Diana Ma - Heredera por sorpresa

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Detrás de toda gran familia se esconde un gran secreto… Gemma Huang acaba de llegar a Los Ángeles desde Illinois para cumplir su sueño: convertirse en una estrella de cine. Pero, de momento, las cosas no están saliendo como esperaba. Va de casting en casting y vive en un cuchitril. Así que cuando le proponen el papel protagonista de
M. Butterfly, una película que se rodará en Pekín, no se lo piensa dos veces y hace las maletas, a pesar de que eso implica desobedecer la principal regla de la familia Huang: nunca, bajo ningún concepto, pongas un pie en China. Decidida a labrarse una carrera en la industria del espectáculo a toda costa, Gemma vivirá un verano de increíbles revelaciones y aventuras, y descubrirá la verdad de la que su familia ha intentado protegerla durante toda su vida… Para los lectores de
A todos los chicos de los que me enamoré, una comedia romántica fresca que aborda temas como la identidad y los prejuicios culturales

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Ahora llevo unos zapatos alquilados para jugar a los bolos que huelen a ultratumba y estoy estirando el cuello para calentar, porque soy demasiado competitiva. Por algo tengo esas dos reglas sobre las citas y la competitividad.

Ken me dirige una lenta sonrisa que muestra sus relucientes dientes blancos mientras se prepara para lanzar la bola. «Con una sonrisa como esa, seguro que le dan el rol». Ni siquiera me molesta que vayamos a por el mismo papel, eso demuestra cuánto me gusta.

—¡Strike! —grita, triunfante, por encima del choque de la bola contra los bolos—. Ya puedes rendirte, Gemma.

Entrecierro los ojos. Tal vez haya perdido un anuncio de pasta de dientes contra el chico con la dentadura más perfecta del mundo, la clase de sonrisa que hace que me cosquilleen hasta los dedos de los pies, pero no me va a ganar en una partida de bolos. Negativo.

—¿Crees que te dejaría ganar en nuestra primera cita? —Finjo que le doy un puñetazo en el hombro que en verdad es una excusa para tocarlo—. Te estaría malacostumbrando.

Ken me sonríe de nuevo y una oleada de puro placer me recorre el cuerpo. «¿Es posible volverse adicta a una sonrisa?». Las mariposas de mi estómago revolotean como locas mientras me acerco al estante de las bolas para escoger una. No hay mucho donde elegir. Todas las bolas están rayadas, arañadas y sin brillo, y parece que a la mitad de ellas les falta poco para ser reemplazadas.

Es domingo por la noche y solo unas pocas pistas, además de la nuestra, están ocupadas. Sin duda, el Bowled Over Alley ha visto días mejores. La iluminación es tenue y, aunque en Los Ángeles está prohibido fumar en espacios cerrados, las décadas de humo se han filtrado en las paredes y en la moqueta, que ahora están grises y sucias. Me encanta que Ken me haya traído aquí para nuestra primera cita; está siendo él mismo, no trata de impresionarme, y eso me gusta.

Levanto una bola de cinco kilos que quizá fue rosa neón en algún momento, aunque es difícil saberlo. Independientemente del color, el peso de la bola es agradable y se acopla a mi mano.

—¿Seguro que puedes con eso? —Ken señala la bola de cinco kilos.

—Pregúntamelo de nuevo cuando te haya dado una paliza —respondo con dulzura.

«Quizá no debería fanfarronear». Paul, mi exnovio del instituto, se quejaba de lo competitiva que podía llegar a ser a veces.

—Creo que quien te va a dar una paliza soy yo. —Ken arquea las cejas y su gesto se vuelve sugerente y provocador—. Pero no te preocupes, no seré duro contigo.

Me resulta tan sexy que la respuesta que tengo en la punta de la lengua casi se me escapa. Casi…, pero no permito que Ken se mofe así de mí sin contraatacar. No importa lo distraída que esté por el calor que se aviva en mi interior.

—Por mucho que se diga, el tamaño no importa tanto como la gente piensa, así que, cuando pierdas, porque lo harás, no quiero que te excuses en que mis bolas son más grandes que las tuyas. —¿Me he pasado?

Paul no soportaba las bromas subidas de tono. «No es propio de ti», decía, lo que demuestra que no me conocía en absoluto. No fue ninguna sorpresa que solo duráramos tres meses.

