Por diversos motivos he tardado un tiempo desmesuradamente largo en escribir este libro. En realidad, que haya llegado a este punto resulta casi milagroso. Durante los últimos diez años lo he retomado, abandonado y reanudado más veces de las que puedo recordar.
La otra parte de mi excusa es que soy teólogo y, por consiguiente, por definición, un generalista. Mi labor no consiste en ser experto en ningún campo concreto, sino en tener en cuenta los acontecimientos importantes en una amplia gama de disciplinas, e intentar reunirlas para formar una unidad coherente. El trabajo constante de los especialistas académicos es indispensable para los teólogos, pero tenemos que esperar a que sus descubrimientos se prueben antes de poder usarlos como fundamento. El debate actual sobre las relaciones entre Pablo y el judaísmo, y entre Jesús y el ebionismo son poco relevantes para la cristología. Centrarse en la relación entre Jesús y el Espíritu Santo resulta más prometedor, siempre que no se acabe perdiendo en el adopcionismo.
¿Qué mayor privilegio puede tener un hombre que disfrutar de la oportunidad de escribir sobre un tema como la Persona de Cristo? Ruego a Dios que aporte honra a su Nombre.
Donald Macleod
Este libro no es una afirmación académica aislada. Está escrito en el interior de la comunidad cristiana, por un miembro de ésta y para su beneficio. Como tal, refleja mi creencia personal de que el evangelio nos permite acceder al verdadero Jesús. También refleja mi creencia de que los grandes credos, lejos de traicionar los Evangelios, sintetizan fielmente su intención central de presentar a Jesús como el Hijo encarnado de Dios.
Sin embargo, resulta fácil simpatizar con el escepticismo, contemporáneo o no. Las afirmaciones que formuló la iglesia primitiva (y, desde mi punto de vista, el propio Cristo) son asombrosas e incluso ofensivas. En numerosos momentos exigen una revisión radical de nuestras creencias intuitivas sobre Dios. Aunque personalmente he trascendido ya la duda e incluso la incertidumbre, espero no haber olvidado cómo piensan los no cristianos y, en cada etapa del argumento, he asumido que están mirando por encima de mi hombro y poniendo en tela de juicio mis conclusiones. Muchos de aquellos con los que discrepo profundamente han enriquecido mi vida al exponerme nuevas preguntas y ofrecerme nuevos programas.
No existe un enfoque obligatorio a la cristología y, en determinados momentos, me he visto obligado a tomar decisiones metodológicas que se pueden criticar fácilmente.
La más evidente es que, en contra de la corriente contemporánea, he optado por una «cristología desde arriba». Esto no quiere decir que no me tome en serio la humanidad de Cristo. Me la tomo muy en serio; algunos incluso pensarán que demasiado. Pero si hubiera optado por una cristología desde abajo, hubiera incurrido en un fingimiento. No parto desde abajo, sino desde la fe, convencido antes de poner la pluma sobre el papel (o el dedo sobre la tecla) de que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios. Considero que ése es también el punto de partida de los Evangelios. En la época en que fueron escritos, Cristo ya estaba «arriba», y ese hecho determinó la selección, la disposición y la exposición de los materiales. Prima facie, este enfoque parece adolecer de una gran tendenciosidad. No obstante, no es más tendencioso que el que insiste en que debemos tratar a Cristo como «un hombre normal y corriente», y el Evangelio como si fuera literatura ordinaria.
Una parte sustancial de este estudio es histórica, y aborda las preguntas suscitadas y las respuestas ofrecidas por el pensamiento cristiano desde Tertuliano hasta Barth (si este último me disculpa que le haya emparejado con el padre norteafricano), y de Práxeas a Edward Irving. Durante el curso de estas exposiciones se formuló la mayoría de preguntas posibles (y quizá algunas imposibles), y se propuso la mayor parte de respuestas posibles. Quedan pocas preguntas nuevas y menos respuestas novedosas.
No podemos contentarnos jamás con la repetición -como los loros- de las definiciones del pasado. Sin embargo, sería presuntuoso hablar antes de haber escuchado a los padres. Los hombres como Atanasio y Agustín, Basilio y Calvino, son los Newtons y los Einsteins de la Teología. En comparación, nosotros somos pigmeos. Nuestra única esperanza para ver más lejos consiste en encaramarnos en los hombros de los gigantes.
