Pero esta fijación me lleva hasta recuerdos muy lejanos, cuando en verano, a la hora de la comida, oía que llamaban a la puerta de un primo de mi padre que vivía en frente de nuestra casa y al que había sorprendido un día asomándose a la puerta en calzoncillos para darle a alguien unas llaves. Los golpes en la puerta de la casa de mi primo eran unos aldabonazos en mis fantasías de aprendiz de voyeur que me empujaban irresistiblemente a levantarme de la mesa en donde estábamos comiendo y, cada vez con una excusa diferente, corría hacia la pequeña ventana del sobrado con el tiempo justo de sorprender el momento en que, aquel pecho desnudo con un espeso vello, entreabría la puerta unos instantes para entregar una llave y volvía a cerrarla inmediatamente. Muchos años pasarán para gozar hasta la saciedad de los magníficos pechos peludos de mis novios pakistaníes.
Echaba de menos que los hombres que aparecían en los tebeos de El Guerrero del Antifaz, aquellos musculosos moros semidesnudos, no tuvieran pelo en el pecho. Pensaba que a algunos —los más lúbricos y los más musculosos, como Olián, Alikan, Kaher Raik, el hermano mayor de los hermanos Kir o los cuerpos impresionantes de los verdugos—, el pecho peludo les hubiera dado mayor potencia y ferocidad. Quizás al dibujante Gago le resultara demasiado entretenido pintar vellos en los pechos o lo considerara, tal vez, impúdico. En cambio, yo disfrutaría dibujando, uno a uno, como si los implantara, cada vello en el sitio correspondiente de los hombres, ya fueran en pechos, pubis, piernas o brazos.
Mi devoción por las aventuras y personajes de El Guerrero del Antifaz era tal, que llegué a tener casi la colección completa, pero siempre me faltaban algunos. Mi amigo Francisco el Pailla fue el único del pueblo que consiguió tenerla completa y no paraba de alardear de ello. Hacía falta disponer de mucho dinero para ir acumulando números y reunir la colección sin vender o intercambiar ejemplares. Los tebeos los vendía o los cambiaba un buhonero de Carrión al que llamaban Riquitrunes que vivía en un cuchitril al fondo de un enorme corral, junto al pozo del Pilar, muy cerca de la casa de mi abuela. Iba por los pueblos con una canastilla colgada de un brazo y un canasto en el otro pregonando «Muñequitos y que bonitooos». En la canastilla llevaba un revoltijo de chucherías variadas, muñecos, cristobitas, silbatos, regaliz, orozuz, figuritas de belén de barro y alambre que él fabricaba toscamente y luego pintaba, y sobre todo, tebeos. Tebeos usados y todas las novedades, los últimos capítulos publicados, los últimos héroes que habían aparecido, las nuevas aventuras. Su pregón era esperado con impaciencia por todos los chiquillos del pueblo que corríamos hacia él, muertos de curiosidad, para ver qué novedades traía ¡Era una pena no tener dinero suficiente para poder comprarlos todos! Y era inútil intentar convencer a mi madre para que me diera dinero porque era enemiga acérrima de este tipo de literatura con cuya lectura consideraba que perdíamos un tiempo que robábamos a los estudios. Tenía que recurrir a los ahorros o al intercambio de tebeos nuevos por otros ya leídos, añadiendo algunas monedas o algunas piezas de hierro, herraduras o tubos de plomo encontrados en el campo. Yo era un devorador de tebeos y seguía con entusiasmo las historias de Las Aventuras del FBI, Toni y Anita o El Cachorro, pero eran Las aventuras del Guerrero del Antifaz las que desbordaban mi imaginación, siendo siempre mis favoritas. También me emocionaba la lectura de los tebeos de princesas y hadas, de príncipes y encantamientos, de palacios, de tocados, vestidos y perifollos rimbombantes, de orlas, cenefas y recortables de la colección Azucena, pero estos, como los de la colección Florita, eran tebeos de niñas y por lo tanto vetados para mí. Amparo era hermana de mi amigo Curro y yo sabía que tenía una gran colección de tebeos. Tanto llegué a insistirle a Curro para que me trajera algunos tebeos de su hermana para leerlos, que un día apareció con un montón ocultos en una bolsa para que ni su hermana ni mi madre los viera. Me relamí de placer al verlos, pero, antes de haberme dado tiempo de leerlos todos, los descubrió mi madre y montó un Fahrenheit 451 con ellos, con el consiguiente drama en cadena: mío, de Curro y de la hermana que lloró desesperada acusando a Curro de habérselos robado. Sin embargo, siempre menosprecié las historias de humor del TBO, de Jaimito o Pulgarcito. No obstante recuerdo haberme reído con las aventuras de Zipi y Zape, de Carpanta, de las Hermanas Gilda, de la Familia Ulises o de Coll y alucinar con los Inventos del doctor Frank de Copenhague y rastrear por los dibujos de Urda en busca de las imágenes ocultas y camufladas en el paisaje.
