El intrépido viajero guardó el obsequio en la bolsa y prosiguió su marcha. Una hermosa joven lo saludó desde un florido jardín y le deseó prosperidad y abundancia.
Llevaba unas cuantas horas de viaje cuando decidió buscar un lugar donde pasar la noche. Vio a un campesino que estaba pastando a sus cabritas y lo saludó.
—Buenas tardes, buen hombre.
—Llevo muchas horas andando y quisiera encontrar un lugar donde descansar.
El hombre lo invitó a su casa y le ofreció una rica comida y un cómodo catre donde dormir. Durante la cena, le advirtió de los peligros a los que podría enfrentarse y le enseñó todo lo que le sería de utilidad en su camino.
Muy temprano el viajero se despidió de su anfitrión y retomó su marcha.
Después de mucho andar, llegó a un pequeño poblado con unas quince casas y una rústica iglesia frente a la plaza central. Cansado, se sentó en un banco a recuperar fuerzas. Se percató de que no había tomado agua ni había comido alimento alguno por muchas horas. Sacó la copa que le había regalado el mago y se sirvió agua de una pequeña fuente.
Aunque el lugar estaba desierto, la puerta de la iglesia estaba abierta. Entró sigilosamente y encontró a un sacerdote orando. Estaba tan ensimismado en sus rezos que no notó la presencia del visitante. El viajero, entonces, salió del templo con la misma prudencia y silencio con el que había ingresado.
Decidió buscar algo para comer. En el lugar había varios árboles frutales. Eligió uno cargado de naranjas al costado de una pequeña casa y se dirigió hacia allí. Al acercarse vio por la ventana una joven pareja besándose. Ellos tampoco notaron su presencia.
Se sentó en un banco de la desierta plaza y comió su frugal almuerzo.
Ya repuesto decidió seguir su camino. A lo lejos se escuchó una carreta aproximándose y le hizo señas para que parara. La gran carreta tirada por dos fornidos percherones se detuvo. Su joven conductor lo saludó con amabilidad.
—¿Lo llevo a alguna parte? —le dijo con una gran sonrisa en su rostro.
El alocado viajero aceptó de buena gana la oferta que le acababa de hacer el atlético hombre. Éste le contó que se dirigía al próximo poblado a entregar una mercadería que había fabricado con sus propias manos. Se sentía realizado: su gran esfuerzo de meses estaba a punto de dar los frutos que él tanto deseaba. Con el dinero obtenido podría mantener a su mujer e hijos por suficiente tiempo.
El viaje se hizo muy llevadero para ambos y cuando menos lo esperaban, el poblado se hizo visible delante de ellos.
El viajero se despidió del dueño del carro y se dirigió a la plaza central donde se estaba desarrollando la gran feria semanal. Había puestos de los más variados tamaños, con mercancía para todos los gustos. Los vendedores intentaban atraer la atención de los clientes vociferando sobre las bondades de los productos a la venta. Algunos ofrecían incluso degustar los manjares que habían preparado especialmente para la ocasión. Era un festival de colores, aromas y sabores; una tentación para los sentidos.
En una esquina de la plaza habían montado un pequeño escenario donde de un momento a otro comenzaría el espectáculo. El joven viajero se dirigió hacia allí. El público ya había comenzado a congregarse y, según lo que pudo oír, lo que iban a ver era algo único en el mundo. Se escuchó un redoble de tambores y apareció una frágil niña ataviada con un impoluto vestido blanco y una corona de flores. La niña miró a la multitud y sonrió tímidamente. Un nuevo redoble de tambores y apareció una jaula con un rugiente león. Ante la mirada expectante del público, la niña abrió la puerta de la jaula, entró y acarició al salvaje animal. El león volvió a rugir con toda su fuerza y la pequeña colocó sus manos sobre su hocico y su boca, como callándolo. El animal se tranquilizó de inmediato. La jovencita lo acarició una vez más y salió de la jaula. El público estalló en aplausos y comenzaron a llover monedas sobre el escenario. El viajero tomó una de las monedas que el mago le había dado y se la dio a la niña en recompensa por su sorprendente habilidad.
