Nazario - Un pacto con el placer

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Un pacto con el placer narra el temprano nacimiento a la sexualidad en Castilleja del Campo, un pequeño pueblo de la provincia de Sevilla, con apenas quinientos vecinos, de un niño endeble y enfermizo: Nazario, educado entre cuatro tías maternas, las vecinas y una madre víctima de la beatería, quien queriendo hacer de él un santo, consiguió hacer un mártir.
El libro, primero de su biografía, cuenta sus recuerdos y vivencias, que no son extrañas a muchas otras personas de su tiempo. Encerrado en un pequeño pueblo. Complejos de culpa. Educación en colegio de curas salesianos. Joven víctima de un pederasta. Su despertar a la homosexualidad en las butacas de los cines. El intento desesperado por ocultar su homosexualidad con novias y ligues. Estudios de Magisterio en Sevilla. Siempre solo. Soñando con un mundo de fantasías y diversiones inalcanzable. Con la oreja pegada al aparato de radio.

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Una madre con dos abuelos, cuatro tías y un tío, para mí solo, durante más de cuatro años

Con el árbol genealógico de mi madre ocurría algo parecido pero, en este, era la rama de mi abuela la más allegada, siendo la familia de mi abuelo prácticamente desconocida. Mi abuelo procedía de una familia de clase media que tenían fincas, ganados y buena reputación. Tanto su hermano como su hija, aparecían lejanos, completamente desconocidos para mí. Mi abuelo se había casado dos veces y en las dos ocasiones sus mujeres habían muerto de parto.

La familia de mi abuela era pobre y la formaban cinco hijas y un varón. No sé si en la elección de mi abuelo, a la hora de buscar una tercera esposa, influyó la escasez de medios económicos de la familia de mi abuela o si realmente se enamoró de mi abuela por su físico, pero a partir de aquella boda, la familia de mi abuelo se distanció de tal forma que no creo recordar la presencia de aquel tío José María en la casa de mis abuelos. En cambio, yo sabía que mi abuelo iba a visitarlo diariamente a su casa. Contaba cómo su hermano le ponía un vaso de vino y sintonizaba la radio en donde siempre sonaba música flamenca.

La imagen que conservo de mi abuela es la de las típicas viejas andaluzas retratadas por Echagüe: falda negra hasta media pierna, delantal negro, medias negras y zapatillas, el pelo recogido en un rodete y una toca para salir a la calle con la que cubría los hombros o la cabeza. Su carácter era fuerte y un poco agrio, frente al que mi abuelo, blando y bonachón, nada tenía que hacer, aunque no creo que tuviera nunca intención de hacer nada. Después de sus dos intentos malogrados de tener hijos, esta lo había colmado dándole seis y ya estaba satisfecho. Cuando intento evocar su memoria, son sus riñas, con una voz agria y sus miradas iracundas que emanaban un tufo desabrido, parecido a un mal sabor de boca, lo que me viene al recuerdo. Eso y sus interminables ataques de tos, que resonaban por toda la casa en la oscuridad y que uno terminaba oyendo, sin escucharlos, como el ruido de los trenes que pasaban de madrugada con el cansino sonido de la máquina y sus estridentes pitidos, o las campanadas del cercano reloj de la torre de Castilleja dando las horas y los cuartos día y noche.

Mis abuelos vivían casi en las afueras del pueblo, en una gran explanada que llamaban El Pilar en donde se celebraba la feria para septiembre. La casa de mi abuelo estaba en alto mirando al suroeste, y desde ella se veían unas fantásticas puestas de sol. Como no había casas en frente, tras la explanada que formaba la calle había varias fincas, detrás de las que estaban las vías del tren de Sevilla a Huelva. Un poco más lejos se divisaba una dehesa de encinas, algunos caseríos desperdigados y un horizonte en el que se destacaba un enorme pino cercano al pueblo de Manzanilla. Al otro lado de la explanada había una hilera de casas que terminaban junto a un regajo que recogía las aguas de la lluvia estando bordeado por cañaverales y un camino que llevaba a la estación. Un enorme pozo, el pozo del Pilar, abastecía de agua a casi todo el pueblo; había siempre a su alrededor mucha gente sacando y transportando agua. En invierno toda la explanada se convertía en un inmenso barrizal y había que circular por las estrechas aceras hasta llegar a la calle que subía a la plaza y a la iglesia.

