A veces jugaba con un amigo en la tienda que tenían sus padres. Mi amigo era más pequeño que yo y no formaba parte del grupo de los más asiduos de mi misma edad. Su madre era una señora de una gran presencia, con pelo negrísimo, peinado tirante, recogido en un grueso moño, con la que su padre, viudo, se había vuelto a casar. Fernando era el hijo mayor de los tres que había tenido con la primera mujer y estaba casado con María, una mujer pequeñita de la que todo el pueblo murmuraba que mantenía relaciones con Eugenio Pozo, el taxista.
Cierto día sentí claramente por qué vericuetos deambulaba la sexualidad de Fernando, un hombre de cuyo aspecto conservo la imagen difusa de un tipo algo encorvado, de piel cetrina, mirada torva, fino bigotito y voz apagada y grave. Los recuerdos que conservo de aquel hombre, al que jamás volvería a saludar ni a mirar a la cara, son profundos y sórdidos.
Un día en que jugaba en la tienda con mi amigo y otros chicos —yo debía tener diez o doce años—, estaba Fernando por allí en medio, supuestamente aburrido y curioseando. Yo estaba apoyado sobre el mostrador y aquel hombre, que entonces rondaría los treinta años, debió hacer algún comentario, señalar algo o buscar cualquier excusa de forma que se aproximó a mí por detrás y su cuerpo se pegó solapadamente al mío mientras yo sentía cómo algo duro se aplastaba contra mis riñones. Inmediatamente adiviné de qué se trataba y me aparté rápidamente como si algo me hubiera picado. Intranquilo y nervioso continué jugando, pero sintiendo su mirada clavada sobre mí, fija, intensamente, como esperando una respuesta a aquella insinuación. Al cabo del rato —yo seguía inquieto porque aquel hombre, ni se iba, ni dejaba de mirarme— decidí irme a mi casa. No me hacía falta mirar para atrás para saber que Fernando me seguía. Los hechos que fueron sucediendo a continuación me hacen pensar que mi papel en aquella aventura no debió ser el de una víctima totalmente inocente, aunque yo no los hubiera provocado. Posiblemente, en un combate entre el miedo y la curiosidad, hubiera terminado venciendo esta última. Entré en mi casa y él se quedó en la puerta. Llamé varias veces para comprobar si había alguien y al no obtener respuesta (¿lo miré dándole pie para que entrara?), me fui para el patio y él entró detrás de mí. Me detuve cuando llegué al otro extremo de la casa, la accesoria, en donde estaba la pajareta y un postigo que daba a la plaza de la iglesia. Me paré allí, seguramente temblando aterrado, como el pajarillo hipnotizado por la serpiente, muerto de curiosidad por ver, por saber, deseando y temiendo todo lo que sospechaba que estaba a punto de ocurrir. Posiblemente aquel hombre, igualmente hipnotizado por el deseo, se debió abrir la bragueta sacándose la polla que posiblemente me invitaría a coger. Yo intentaría resistirme diciéndole que no quería otra polla, que yo también tenía una, sintiendo mi pequeña polla, dura, mientras miraba la suya encandilado. Era la segunda polla, de alguien mayor que yo, que veía en mi vida. Desde el momento en que escuché los pasos y la voz de mi padre llamando desde la entrada de casa, comenzaron a desarrollarse una serie de acontecimientos de los que guardo un confuso pero pavoroso recuerdo. Fernando se había guardado rápidamente la polla, pero nuestra insólita presencia, semiocultos, evidenciaba los hechos. Se dirigió apresuradamente, cabizbajo, hacia la calle sin esgrimir ningún argumento que justificara su presencia. Quedé aterrado, paralizado ante aquella situación, mientras mi padre, que le hablaba y lo amenazaba con una voz y un tono que me resultaban totalmente desconocidos, como si hubieran sido dichos por otra persona, le seguía los talones empujándolo para que saliera rápidamente. Luego mi padre, en mi habitación, en silencio ambos, me dio una serie de fuertes guantazos en el culo mientras me zamarreaba, agarrándome el brazo con la otra mano. Yo lloraba en silencio lleno de miedo y confusión al ver a mi padre en un estado que nunca le había visto ni le volvería a ver en mi vida. Mi padre le contaría los hechos a mi madre y ella más tarde, a solas conmigo, me recriminó por dejarme engañar por aquel hombre del que decían que era sucio, degenerado y con mala fama, que se había atrevido a entrar en casa, añadiendo por último que podía haber sido causa de la ruina de la familia porque mi padre, cuando se marchaba, había volcado una silla cayendo al suelo las tijeras de la costura que, por unos instantes, había estado a punto de clavárselas. Sus palabras arrancaban de mis ojos lágrimas aún más desgarradoras que las provocadas por los guantazos de mi padre.
