Julián García - El Afilador Vol. 5

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El Afilador Vol. 5: краткое содержание, описание и аннотация

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El quinto y último número de esta colección arranca con Jesús Gómez Peña reflexionando sobre las dos décadas en las que ha cubierto el Tour de Francia como periodista. Jorge Quintana rescata la memoria de Tarik Chaoufi, el ciclista marroquí que fichó el Euskaltel-Euskadi para el Pro Tour. Julián García nos lleva al Giro de Italia, al de 1991 en el que Marino Lejarreta a punto estuvo de hacer historia. La estrafalaria historia del primer equipo comercial británico en participar en el Tour es la aportación de Raúl Ansó. Aida Nuño hizo historia para el ciclocrós español en Tábor, y Víctor Martín Molina nos trae la crónica de aquella carrera. Los años en blanco de las grandes vueltas por la II Guerra Mundial es el tema que Marcos Pereda ha escogido para este número. Y por último, Juanfran de la Cruz cierra esta colección con una hermosa y personal invitación a pedalear por tierras de Extremadura.

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No dejas de sudar. Conduces desde el punto de salida hasta la meta. Dos, tres, cuatro y hasta cinco horas. Y si pillas un atasco en la autopista como el que nos paró a nosotros cerca de Beziers, te desesperas. Por la radio, France Info, escuchaba que David Etxebarria iba en fuga. Y yo allí, en la nada, rodeado de coches de turistas. Llegamos a la sala de prensa al mismo tiempo que los ciclistas a la meta. Afortunadamente ganó David… Millar. Menos mal. No sé cómo hubiera contado el triunfo de Etxebarria sin siquiera verlo. Con lo de Millar ya me apañé. Menuda sudada. Esa noche tuve que lavar toda la ropa. Para secarla usaba el truco de los viejos ciclistas. La envolvía en una toalla y la estrujaba. Funciona.

También hace frío en el Tour. Incluso cuando en Briançon, punto clave de las etapas alpinas, no hay quien pare al sol. Al llegar a la sala de prensa tras adelantar a los autobuses de los equipos en el vertiginoso descenso del col de Allos, vimos que nuestros colegas de gremio llevaban chamarra, botas y hasta gorro. ¿A 35 grados? Tenía explicación. La sala estaba en una pista de patinaje. No se notaba al principio. El hielo estaba tapado. Pero enseguida empezó a subir el frío por los pies. Imparable. Primero te pones un pantalón largo y calcetines. Luego, el forro polar. Y, efectivamente, acabas con todo lo que tienes en la maleta. Cuando llegaron los corredores —creo que ganó el colombiano Boterosorprendió ver a algunos periodistas vestidos de invierno en plena canícula. Están locos estos plumillas, que no dejaban de estornudar.

No hay día sencillo en el Tour. En 2007, cuando ya parecía que Rasmussen tenía amarrada la victoria tras una etapa en los Pirineos, llegamos a Pau a tiempo para cenar como dios manda. En el restaurante El Frontón. Primer plato, segundo y postres. Como personas normales. Sonó un móvil. Malo. Un cuchicheo. Peor. Saltó la bomba: Rasmussen había sido expulsado de la carrera por su propio equipo. Su hotel, el Novotel, estaba en las afueras de Pau. A correr. No habíamos probado ni bocado. Tuvimos que pagar el primer plato y, en ayunas, al Novotel.

Los periodistas abarrotábamos el hall del establecimiento. Había otros equipos alojados además del Rabobank. Parecía una discoteca y alguien se hartó. Llamó a la policía, que desalojó la estancia. A la calle. Los redactores, con la pantalla del ordenador portátil alumbrando la noche, se acomodaron en bordillos y parterres rezando para que no se les agotara la batería. Las noticias llegaban entrecortadas, incluso contradictorias. Yo seguía dentro. El oficial que había dado la orden de salir me daba la espalda. No me vio. Así que me hice el desentendido. Duró un rato. El agente acabó por percatarse de mi presencia y me pidió explicaciones con las manos abiertas. Antes de que las cerrara le dije que por un periodista en el hall tampoco pasaba nada. Puse cara de bueno y resultó. De pie, en una esquina, escribí la crónica, la esquela deportiva de Rasmussen y, al mismo tiempo, la llegada al liderato de Contador. Acabamos de madrugada. Sin cenar y satisfechos con el trabajo.

Los obstáculos te hacen querer más al Tour. Si no es difícil, no es el Tour. Hasta el viaje de vuelta a casa tenía lo suyo. Siempre me ha gustado pasear por París la mañana del lunes posterior al final en los Campos Elíseos. Es un rato de paz. Sin ruido. Sin prisa. Por eso prefería volver a Bilbao en coche. Así salía cuando quería, sin las apreturas de un horario de avión. Qué son nueve horas al volante tras 25 días en los que, fácil, había sumado más de ocho mil kilómetros.

