Ahora, dos décadas después, resuena en mi memoria otra charla. Con Javier de Dalmases, redactor del Mundo Deportivo . Durante uno de aquellos desayunos de batalla, me dijo, aunque en realidad se dijo a sí mismo: «Este año me dan la medalla por haber hecho veinte Tours… Veinte meses de julio aquí, madrugando en cualquier hotel, corriendo con el coche a la salida, luego a la meta, a escribir, a buscar un sitio donde cenar, y vuelta a empezar. Veinte meses. Casi dos años de mi vida metido en el Tour». Todos nos quedamos callados. Dos años. Pues bien, yo ya he cruzado esa barrera. Llega la hora de empezar a echar de menos. Pero más que al Tour o a los mil lugares por los que pasé o las gestas deportivas que presencié, añoro el otro Tour , el de los colegas, los viajes en el coche con Rubio, Ezquerro, Quique, Dani, Guti, Carabias… Los agobios y las risas. Mi Tour privado.
Mi primer hotel estaba como a media hora de Puy du Fou. En pleno campo de la Vendée. Los conejos se metían en las habitaciones. El dueño me recibió con una pregunta que él mismo respondió: «¿Sabes quién duerme aquí? Don Federico». Federico Martín Bahamontes, invitado por el Tour. Era cierto. Me encontré con el Águila de Toledo en el desayuno del día siguiente. Allí estaba. Cabello ondulado. Seco. Trajeado. Y venga a comer. «Buenos días», dije. «¿Español?», me miró. «Siéntate aquí, conmigo». Obedecí, claro. No calló. En cuanto supo que yo era periodista de El Correo , de Bilbao, sacó toda una colección de anécdotas sobre carreras en el norte. «Allí la prensa me daba duro. Eran de Loroño», me atizó. Cordialmente.
Era mi segundo día en la Grande Boucle y estaba de cháchara con un mito. «Mi padre me hablaba mucho de usted. Le vio subir Sollube», le comenté. Al oír eso sacó del bolsillo de la chaqueta un taco de fotografías en las que aparecía en carrera. «¿Cómo se llama tu padre?», me preguntó. «Emilio». Y le escribió una dedicatoria. Tras dar cuenta del desayuno, Bahamontes notó que no había servilleta. Se limpió con el mantel. Un niño del hambre que tuvo que comer gatos en la posguerra no se detiene en esas minucias. La verdad es que no era un gran hotel. Eso pensé. Pobre inocente. No sabía lo que me esperaba. Francia es un país que roza la perfección. Lo tiene todo. Y casi todo en su sitio. Por algo es el más visitado del mundo. «La mejor postal de Europa», como dice Eusebio Unzué, mánager del equipo Movistar. Pero los hoteles del Tour… Eran como la lotería. Un día tenías premio y otro… te tocaba el hotel La Basilique. Llegamos tarde, como siempre. Se nos echaba la noche encima tras acabar la crónica y el reportaje de cada día, conducir un buen rato hasta donde estaba el hotel y, por el camino, cenar donde podíamos. Y en Francia, la noche cae cuando aún luce el sol. A las nueve, en pleno julio, ya está casi todo cerrado. También el hotel La Basilique.
Tocamos la puerta. Nada. Llamamos por teléfono. Tampoco. Ya estábamos pensando en cómo ajustarnos para dormir en el coche cuando apareció una joven con dos perritos. Con gesto pícaro. Nos abrió. Casi fue peor. Nunca había visto un pasillo con moqueta en el suelo… y en las paredes. Era entre gris y parda. Un color no definido, barnizado por el paso del tiempo y tantas manos. Y, claro, olía. Bueno, había que dormir. Apagas la luz y te olvidas. Ya. A la mañana siguiente, frente a mi puerta, como un pequeño monolito, emergía de la moqueta la cagada vertical de un perro. Fresca. Qué asco. La esquivé y a desayunar. Zumo de bote, café malo y un cacho de pan. Como para reventar. En el Tour siempre hay prisa. Salimos pitando hacia la salida de la etapa de ese día con un peso en el ánimo. Por la noche nos tocaba otra noche allí, en La Basilique.