Para septiembre montaban la feria en aquella explanada. Pegando a la acera de las casas de abajo instalaban el paseo con arcos de bombillitas de colores y junto a la acera de mi abuela colocaban dos o tres casetas junto al pozo. Junto al comienzo del paseo ubicaban «las volaoras», como plato fuerte de las atracciones, pudiendo ir acompañadas de una pequeña noria y al final de la feria, frente a la casa de mi abuela, se establecían «las barcas», columpios que eran impulsados por los empleados o por la fuerza de los que se columpiaban. Los jóvenes más fuertes, atrevidos y exhibicionistas, conseguían dar vueltas alrededor del eje mientras los espectadores, admirados, iban contándolas en voz alta. Desde casa de mi abuela oía el tumulto y corría para ver las proezas del héroe de turno. Los chiquillos solo nos paseábamos un rato, impulsados por el dueño hasta que, cumplido el tiempo, elevaba el freno, consistente en un enorme tablero, hasta que la barca terminaba varada. También había una tómbola y numerosos puestos de turrón y de dulces. Cuando se acercaba la feria mi tata iba a recogerme a mi casa y me traía a hombros, por la Senda de los Mármoles, bordeando la viña de mi abuelo y bajando al final por un camino que terminaba justo en el Pilar, muy cerca de nuestra casa. Los jóvenes de Castilleja solían hacer frecuentes visitas al pueblo vecino para ir al cine, para asistir a las innumerables fiestas que se celebraban o simplemente para pasear, saludar a amigos y amigas y, muchos de ellos, para buscar novia.

El hombre simple que era mi abuelo, pobre de espíritu, tranquilo, con barriga un poco pantagruélica, gorra permanentemente calada, chaquetilla gris con cuello de tirilla y pantalones caídos, tenía tres pasiones arraigadas: la Iglesia y la virgen del Rocío; la comida y el flamenco. Despertaba todos los domingos bien temprano y se marchaba a la misa de alba, avisando a varios amigos a los que tocaba en la ventana, al pasar por sus puertas, camino de la iglesia. A la vuelta, en invierno, mis tías lo esperaban con impaciencia porque acostumbraba a comprar en la plaza un papelón de churros recién fritos y los traía apresuradamente metidos bajo el brazo para que no se enfriaran. En vano mi abuela le regañaba un domingo tras otro porque manchaba de aceite la chaquetilla. No lo imagino cometedor de graves pecados. Su fervor apasionado por la virgen del Rocío, que heredaría mi madre, lo hacía atravesar la marisma cada año a caballo, al oscurecer del domingo de Pentecostés, camino de la ermita del Rocío a donde llegaba al amanecer, justo a la hora en que los almonteños sacaban a la virgen en procesión. Mis tías contaban que ni siquiera se apeaba del caballo: veía a la virgen salir de la ermita, se quitaba la gorra, rezaba una salve y cogía el camino de vuelta llegando a su casa a la hora del almuerzo. Un año, sintiéndose quizás ya mayor, decidió dejar de ir.

Mi abuelo se relamía con la comida, como un enorme gato, saboreando cualquier sobra que sacaba de la cocina. Todas las tardes de verano cogía el dornillo con el gazpacho que había sobrado al mediodía y se sentaba, con él entre las piernas, en una silla que colocaba al lado del brocal del pozo. Con una navaja de cachas y hoja ancha, comenzaba a cortar, con parsimonia y ensimismamiento, trozos de pan que iban cayendo sobre los restos de gazpacho al que había añadido un buen chorreón de aceite. Una vez que el pan se había esponjado bien, dedicaba un buen rato a saborear lo que llamábamos bolo, con la mirada perdida y unos prominentes cachetes sonrosados que iban subiendo y bajando al ritmo de las mandíbulas.

La otra afición de mi abuelo, también heredada por mi madre, era el cante flamenco y concretamente los fandangos de Huelva. Mi abuelo elogiaba la amabilidad de su hermano que le «ponía» fandangos en el aparato de radio cada vez que iba a visitarlo. Me imagino que iría más o menos a la misma hora en la que emitían algún programa de flamenco que el hermano ponía cuando llegaba mi abuelo. En radio Huelva, emisora que mi madre tenía sintonizada constantemente, acostumbraban a emitir fandangos casi ininterrumpidamente.

Una perra ratonera negra y blanca, que se llamaba Pirula, lo seguía como una sombra a todas partes o permanecía tumbada a sus pies.

Siempre me causó una gran admiración el sombrajo que construía en lo alto de un cerro para vigilar la viña que tenía cerca del pueblo. Cuando la uva estaba para madurar, los dueños de las viñas erigían estas especies de torres de vigilancia que consistían en cuatro largos palos, bien clavados al suelo, sobre los que fabricaba una tarima con palos cruzados que se cubrían de ramas y paja para tumbarse sobre ella. También fabricaban con ramas de álamos o eucaliptos los toldos para dar sombra y una pared o dos para resguardarse del viento. La solidez y esmero de la construcción dependían del arte del constructor y mi abuelo no tenía mucho arte con lo que la estructura no quedaba demasiado «fiable», aunque no recuerdo haber oído contar que se hubiera caído nunca. Se subía por una escalera y por la tarde, cuando comenzaba a subir la marea, era placentero estar allí arriba viendo el paisaje y tomando el fresco. Mi abuelo se echaba allí —o en el sobrado de la casa—, unas largas siestas.

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