Y eso hice. Paseo. Unos regalos para las niñas y al coche. Tranquilo. Lo que pasa es que llevas el nervio del Tour. Sigues pisando el acelerador por inercia. De París a Bilbao, la autopista es una recta. Se podría hacer con piloto automático. A la altura de Tours se puso a mi lado un gendarme en moto. «¡Qué coño quiere este!», pensé. Lo supe pronto. Me hizo una indicación para que le siguiera. Hasta la comisaría. La explicación fue rápida. Había pasado a más de 100 kilómetros por hora en un tramo de 70. Es lo que tienen las autopistas cuando cruzan por las ciudades. No había visto el cartel.

Bueno, a pagar. Eran 150 euros. Vaya. Pero, ¿por qué sonreía el agente? Fue entonces cuando me dijo que, además de la multa, me retiraba un mes el carnet de conducir. Ahí me di cuenta del desastre. Tenía que devolver en Bilbao el coche, que era de alquiler, y no podía sacarlo sin permiso de conducción del hangar policial. «¿Cómo vuelvo a casa?», le pregunté, con tono de ruego. Se encogió de hombros.

Pedí un taxi y, desnortado, fui a Tours. Me daba vergüenza llamar a casa y contarlo. Pedir sopitas. Una aventura como el Tour, mi aventura, no podía terminar así. Entré en un bar. Un café. Una tortilla y un refresco. Qué hacer. Llevaba una camiseta con publicidad del Tour. Eso me salvó. Por el Tour me preguntó uno de los parroquianos. Era aficionado. Muy fan de Virenque. Charlamos. Y le conté mi desventura. No lo dudó. Se ofreció para sacarme él el coche. Tragué saliva y fuimos a la comisaría. Puso su carnet sobre la mesa y prometió, prometimos, que yo no iba a tocar el volante. Condujo hasta Tours. Le pagué la comida. Terminamos la conversación sobre Virenque y sus cabalgadas, y a media tarde cogí el coche por carreteras secundarias durante un par de horas. Me reintegré a la autopista y, bien ceñido a los límites de velocidad, llegué hasta casa sin carnet. Me llegó por correo un mes después, a tiempo para ir a la Vuelta.

Con la policía es fácil tener choques durante una carrera de tres semanas. El más extraño lo viví en un Giro de Italia, cerca de Nápoles. Un grupo de periodistas habíamos aparcado en una zona semiabandonada junto a nuestro hotel. No había ninguna señal de prohibido. Por la mañana, solo un automóvil había sido multado, el de la Cadena Ser, conducido por Anselmo Fuerte. El exciclista, extrañado, se apresuró a buscar al agente, que andaba por allí. Tieso como un palo. Le pidió explicaciones. «¿Por que me multa en este sitio y a los demás no?». El policía le indicó un cartel. Era zona ferroviaria. Si te fijabas, bajo las matas había unos raíles roñosos. Hacía mucho que por allí no circulaba ningún vagón, pero… «Ya, vale —replicó Anselmo—. Pero, ¿por qué a mí sí y a los otros no?». El agente sonrió, no respondió y le dio la espalda. Estaba claro: el resto de los periodistas habían alquilado su vehículo en Italia. El de la Cadena Ser tenía matrícula española. A tragar. De todos los viajes del vuelta del Tour, me quedo con el primero. El de la edición de 1999, la que comenzó con aquel desayuno con Bahamontes. Llevaba un Volvo cuatro por cuatro de 210 caballos. Una bomba. Volaba. Y yo con él. Cubrí los mil kilómetros a la carrera, con la adrenalina del Tour. Iba a llegar bien entrada la tarde. Lidia, mi mujer, había entrado ya a trabajar. Y Alba, mi única hija entonces, estaba en Lamiako, con mi madre. Alba, que tenía año y medio, nunca había estado sin mí durante un mes. Parecía enfadada conmigo por esa ausencia. No decía ni mú por teléfono. Quería verla.

Creo que batí el récord París-Bilbao. Aparqué y subí las escaleras de tres en tres. Hasta el quinto piso. Mi madre estaba en el rellano hablando con una vecina. «Hombre, hijo». La saludé. «¿Dónde está Alba?». Mi madre me señaló hacia la cocina. Alba había oído mi voz y allí estaba, al fondo del pasillo. Como paralizada al verme. Sus enormes ojos. Toda la cara se le hizo un puchero. Echó a correr y saltó sobre mí. Ni sé el tiempo que estuvo ahí agarrada con toda su fuerza, sin decir nada. Durante 21 meses de julio, Alba ha tenido a su padre en el Tour. Es el precio que pagamos para que yo pueda seguir siendo adolescente un mes al año.

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