Cansado del bullicio y la algarabía de la feria decidió buscar un lugar tranquilo para descansar. Necesitaba pensar cómo iba a proseguir su viaje y para ello debía estar solo y en silencio. Encontró un lugar solitario en lo alto de una colina y allí se quedó un largo rato. Cerró sus ojos y recordó todo lo vivido hasta ese momento. Sintió nostalgia de su hogar y de su gente y por un instante pensó en abandonar la travesía. Recordó lo que la virginal jovencita le había dicho al entregarle el manuscrito y lo buscó dentro de la bolsa. En la primera página había un dibujo con un título que le llamó la atención "Señor de las fuerzas en la vida". Era una rueda sostenida por una figura mitológica rodeada de cuatro personajes alados, una serpiente y una esfinge. Abajo de la imagen se leía un breve texto: "Acepta que la rueda gire más allá de tus deseos y de tus poderes. Acepta sus ciclos secretos. Deja fluir las fuerzas de la vida. El cambio ocurrirá".
Se quedó mirando la imagen por un largo rato y reconoció que le quedaba mucho por aprender y conocer.
Se encaminó nuevamente hacia la feria; necesitaba comer algo y buscar un lugar donde pasar la noche. En un pequeño puesto vio a un hombre de mediana edad sentado en un sólido trono de piedra. Sostenía una balanza en una de sus manos y una espada en la otra. Delante de él se había formado una larga fila de hombres y mujeres quienes por una módica suma de dinero recibían una resolución justa e imparcial a sus variadas contiendas. Con rigor para algunos y benevolencia para otros, los conflictos iban recibiendo el dictamen correspondiente.
Al viajero le gustó la lección aprendida: dar a cada uno lo que corresponde, con equilibrio, estructura y formalidad.
Siguió caminando por la feria en busca de algo para comer y beber. Estaba anocheciendo y la cantidad de gente era cada vez más numerosa. Sacó otra moneda de su bolsa y compró unos pastelitos y un té. Ahora tendría que buscar un lugar para pasar la noche. Con dificultad se abrió paso entre la multitud e intentó alejarse del bullicio del mercado. En su camino vio a un hombre joven colgado de un pie cabeza para abajo, en una especie de media cruz de madera rústica. Al ver la cara de asombro del viajero, el hombre le explicó que hacía eso todos los días para su purificación e iluminación.
—Esto me ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva— agregó.
—¿Pero no probó cambiar la mirada sin tanto sacrificio? —le preguntó inocentemente el viajero.
El hombre cerró sus ojos como buscando una respuesta en su interior.
— Es mi karma— dijo con resignación.
El joven viajero no sabía lo que esa palabra significaba pero no quiso seguir preguntando. Se despidió amablemente y se propuso buscar un lugar donde alojarse; no quería pasar la noche a la intemperie. Le recomendaron un pequeño hostal a muy pocas cuadras de allí. Apuró el paso y llegó al lugar: una pequeña casa con unas pocas habitaciones para huéspedes. Lo recibió su dueña, una agradable mujer de mediana edad. Para alegría del viajero tenía un cuarto libre y a muy módico precio. La mujer acompañó a su huésped hasta la puerta y le deseó un reparador descanso. El viajero se tendió sobre la cama exhausto luego de tanto trajín y se durmió casi instantáneamente.
Los rayos del sol lo despertaron muy temprano. Tomó sus escasas pertenencias y salió con rumbo desconocido; estaba seguro de que su intuición lo guiaría en su camino.
Llevaba unas cuantas horas andando cuando vio acercarse un caballero con una renegrida armadura, montado sobre un hermoso corcel blanco. Al pasar a su lado el viajero sintió un escalofrío.
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