, sin que antes se diera cuenta de mi presencia.

Como mucha gente del campo que no tuvo la gracia de la “educación civilizada”, Toñito no tendrá los placeres mundanos que los niños de hoy disfrutan, para bien o para mal. No conocerá más lujo que tener de techo un millón de estrellas, tal vez no tendrá nada material más que el burro que lo acompaña (el que lleva la leña), vivirá 100 años y será un sabio acuñado con la sagacidad de la naturaleza, la simplicidad será su constante y su ambición será ver de nuevo salir el sol por entre las montañas cada día de su vida.

En su mirar hay algo que recuerda mi infancia: ojos grandes y tristes que se detienen hacia el horizonte en una tarde despejada, sentado en lo alto de una colina y viendo desaparecer el sol tras el filo de la sierra, tal vez con la esperanza de un nuevo amanecer, tal vez con la añoranza de que las cosas cambien mañana.

Don Ancina de Cuauhtémoc

Don Ancina, hombre de los de antes y sabio anciano como pocos, no atinaba a recordar los tiempos vividos en su pueblo natal, en el semidesierto del sur de Saltillo. Con frases recortadas por lagunas de memoria, nos relataba, bajo un mezquite a orillas del pueblo, los tiempos difíciles de pocas lluvias o de inundaciones, cuando las había en demasía. Contaba de tormentas o huracanes, de cometas y rarezas celestes como ovnis, y de espíritus ambulantes por estos lares.

Don Ancina no era su nombre, se llamaba Martín, pero un día, cuando tramitó su credencial de elector, le preguntaron su apelativo, y les dijo con campirana autoridad: “¡Martín Becerra Trejo y Ancina quiero que me digan!”, y Ancina le empezaron a decir.

Mencionaba repetidamente que en su niñez se oía hablar del “Chan”, un espíritu que salía de las orillas de los cuerpos de agua y asustaba a las mujeres y a los niños haciéndolos correr del miedo; éste era un ancestro chamán que, ataviado con pieles y plumas, reclamaba por ser natural de esas tierras suyas y perdidas por siglos. Don Ancina también platicaba que, en una ocasión, un oso secuestró a una bella y joven mujer, llevándosela a vivir a una cueva en la espesura del bosque, y no supieron más de ella, pero tiempo después vieron bajar a unos niños peludos en exceso, buen pretexto para decirle a un sancho, pensé, ya que por aquellos años habían llegado al pueblo unos leñadores a quienes les decían “Los Osos”, por estar fornidos y velludos.

Minas abandonadas con tesoros escondidos esperando que el más osado los encuentre, relaciones con canastos de centenarios que se aparecen, cuevas que se abren en cuaresma y cierran al acabar el día, todas leyendas rurales clásicas que no faltan en un pueblo pero que, contadas por Don Ancina, adquieren singular atractivo.

Se llenaban de brillo sus ojos al comentar las bellezas naturales de los montes, como en el caso de la espesura de los bosques de oyameles con atajos de venados que recorren las aún vírgenes praderas ubicadas muy arriba, cerca de las cumbres. Hacía mención del olor de la menta en las veredas anexas a los arroyos o del aroma del yerbanís después de llover, del aroma de los pinos que acompaña al ir a cazar conejos, el cielo azul profundo con nubes aborregadas y noches oscuras con estrellas entre las cumbres montañosas.

Recordar su juventud le daba orgullo, ya que no había pelao que se atreviera a enfrentársele, por ser un fornido tallador de lechuguilla y leñador en Astilleros, ahora ejido Cuauhtémoc. Briago peleonero, en una ocasión mató a un hombre por faltarle al respeto a su novia, a la cual, cuando salió de la cárcel, encontró casada con el hermano del que había matado, con cinco chilpayates y cargando 50 kilos de más, “al cabo que no la quería”, mencionó al verla en esa condición, y luego se refugió en una cabaña escondida en la sierra, donde vive hasta nuestros días.

La última anécdota ocurrió en pasados tiempos electorales, ya que no lo dejaban votar por llevar una maltrecha camiseta del partido que robó los colores patrios; entre discusiones a favor y en contra halló la solución, que fue voltearse la camiseta, y así ejerció el sufragio, derecho de todo ciudadano. Antes de irse, se devolvió y dijo: “Al cabo que ni voté por este #¡’*! partido, y vine porque ya me tienen hasta la chin… con su uno, dos, tres”, y salió encanijado rumbo a la sombra de aquel mezquite que le hacía compañía desde mucho tiempo atrás, para resguardarse del calor y recordar pasados tiempos, perdiéndose de vista entre las siluetas de las montañas lejanas.

No atino a entender la vida de don Ancina o Martín, si es héroe o mártir de las circunstancias de la vida, cuando cayendo el atardecer se levanta y, sin despedirse, se va para su cabaña, hasta que vuelva al siguiente día a aquel viejo mezquite, o hasta que ya no se levante más.

“El Mode”, el indigente del oriente

Deambulando por las calles del oriente de la ciudad, el hombre más cuerdo de todos los que ahí habitamos no se inmuta ante el extremo calor ni ante las balas que, casi a diario, pasan zumbando por Otilio y el periférico, sus lugares predilectos, bajo la sombra del puente. Con pantalón rasgado, a veces sin camisa, si tiene frío un suéter tomado a un medidor de agua se lo quita; si necesita zapatos, más arriba, acude al mercado; no faltan donantes que le den algo, y tampoco lugares a los que no pueda llegar. Come cuando el hambre lo llama, trozos de melón y sandía recoge en la basura del supermercado y los ingiere hasta llenarse.

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