Paloma Ortiz García - Preguntemos a Platón

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Algunas observaciones de Platón siguen siendo sorprendentemente actuales; otras, ayudan al debate y a la reflexión. La autora ha analizado el conjunto de sus diálogos hasta dibujar una línea de evolución: junto a la virtud —sin olvidar su contribución a la teoría del conocimiento— se alzan el amor y la política, ejes fundamentales de su pensamiento.
El resultado es un centenar de textos que dibujan el panorama de la vida intelectual y cultural de Atenas en los siglos V y IV, que tanto ha contribuido a configurar el mundo que conocemos.

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La traducción de los textos platónicos es nueva y es mía, realizada sobre la edición griega de Burnett (Oxford, cinco vols., 1901-1907, con múltiples reediciones), y también la selección de textos es obra mía y trabajo original. En la versión

el lector no encontrará muchas novedades, pero una de ellas hay que destacarla: si uno contrasta el texto griego de Platón con las traducciones que hoy en día corren impresas en español —de mucha calidad la mayor parte de ellas, aunque no todas—, percibe cierta falta de precisión y coherencia en la traslación de algunos términos significativos. Esto es especialmente perceptible en el caso de los nombres de las principales virtudes; es frecuente en las traducciones al uso que cada uno de esos nombres reciba traducciones distintas no solo en distintos diálogos, sino a veces en distintos pasajes dentro del mismo diálogo, con la particularidad de que, además, los términos empleados en la traducción no siempre se corresponden con el significado preciso de la palabra griega.

No es lugar para entrar ampliamente en precisiones filológicas, aunque debo decir que he procurado que la minuciosidad estuviera constantemente presente en mi trabajo. Pero entiendo que desde el principio importa dejar claras ciertas equivalencias en los nombres a que antes he aludido: en las virtudes morales, dikaiosýnē es el nombre de la ‘justicia’; sōphrosýnē es ‘templanza’ o ‘moderación’ —en sus acepciones sinónimas—; andreía es el ‘valor’; phrónēsis, la ‘prudencia’ o, con menos frecuencia, el ‘pensamiento prudente’ o ‘conocimiento prudente’; en cuanto a las virtudes intelectuales, sophía es la ‘sabiduría’ en tanto que característica del experto en una materia, y a veces se utiliza como sinónimo de phrónēsis dando por sentado que el hombre phrónimos (‘prudente’) es un hombre sophós (un ‘sabio’) en sentido general; noûs es el ‘entendimiento’ y sýnesis es la ‘comprensión’)[2]. Y los vicios que se les oponen son la ‘injusticia’ (adikía), el ‘desenfreno’ (akolasía), la ‘cobardía’ (deilía) y la ‘ignorancia’ o ‘falta de educación’ (amathía).

Otro punto, dentro de esa misma materia, se refiere al término mousiké: apartándome un tanto de la tradición, aunque sin ser la primera en innovar en este punto[3], lo he traducido por ‘artes de las Musas’, ante la evidencia de que el término mousiké se refiere a veces a lo que nosotros entendemos por ‘música’ —tanto la vocal como la instrumental— pero que la mayor parte de las veces alude también a los diferentes géneros poéticos y a algunas otras actividades artísticas, como la danza.

También la palabra pólis, en su doble significado ‘ciudad’ y ‘estado’, ha necesitado de atención para atenernos a la acepción más adecuada en cada contexto, dado que en griego clásico no existía término específico para el concepto de ‘estado’ y que esa ausencia se suple con el término común de pólis, que designa también el espacio físico o la comunidad humana sin la referencia específica al mundo de la política con que nosotros lo usamos.

Los criterios que me han guiado para seleccionar los textos han sido varios: en primer lugar, naturalmente, su pertinencia en relación con el tema; después, la claridad, porque en una obra tan extensa como la platónica es frecuente que los mismos temas se traten en distintos lugares de la obra, y he preferido los más claros a los más abstrusos y los que ayudaran a percibir la evolución del pensamiento platónico —en sus sesenta años aproximados de reflexión filosófica tuvo mucho tiempo para precisar y aquilatar su pensamiento y, sabio como era, incluso para cambiar de opinión—; el tercer criterio ha sido la belleza literaria, porque si en griego hay una prosa elegante, expresiva y poética, que haya servido de modelo —y no solo a griegos, que no hay más que leer a fray Luis—, esa es la de Platón, y entiendo que difundir la obra y el pensamiento platónicos ha de ser también poner al lector en contacto con la elegancia del maestro.

Me gustaría haber alcanzado el empeño que me proponía, y con ese ánimo se lo ofrezco al lector.

Nota: Al final de la obra podrá hallar el interesado un índice de pasajes citados, un apartado de bibliografía sin pretensión de ser exhaustiva, sino para que pueda servir al lector como guía en terrenos que aquí no procedía explorar; hallará también las abreviaturas empleadas para los títulos de las obras platónicas y, entre paréntesis, el número del texto en que se hallan en este libro; tras ello, una cronología platónica y algunos esquemas sobre cuestiones fundamentales del contenido de esta obra.