Pero era el morbo que destilaban las páginas creadas por Gago lo que hacía que me recreara con sus aventuras y sus personajes. Los hombres eran fuertes, musculosos, con fantásticos muslos y pectorales, sólidos y perversos y las mujeres moras eran excitantes, cubiertas de velos transparentes, todas de una belleza arrebatadora que hacía que los hombres lucharan encarnizadamente por conseguirlas o defenderlas. Y, sobre todo, era la recreación del sádico dibujante en la descripción de refinadas y sofisticadas torturas a las que eran sometidos los hombres y, sobre todo, las mujeres. La maldad y el ensañamiento de las mujeres para deshacerse de sus rivales no tenían límites. Ordenaban a sus esclavas que destrozaran la cara y los pechos de sus enemigas con hierros candentes o las hacían bailar sobre balancines erizados de dagas envenenadas en una mezcla de literatura de Sade y martirologio cristiano.
A mi hermano, ocupado en su vida deportiva y en sus travesuras, no le interesaron tanto los tebeos como a mí y, cuando mi fiebre por ellos desapareció, desaparecieron con ella los tebeos de la casa siendo reemplazados, poco a poco, por novelas de colecciones económicas que editaban obras de Pereda, Palacio Valdés o Pérez Galdós.
Los árboles genealógicos
Un padre sin familia
Hasta que me enviaron al colegio de curas yo había vivido una infancia pegada a la tierra entre Castilleja del Campo, el pueblo de mi padre en donde había nacido, y Carrión de los Céspedes, el pueblo de mi madre en donde vivían mis abuelos. Ambos pueblos estaban a dos kilómetros de distancia por carretera y casi a uno por el atajo al que llamaban la Senda de los Mármoles, entre olivos y viñas.
Cuando murió mi abuela de tuberculosis, a los 43 años, mi padre perdió al único miembro de la familia que le quedaba. Se aferró a mi madre, de la que era novio desde hacía un par de años, como su única familia. Pasó casi toda la guerra en el frente de Córdoba, en Intendencia y, cuando volvió, se encontró con un pueblo semienlutado, hecho jirones, con una casa abandonada y unos campos que habían sido cultivados durante esos tres años, pero de cuya producción ningún familiar quiso responsabilizarse.
Hubo de comenzar solo, desde cero, en el año conocido como «año de la jambre». Volvió a trabajar las tierras con ahínco; ahorró algún dinero; arregló la casa y decidió casarse en marzo de 1943, cuando tenía veintiséis años y mi madre veintitrés. Justo a los nueve meses, a principios de enero, nacía yo.
Durante cuatro años, hasta tener edad para ir al colegio, fui hijo único y hacía las delicias de mis jóvenes tías que se disputaban por pasearme y mostrarme a las amigas. Me mimaban, me festejaban, me cantaban y me hacían bailar con ellas, a lo que yo me prestaba feliz. Luego, un día me cogían de la mano o me llevaban a hombros y, por la Senda de los Mármoles, me devolvían a mi casa en donde era mimado, festejado y paseado por mi madre y sus jóvenes amigas, vecinas y familiares.
En Castilleja no tenía tíos, ni abuelos. El único hermano de mi padre había muerto con catorce o quince años de una grave enfermedad. Los tíos de mi padre me eran bastante ajenos y a sus hijos siempre los consideré algo lejanos y distantes. Evidentemente mi familia era la familia de mi madre y, dentro de la familia de mi madre, la familia de mi abuela.
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