Esta aproximación histórica explica algunas de las peculiaridades de este libro. Por ejemplo, aborda la historia de Jesús tras dedicar tres capítulos al material neotestamentario básico. Mi motivo para hacer esto es que el debate sobre el Jesús histórico comenzó en un momento relativamente tardío en la historia del pensamiento cristiano. Aparte, su interés fundamental radicaba en desafiar la autenticidad del material evangélico tocante a la deidad de Cristo. En concreto, desafiaba (y sigue haciéndolo) la conclusión que intento establecer en el capítulo 3, a saber, que los títulos como el Hijo de Dios pueden localizarse en el propio Jesús.
De forma parecida, aunque puede parecer evidente que hay que tratar la unicidad de Cristo al principio del libro, he optado por abordarla al final, dentro del contexto del debate contemporáneo. Estamos demasiado cerca de ese período como para evaluarlo correctamente, pero no puede haber duda de que la pregunta moderna crucial es «¿Qué hace a Cristo diferente?». Para la ortodoxia, la respuesta está muy clara. Cristo es diferente porque es Dios encarnado. Pero ¿qué pasa si rechazamos la ortodoxia, como hacen Bultmann y los asociados con The Myth of God Incarnate? ¿En qué sentido podemos seguir adorándole como único? ¿Y sobre qué base podemos seguir adorándole?
En un momento posterior del libro (página 175) critico la famosa observación de Melanchton de que «conocer a Cristo supone conocer sus beneficios». Sin embargo, ésta contiene una verdad importante. Aunque escriba con la pluma de hombres y de ángeles, si no tengo la vida de Dios en mi alma, de nada me aprovecha.
PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea
Capítulo 1. El nacimiento virginal
Un lugar común de la cristología moderna es que debemos comenzar con la humanidad de Jesús, no con su divinidad. Como resultado, se crea una tendencia contra una cristología «de lo alto» y se favorece poderosamente una «de abajo». Wolfhart Pannenberg es un ejemplo típico de ello. Habiendo afirmado que «el método de una cristología “de lo alto” está vetado para nosotros», sigue diciendo: «Nuestro punto de partida debe radicar en la pregunta sobre el hombre Jesús; sólo de este modo podemos analizar su divinidad». 1
Por supuesto, este paradigma no se puede descartar sin más ni más. Klaas Runia escribe: «No tengo ninguna objeción a un concepto cristológico que empiece “desde abajo”. Creo que saca a la luz aspectos de la persona y de la obra de Jesús que una cristología “de lo alto” puede ignorar fácilmente. Además, es el mismo camino por el que la iglesia apostólica llegó a su confesión de Jesús como Mesías, como Señor, como Hijo de Dios». 2No cabe duda de que la iglesia pasó por alto la humanidad de Cristo y se centró con demasiada exclusividad en «el Señor del cielo». También puede decirse —como sugiere Runia— que los primeros cristianos, en su viaje de fe, partieron «de abajo»: primero le conocieron en su humanidad y progresaron a partir de ella, con mayor o menor rapidez, hacia una comprensión de su deidad.
A primera vista, el problema «de lo alto» o «de abajo» sólo se centra en el método. Si es así, podemos distanciarnos de él, diciendo simplemente que methodus est arbitrarius. Lo único que queremos es un sistema que nos permita acomodar los datos. Pero entonces nos encontramos con un hecho extraño: el Nuevo Testamento, casi con total unanimidad, nos presenta una cristología de lo alto. Parte del campo de su deidad, no del de su humanidad. Seguramente hay un buen motivo para esto. El Nuevo Testamento contempla a Cristo a la luz de la resurrección; y si articulamos nuestra teología desde el punto de vista de la fe, no podemos hacer otra cosa. Analizar la resurrección como una cuestión abierta por sí solo es un juicio contra la fe. Además, históricamente el movimiento descrito en el Nuevo Testamento va de Dios al hombre y, si empezamos desde abajo (desde el lado humano), puede resultar tremendamente difícil recuperar esta perspectiva. No carece de importancia que desde que el enfoque «desde abajo» se puso de moda se ha producido una avalancha de cristologías adopcionistas que no presentan a Cristo como Dios hecho hombre sino como un hombre que, en cierto sentido, se convierte en Dios. Según este paradigma, la naturaleza humana no se convierte sólo en un axioma, sino también en un factor limitador: no podemos decir nada de Cristo que no podamos decir del hombre. Como no es de extrañar, a muchos teólogos les resulta imposible arrancar de este punto de partida para creer en la deidad de Cristo.
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