[1]Que la teoría de las Ideas surgió a partir de la problemática moral de origen socrático lo indican ciertos pasajes de Aristóteles (p. ej., Metaf. XIII 4, 1078 b; Metaf. I 6, 987 b), no siempre palmarios, pero confirmados por los diálogos juveniles; en cuanto a la relación entre el tema de la virtud y el de la política, la deja clara la reflexión sobre la justicia con que se abre el libro I de la República.

[2]GUTHRIE, op. cit., vol. IV, págs. 259-60, recoge otras opiniones que no puedo compartir plenamente.

[3]J. DE HOZ ya propuso en su día “cultura literaria” para verter el término, y H. I. MARROU (Historia de la educación en la Antigüedad, cap. IV “La antigua educación ateniense”, apdo. ‘Educación musical’) se apoya en Teognis I 791 y en Platón, Leyes 654 a-b para sostener que mousiké en Platón significa “dominios de las Musas”.

1. SÓCRATES, MODELO DE VIRTUD…admirando su natural, su moderación y valor, al haberme encontrado con un hombre de cualidades como yo no creí nunca que fuera a encontrar en punto a prudencia y perseverancia…Banq. 219 d
SI A FINES DEL SIGLO V A. C. había en Atenas algo cotidiano, aparte de la imagen del Partenón y los avatares de la Guerra del Peloponeso, ese algo era sin duda la costumbre de pasar buena parte de la jornada en algún gimnasio. Allí coincidían los hombres adultos, que charlaban de sus asuntos, los jóvenes, que se entrenaban en la lucha y otros ejercicios bajo la supervisión de los preparadores, y los críos que, a partir de los diez o doce años, no necesitando ya los cuidados de las mujeres, iban haciendo su entrada en la vida masculina acompañados de sus pedagogos.En ese tiempo compartido, la veneración por la belleza de los efebos se prestaba a ir tejiendo relaciones de muy diversos géneros, que podían ir desde un afecto de carácter platónico, en el sentido en que hoy empleamos la expresión ‘amor platónico’ (como en el Lisis la fijación del joven Hipotales por el aún más joven Lisis) hasta la relación sexual plena que Alcibíades dice haber pretendido —sin alcanzarla— con Sócrates (Banquete 217 a-219 d), pasando por simples charlas como las que Sócrates establecía con los jóvenes, del estilo de las que aparecen en los diálogos Lisis y Cármides o aquellas a las que se alude en Laques 180 e-181 a.
Junto a la faceta emocional presente en esas amistades y amores, allí se trataban y producían asuntos de carácter físico o intelectual de lo más variado: entrenamientos gimnásticos, preparación para la lucha, conversaciones sobre negocios, novedades de la ciudad o asuntos familiares, debates sobre cuestiones de más o menos fuste… Relaciones que iban conformando el mundo social de los habitantes de Atenas.Ese era el ambiente en que se movía Sócrates, y allí lo trascendente de sus temas de conversación —la virtud, la piedad, la moderación, el afecto, la amistad…— era, con toda probabilidad, lo primero que atraía hacia él a los jóvenes —y a los no tan jóvenes— aficionados a la filosofía aún antes de que el nombre de esta tuviera un significado plenamente definido. Junto a ello, su desprecio de los convencionalismos y su habilidad dialéctica, el pasar toda su vida ironizando, (como dice Alcibíades en Banquete 216 e) hacían a aquel cantero, natural del demo de Alópece, capaz de refutar a todo aquel que se aviniera a conversar con él, lo que constituía sin duda un ameno espectáculo para el ánimo jocoso de los jóvenes.
En ese mundo debió de introducirse Platón, como los demás muchachos atenienses, a partir de los doce años más o menos, y allí debió de trabar conocimiento poco a poco con unos y otros, partiendo de sus propias relaciones familiares. Es probable que fuera así como conoció a Sócrates, amigo de sus hermanos Adimanto y Glaucón, a los que Platón iba a presentar años más tarde como principales interlocutores de Sócrates en la República.Al parecer, la personalidad de Sócrates atrajo desde muy pronto a Platón e hizo de él uno de los habituales en el grupo de sus seguidores (hasta el punto de que solo la enfermedad le apartó de Sócrates en la fecha de su muerte, Fedón 59 b), y esa relación marcó su vida de modo decisivo, pues a partir de entonces Platón vivió dedicado a la filosofía hasta el fin de sus días.
El trato personal con Sócrates y las noticias que pudo conocer sobre él gracias a los relatos de sus contemporáneos presentaban al personaje como un modelo de resistencia física y valor en la guerra, como un modelo de templanza y moderación en los placeres, como un modelo de justicia y de respeto a las leyes… Esos elementos modélicos del carácter de Sócrates nos hacen ver que ya cuando Platón compuso sus primeras obras tenía en mente las que a lo largo de toda su vida consideraría las principales virtudes: prudencia, justicia, valor, templanza y piedad, de casi todas las cuales hace poseedor a su maestro. Es cierto también que en esa opinión platónica hay elementos que pertenecen al sentir común de su tiempo y que sus alabanzas tienen un punto de tópico literario, como lo demuestran determinadas coincidencias.
