El campo ofrecía un curioso aspecto salpicado por aquellas extrañas atalayas. Constituían un leve freno para los ladrones de uva, de melones o de sandías. Contaban que uno de los guardas más celosos y agresivos era Pichín, nuestro vecino de Castilleja, que era capaz de perseguir, calabozo en mano, hasta extenuarlo, al incauto ladrón que sorprendía con uno de sus racimos de uva en la mano.
No recuerdo haber subido muchas veces al sombrajo con mi abuelo como tampoco acostumbraba a molestar subiendo al carro cuando él y mi tío hacían viajes transportando ladrillos. Mi hermano, en cambio, siempre estaba pidiendo que lo subieran al carro o lo llevaran al sombrajo. Yo prefería permanecer al lado de mis tías y sus amigas viendo cómo bordaban.
Mi madre hablaba de los cuarenta como de unos años casi más terribles que los de la guerra porque la guerra era algo lejano que conocían por referencia, pero el hambre de aquellos años era algo cotidiano. La gente no tenía nada para comer y había amigas del barrio que iban a casa de mi abuela a pedir pan o patatas para darles algo a los niños hambrientos.
Una noche desaparecieron dos cabras que tenía mi abuelo atadas a un peral en el corral y, aunque sospecharon y casi tuvieron completa seguridad de quién podía haberlas robado y comido, no se atrevieron a denunciarlos por ser gente muy pobre, por la imposibilidad de recuperarlas y quizás por miedo a las represalias.
Mi tío trabajaba con mi abuelo, desde pequeño, llevando y trayendo el carro y faenando en las pequeñas parcelas de tierra que tenían esparcidas lejos del pueblo. Cuando el trabajo en el campo escaseaba, mi abuelo y mi tío se dedicaban, casi exclusivamente, a acarrear barro y ladrillos para el tejar de Carrión.
Por las tardes, mi tío estudiaba con la trompeta en su habitación, frente a una partitura, las piezas (en su mayoría pasacalles y marchas) que luego ensayaba los fines de semana con la banda de música del pueblo. Esta banda actuaba en los desfiles procesionales locales, en los pueblos de los alrededores y, algunas veces, eran contratados para tocar en las procesiones de Semana Santa de Sevilla. Todos los años, para las fiestas de las Cruces, iban en un camión a tocar en un pueblecito de la sierra de Huelva que se llamaba El Berrocal, de donde volvía cargado de piñonates y alfajores.
Nunca sentí curiosidad por tocar aquel instrumento aunque, en alguna ocasión, había intentado soplar para sacarle algún sonido con pobres resultados. Hubiera preferido que mi tío tocase el saxofón, como su amigo Danilo o el clarinete como Bernabé, porque el sonido de la trompeta siempre me resultó pobre y estridente.
Mi tío y mi tata formaban parte de esa amplia y extraña hermandad de hombres y mujeres solteros que suelen salpicar las familias.
Supuestamente, la causa de que algunas mujeres permanecieran solteras en un pueblo podía deberse a que ningún hombre las hubiera «pretendido» jamás, pero había muchos casos en los que las mujeres habían tenido pretendientes y los habían rechazado. Resultaban mucho más extraños los casos de hombres que permanecían, incomprensiblemente, solteros. ¿Qué razones insondables podían ocultarse en cada caso de soltería? ¡No todos tendrían que ser casos encubiertos de lesbianismo y homosexualidad reprimidos porque, precisamente en esos casos, el matrimonio podría servir de enmascaramiento, tanto para la sociedad como para ellos mismos! Enfermedades secretas, timidez, indecisión, rechazos, manías y ocultas perversiones serían algunas de las posibles miles de causas que harían que hombres y mujeres, de excelente aspecto físico y desahogadas posiciones económicas, decidieran escoger ese camino de hibridez y soledad.