Y, efectivamente, al volver seguía la deposición en su sitio. Eso sí, ya había comenzado a camuflarse con la moqueta. Entendí el color y el aroma de aquella alfombra que, en el fondo, era la piel interior del hotel. Allí continuaba por la mañana. Casi mimetizada ya. Otra vez el desayuno de supervivencia. Éramos los únicos clientes. La joven salió a despedirnos. Con su mirada pícara. Los dos perros ladraban.
Sobre moquetas, descubrí poco después la cumbre del diseño de interiores. No recuerdo el nombre del hostal. Pero sí que tenía moqueta hasta en el techo. La sensación de calor en julio, de calor sucio, era insoportable. Quedaba la guinda. El baño. También con moqueta. Era pequeño. La alfombra alrededor del urinario tenía la coloración de una diana. Con ronchones que cambiaban de tono a medida que se alejaban del váter. Enseguida entendí la razón. El cliente que estrenó aquel agujero se arrimó. Dejaría escapar un par de gotas. A las que se sumaron las del siguiente usuario. Con el tiempo, la zona más próxima al urinario cogió ya otro color. Y los siguiente turistas optaron por alejarse un paso para mear. A distancia, la puntería no es la misma. Toma chorro sobre la alfombra. También cuentan las dimensiones de la manguera. Y el pulso. En fin, que para cuando yo llegué estaba claro que no convenía pasar de la raya de la puerta. Desde allí, con toda la maña que pude, descargué la ráfaga. Ni tan mal. Ducharse fue otra historia.
El Tour siempre se para en los Pirineos. A menudo, en Lourdes, ciudad milagrosa. La fe ha levantado muchos hoteles. Nunca había estado y, la verdad, me sorprendió. Las colas para ir a la Gruta de la Virgen. Los rezos. La cantidad de personas mayores. Los aparcamientos para sillas de ruedas. Y, de nuevo, los baños de los hoteles. Tenían ganchos para las prótesis. De brazos, de piernas… Vete a saber. El de la habitación de al lado no dejaba de toser. Era una tos con silbido, mala, angustiosa. De alguien que había ido en busca del milagro. Pensé en cuántas personas así habían dormido sobre mi almohada. Por la mañana hubo consenso y decidimos no volver a Lourdes. No lo cumplimos. La aventura es la aventura.
Y te regala horizontes. Como aquella mañana que me llamó Sergi, de El Periódico . Entonces solíamos salir a correr un rato antes de desayunar. «Vamos al Paso de Gois». A esa carretera anfibia que desaparece entre la isla de Noirmoutier y el continente cuando sube la marea. Allí se cayó medio pelotón y perdió sus gafas Alex Zülle en 1999. «A ver si las encontramos», me retó Sergi. Cuatro kilómetros de ida y lo mismo de vuelta. No está mal. Una ducha y al Tour. A veces no era fácil cuadrar las maletas en el coche. Se acumulaban los regalos que nos iban dando en las distintas salas de prensa: recuerdos, productos regionales, botellas de vino… «¿Botellas de vino? ¿Tú las guardas? Ah, pues yo las llevo al día», me soltó un día Felipe Recuero, de la Agencia Efe, un tipo entrañable que forma para siempre parte de ese paisaje sentimental que es para mí el Tour.
Mira que nos maltrata esta carrera. Duermes donde te toca. Te levantas y haces un poco de deporte. Al principio footing , hasta que la espalda te lo impide. Luego, con la edad, te conformas con hacer gimnasia en la habitación. Te duchas, coges el mapa y te haces una idea del itinerario a recorrer. Suele ser una hora de coche hasta la salida. Aparcas en ese laberinto ambulante que es el entramado del Tour. Vas a la salida, al aparcamiento de los equipos, en pleno bullicio. Esperas a que bajen los corredores; si bajan. Hablas con algunos. Tramas algún reportaje. Acudes al Village , el recinto lleno de expositores del Tour, para coger la prensa. Hojeas L’Equipe , sobre todo. Haces algún «recortaje»: te quedas con una página que trae una buena historia. Y sales pitando al coche para huir del pueblo en cuestión antes de que parta la caravana. Si no lo consigues, te quedas allí atrapado y pasas el resto del día arrastrando el retraso.
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