—¡Ay! —Ken se lleva una mano al pecho con dramatismo a la vez que sus ojos se iluminan—. Guau, tienes respuestas para todo.

Sonrío sin parar, absorbiendo su admiración. Quizá jugar a los bolos en una primera cita no sea tan mala idea. Y, tal vez, debería dejar de preocuparme por las reglas estúpidas sobre citas y ser yo misma. Lo cierto es que no tengo un gran historial de citas, y no quiero estropearlo con Ken. Los tres meses con Paul fueron mi única relación. Los chicos del instituto al que asistía en las afueras, en su mayoría blancos, tenían una imagen concreta de mí: la de una chica asiática inocente y buena. Y los chicos blancos como Paul, a quienes les gustan ese tipo, siempre se llevaban un chasco conmigo. Pero ahora que he dejado atrás el instituto y el estado de Illinois, espero que las cosas cambien.

—No quiero darte una impresión equivocada. —Coloco la bola en el retornabolas—. Así que deja que te advierta que juego para ganar.

—Sí, se nota. —Ken me da un lento repaso con la mirada, como si le gustara lo que ve.

Un cosquilleo, similar a una descarga eléctrica, me recorre el cuerpo. Tengo la sensación de que las cosas van a ser diferentes. Creo que no me equivoqué al mudarme a Los Ángeles tras graduarme en el instituto hace unas semanas. De hecho, no había nadie a la altura de Ken en Lake Forest, Illinois. De no ser por el constante olor a humo y los zapatos usados por no quiero saber ni cuántos pies antes que los míos, pensaría que estoy en un sueño.

Durante la siguiente media hora, Ken y yo no dejamos de tontear y chocar accidentalmente a propósito el uno con el otro. Aun así, cuando me toca lanzar la bola, no presto atención a los amistosos abucheos de Ken y vuelvo a centrarme en la partida. Como ya he dicho, soy competitiva.

Cuando le toca a él, nos intercambiamos los papeles. Trato de distraerlo con bromas, pero él mantiene la mirada fija en la pista. Por lo visto, los dos somos competitivos.

Al final, gano por los pelos.

—¡Y ahora a saborear la victoria! —anuncio con alegría.

El rostro de Ken se ensombrece y la ansiedad me recorre el estómago. Oh, no. Por favor, que no sea como Paul, que no soportaba perder. Soy competitiva, pero no una mala ganadora. Las bromas amistosas son parte de la diversión, aunque algunos no piensen lo mismo, sobre todo, cuando han perdido.

Sobre la marcha, convierto mi puño al aire en un encogimiento de hombros.

—La suerte del principiante.

Al instante, me arrepiento de haberlo hecho. Así era yo con Paul, siempre preocupada por su ego, y es una de las razones por las que rompí con él. Me juré a mí misma que nunca volvería a tener otra relación así.

La sombra desaparece del rostro de Ken.

—Has ganado de forma honesta, así que nada de falsa modestia, ¿vale? —Abre una lata de refresco y me la ofrece.

Aliviada, acepto el refresco y nos sentamos en el banco de vinilo negro.

—Mis amigos de toda la vida me acusan de ser demasiado competitiva —admito—. Me han prohibido jugar al Monopoly por petición popular.

Ken se ríe.

—Yo también soy competitivo. Es la consecuencia de tener padres chinos. —Entonces empieza a imitar a sus padres—: ¿Has sacado un nueve en ese examen? ¿Cómo han sido el resto de notas? ¿Alguien ha sacado un diez?

—¿A que sí? Una vez obtuve un sobresaliente bajo y mi madre me obligó a hablar con mi profesor de inglés sobre ello. —Para ser justos, solo lo hizo una vez, y fue porque pensó que merecía más nota.

—Bueno, ¿qué esperabas? —se burla—. ¡Después de todo, sacaste un «suficiente asiático»!

Me río a carcajadas y me siento muy a gusto. Nunca me río de este tipo de cosas con mis amigos occidentales, que no entenderían la broma. Pero con Ken puedo compartir un chiste interno en lugar de ser el blanco de una broma.

—Padres estrictos, ¿eh? —pregunta Ken.

—No —admito—. Me presionaban mucho para que diera lo mejor de mí en el colegio, y tenía un toque de queda, pero eso es todo.

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