Y es que Platón no era el único en su tiempo que tenía a Sócrates por un dechado de virtudes: también Jenofonte cierra sus Recuerdos de Sócrates (IV 8, 11) con el broche de oro de la enumeración de las virtudes del maestro. Allí Jenofonte califica a Sócrates de piadoso (eusebés), justo (díkaios) y continente (encratés); sus alabanzas no se limitan a la personalidad del maestro, sino que a la enumeración de sus virtudes propiamente morales añade rasgos que ponen de relieve su excelencia como filósofo. La transición entre una y otra serie de virtudes viene marcada por el calificativo de prudente[1] (phrónimos), que se explicita no en términos de vida cotidiana, sino de capacidad filosófica: Era prudente hasta el punto de que no se equivocaba cuando juzgaba lo mejor y lo peor y no necesitaba de otro consejero, sino que se bastaba para reconocerlo.
Y cuando Jenofonte alaba en Sócrates que fuera capaz de exponer mediante la palabra y definir las virtudes y también especialmente capaz de poner a prueba y refutar al que erraba y exhortarle a la virtud y la probidad, está elogiando sus capacidades como dialéctico y moralista. No deja de tener algo de paradójico en estas series de virtudes que Jenofonte, hombre de acción y de vida militar, omita en su loa la virtud del valor, y que sea Platón, de quien no conocemos actividad guerrera alguna, quien ponga en boca del general Laques y del belicoso Alcibíades el encomio del valor de Sócrates.
En los textos que siguen en este capítulo, procedentes en su mayoría de los diálogos anteriores al período de madurez (la excepción son los pasajes del Banquete), hallamos menciones explícitas del valor, la moderación, la justicia y la piedad, aunque no de la prudencia. Según Aristóteles, esta virtud se ocupa de lo relativo a la acción y versa sobre lo humano y sobre aquello en lo que cabe deliberación; a la luz de cómo se desarrolló el juicio contra Sócrates, quizá debamos reconocer el acierto de su discípulo: el Sócrates excelso, modélico en su valor y su coherencia, el Sócrates que se enfrenta por igual a los excesos del demos en el asunto de las Arginusas[2] y a los de los Treinta Tiranos en el episodio de León de Salamina[3], el Sócrates al que alaban por su valor el general Laques y el brillante y ambicioso Alcibíades, el que no está dispuesto a desobedecer a las leyes ni siquiera para librarse de la muerte, es un personaje que despierta la admiración, digno de ser alabado e imitado, pero su elección del difícil camino del análisis, el raciocinio y el amor a la verdad quizá no fue la decisión más prudente, como quiso hacerle ver Critón, al menos si tenemos presente lo que unas décadas después decía Aristóteles: Parece que lo propio del hombre prudente es poder deliberar bien sobre lo bueno y conveniente para sí mismo no parcialmente, …sino qué conviene en general para vivir bien.
Sócrates solo sucumbió cuando las mentes estrechas de Ánito, Meleto y Licón le pusieron en la tesitura de renunciar a sus convicciones ante los jueces bajo la más grave de las acusaciones, la de impiedad (asebeía). Y es que la impiedad, el no creer en los dioses en los que la ciudad cree, en los términos en que Jenofonte nos ha transmitido el texto de la acusación, era el peor de los delitos: el historiador Julio Pólux (Onomasticón VIII 105-106) nos informa de que, cuando a la edad de dieciséis o dieciocho años, el joven ateniense se presentaba para ser admitido en la ciudad, pronunciaba un juramento comprometiéndose, entre otras cosas, a respetar siempre la religión de la ciudad. Es decir, el elemento medular de la vida de la ciudad griega no era la constitución, como lo es para nosotros, sino la religiosidad. El delito de impiedad no era solo algo concerniente al ámbito religioso, sino también al político, y la acusación de impiedad equivalía a la de traición al Estado, así que el delito por el que se condenó a Sócrates era, sobre todo, el de atentar contra el Estado.
Con todo, el empeño de Sócrates en mantenerse coherente, que fue lo que le condujo a la muerte, probablemente fue también la causa del engrandecimiento de su figura. La coherencia —cuyo nombre, por cierto, no tiene equivalente exacto en griego— fue seguramente la virtud socrática que más impresionó al joven Platón, y a muchos otros ciudadanos notables de Atenas, como el general Laques, y es, quizá, lo que aún hoy nos sigue atrayendo hacia su figura y lo que hace que también entre nosotros el nombre de Sócrates siga siendo equivalente a ‘modelo de virtud’.

ELOGIO DE SÓCRATES

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