Castilleja del Campo
El pueblo
La carretera general de Sevilla a Huelva, tras cruzar el pueblo de Sanlúcar la Mayor, se enfrenta a un pronunciado desnivel de más de 100 metros que nos va dejando ver, poco a poco, un vasto espacio abierto al que llaman la campiña de Tejada que comenzará con las riberas del Guadiamar y continuará, ya en la provincia de Huelva, con las tierras del condado de Niebla. Una terrible curva cerrada interrumpe la vertiginosa bajada bordeando las altas tierras del Aljarafe que acabamos de abandonar para acercarnos a la orilla del pequeño riachuelo. Unos ocho kilómetros más adelante nos encontramos, casi de sopetón, con una pequeña hilera de casas a ambos lados de la carretera y una señalización con el nombre del pueblo: Castilleja del Campo. A la derecha se extiende una interminable y suave campiña que se recorta en el horizonte por una azulada línea de montes que forman la sierra de Aznalcóllar y a la derecha, en la falda de un cerro casi coronado por la torre de la iglesia, se desparrama el pequeño pueblo.
A lo largo de esta hilera de casas, bordeadas por viejas moreras, destacan la casa moderna del médico, como un chalet, en donde tiene su consulta; un edificio sólido y algo pretencioso con un espacio inmenso llamado bar La Granja; una carretera empinada, frente al bar, que sube al pueblo, con una señalización que indica que en aquella dirección, a 2 km, se encuentra Carrión de los Céspedes y, frente a esta señalización, en la misma esquina, el bar llamado La Gasolinera por tener un surtidor de gasolina en su puerta. A este trozo de carretera y casas lo llaman El Prado.
La Gasolinera era un bar de aspecto algo sórdido frecuentado por un público variopinto formado por camioneros; gente que paraba a echar gasolina y aprovechaba para tomar algo o usar los servicios; clientes asiduos del pueblo que acudían a tomar un café y jugar al dominó o a las cartas; borrachos de últimas o primeras horas del día; parejas de la Guardia Civil; alguna puta perdida o algún maricón que probaban suerte de madrugada entre los clientes borrachos o viajeros que esperaban, de buena mañana, el paso de los autobuses de la empresa Damas para ir a Sevilla.
La gasolinera y el bar eran regentados por Pepe Calero, lustroso y grueso personaje con aspecto de vividor, un poco entre traficante de cualquier cosa y capo de cualquier otra. Era del pueblo y se había casado con una joven de Carrión de la que había enviudado dejándole una hija y un hijo con los que vivía.
Pepito Calero, el hijo, primo de mi amigo Curro y siempre lo miré, por su reconocida homosexualidad, con una mezcla de miedo y admiración.
En Carrión había una estación de tren pero, aquí en el pueblo, el único medio de transporte para desplazarse a Sevilla eran los autobuses Damas que comunicaban Hueva y Sevilla. El problema era que, a veces, no llevaban plazas libres. Entonces había que recurrir a la benevolencia de algún conductor que parara a echar gasolina y quisiera llevar al viajero aunque fuese hasta Sanlúcar en donde había autobuses. El medio más cómodo y seguro para ir a Sevilla era el taxi de Eugenio Pozo, pero como disponía de plazas limitadas, había que ir a casa de la hermana y reservar el asiento con un día o dos de antelación.
El bar La Granja era el lugar en donde nos reuníamos los jóvenes los domingos alrededor de una enorme mesa de camilla. Tras largos paseos por la carretera, nos entreteníamos charlando, cantando, viendo la televisión o jugando a las prendas. El salón de este bar se disputaba, con el enorme patio del Palacio, las celebraciones de los banquetes de boda. El viejo dueño tenía un camión con el que hacía transportes y en él iba la banda de música de Carrión a los diversos pueblos en donde los contrataban.
La casa del médico tenía la consulta en una pequeña habitación con muebles sobrios de estilo remordimiento —típico mobiliario de todos los despachos de médicos—, y una salita, más íntima, para auscultaciones con una camilla. Don Juan era el médico del pueblo de toda la vida como también, de toda la vida, era cura del pueblo don Felipe. En algunas viejas y amarillas fotos aparecen ambos, junto a mi abuelo Nazario, en la puerta del casino. La mujer de don Juan era una señora delicada que solo se dejaba ver en la iglesia, junto a sus dos hijas, como personajes postizos que no hicieran juego con nada ni nadie del resto del pueblo.
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