Imposible poner en pie la edad que yo podría tener cuando fui víctima consentida de aquella desafortunada aventura. Me imagino con unos pantaloncitos cortos, culo redondo y movimientos un poco blandos, rozando casi el afeminamiento, con lo que supondría una presa fácil y deseada para cualquier pederasta.
Los hombres peludos y los tebeos
Desde siempre tuve claro que me atraían los hombres, sin que por ello me sintiera maricón, porque en absoluto pasaba por mi imaginación que las relaciones sexuales que mantenía con los amigos de mi edad podía tenerlas con cualquier adulto. Masturbarme sin parar, hacernos pajas en grupo y que alguno nos la chupara a los demás, constituía todo el abanico de posibilidades en las relaciones eróticas que conocí durante muchos años. La penetración entre hombres (las aventuras con la cabra no entraban dentro de los mismos parámetros con los que se medían las relaciones entre humanos), era algo tan tabú que ni siquiera llegaba a imaginarla. Así como para muchos homosexuales de cualquier edad, unas relaciones sexuales en las que no exista la penetración, son totalmente impensables, y en absoluto gratificantes, para mí, el uso de mi culo y el culo de los demás, fue algo que iría descubriendo y practicando ya cumplidos los treinta años. Esta posible candidez quedaría probada tras haber vivido dos años en un colegio de curas y, no solo no haber mantenido relaciones con ningún adulto —a pesar de sentirme atraído por el aspecto físico de alguno—, sino por no haberme dado cuenta de que otros chicos mantenían relaciones entre sí y con algunos curas. Yo sabía que había otros grupos de niños en el pueblo, de diferentes edades, que realizaban los mismos juegos sexuales sin que ello tuviera nada que ver con el hecho de ser homosexuales.
Durante cierto tiempo estuve acudiendo asiduamente al Ayuntamiento para intentar aprender a escribir a máquina en una anticuada y preciosa Remington. Inmediatamente me sentí atraído por aquella inmensidad de páginas que atesoraban todos aquellos volúmenes de la Enciclopedia Espasa que estaban guardados ordenadamente en unas vitrinas. Sus páginas me mostraron un amplio mundo desconocido, solo equiparable al que en la actualidad podría suponer adentrarme en las páginas de internet. Allí estaban las biografías de los grandes escritores, los músicos con los guiones de las óperas y, sobre todo, los pintores con las reproducciones de las principales obras en láminas de colores con aquellos antiguos tonos azafranados. Me extasiaba mirando los cuerpos de los hombres en las esculturas griegas y romanas o los musculosos dioses y héroes desnudos o con pequeños taparrabos de los pintores barrocos. A todos ellos les faltaba, no obstante, el vello, casi el elemento masculino que siempre ejerció sobre mí un mayor poder erótico. Para masturbarme no dibujaba enormes pollas, sino que acostumbraba a bocetar un torso cubierto de espeso vello que luego borraba una vez me había corrido. Podría ser que asociara, inconscientemente, el vello con la virilidad y el vigor sexual, pero ¿qué podía saber yo, con aquella edad, qué era la virilidad y el vigor sexual y para qué servían?
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