Byron Mural - Demonios privados

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La Familia Tafur parece tenerlo todo: la mayor procesadora de mariscos de la zona y una hermosa mansión en la orilla de la playa, aparte de un estilo de vida lujoso y sin aparentes complicaciones. Pero dentro de los muros de dicha mansión se esconden muchos
secretos. Una serie de
asesinatos extraños, sin aparentemente ningún patrón en común, hace que los habitantes de la Casa Grande estén inmersos en un infierno. La vida de todos está en peligro, y ni la policía puede evitar su sangriento destino. Rodeada por el misterio, la familia Tafur se verá envuelta en el mayor escándalo que ha sacudido la zona en años.

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Byron Mural

Demonios privados

1ª edición ebook junio 2019 Byron Mural Diseño de la cubierta ImatChus - фото 1

1ª edición ebook: junio 2019

© Byron Mural

Diseño de la cubierta: ImatChus

Terra Ignota Ediciones

c/ Bac de Roda, 63, Local 2

08005 - Barcelona

931.73.22.29 - 638.07.85.00

www.terraignotaediciones.com

ISBN: 978-84-120490-4-6

IBIC: FA 2ADS

La historia, ideas y opiniones vertidas en este libro son propiedad y responsabilidad exclusiva de su autor.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

A quienes, de una u otra forma, han creído en mí y me han apoyado.

A mi amada familia. Los quiero.

I

El jinete de negro

Eran quizá las dos de la madrugada, la lluvia no dejaba de caer y el cielo parecía llorar el trágico final de la historia que ahora me atrevo a contarles; los caminos arenosos de Costa Asunción fueron los únicos testigos de la carrera ya fatigada que aquella joven desesperada llevaba. Corría casi sin aliento, su pelo y su ropa mojada y su mirada puesta siempre en el camino. Corría por su vida mientras la arena amortiguaba el trotar del caballo negro que la perseguía… sobre él un jinete con una capa negra, tan negra como su alma, en su mano derecha un hacha de la cual aún destilaba sangre. Del hocico del caballo salía vapor, corría tras la joven, y aunque por la oscuridad no se le veía la cara, el jinete tenía una misión en mente: decapitar a la muchacha.

Rania, que así se llama nuestra protagonista, no se detuvo en ningún momento, y cualquiera en su lugar hubiera respirado aliviado si, al igual que ella, hubiera visto una cabaña segura en la cual refugiarse; corrió hacia la choza y tocó desesperadamente la puerta, mientras el asesino continuaba acosándola. Nadie abrió, y aunque en la cabaña no había luz encendida, ella sabía que era un refugio para escapar del demonio que la perseguía. Giró la perilla y la puerta se abrió, corrió, y sin dudarlo ni un segundo, cerró la puerta. Un relámpago iluminó la cabaña de una sola pieza, vio una silla y se abalanzó hacia ella, trancó la puerta y rezó con todo su corazón para que sucediera un milagro.

El jinete se detuvo frente a la casa y se arrojó del caballo, enterrando en la arena sus mojadas botas de cuero y caminó lentamente hacia la entrada de la cabaña. La capa era tan larga que hasta la arrastraba, daba la sensación de que había salido de las profundidades del infierno. Movía el hacha con su mano mientras la sangre caía en la arena, subió los escalones de madera de la cabaña y se paró frente a la puerta, y de pronto un estruendoso rayo iluminó el ennegrecido paisaje. Giró la perilla. Y Rania sintió morirse, temblaba de miedo mientras miraba fijamente a la puerta. Estaba espantada, arrinconada, sentada con las manos alrededor de las piernas y parecía enconcharse a cada segundo; eran los momentos más terroríficos que, a sus apenas 22 años, había vivido. De pronto la silla voló por los aires y la puerta se abrió de par en par. Y la luz del relámpago reveló la silueta del jinete. Y Rania gritó con todas sus fuerzas…

Un año antes…

El hermoso automóvil convertible rojo se estacionó frente a la mansión del millonario árabe Farid; en él regresaban de luna de miel su hermosa hija Rania y su esposo Aldo. Era una mansión con muy marcado diseño árabe, una verdadera joya arquitectónica en Costa Asunción. El auto era uno de tantos regalos que su padre le había hecho. Sidi Farid, como le gustaba que le llamaran, había llegado a Costa Asunción hacía ya 40 años; originario de El Cairo, Egipto, se enamoró de doña Magali, única hija de un terrateniente de la zona con quien Sidi Farid había abierto la brecha de negocios entre América y El Cairo. Se había enamorado tanto de doña Magali que aceptó tenerla solo a ella por esposa, aunque la religión del islam le permitía tener varias mujeres a la vez. Doña Magali le aceptó con tres condiciones: la primera, que ella sería la única esposa tanto aquí en América como si a Sidi Farid se le ocurría volver a Egipto; la segunda, que ella jamás se convertiría al islam, sería cristiana porque era muy devota de la Virgen del Rosario y en su familia jamás nadie se había hecho ni siquiera protestante. La tercera, que todos sus hijos serían cristianos y ninguno de ellos abrazaría el islam, aunque eso se pondría a prueba muchos años después cuando el segundo hijo del matrimonio le diera la espalda a la religión de su madre y se volviera al islam, quizá porque este sí ansiaba tener más de una esposa o la ambición de ser tan rico como su padre y hacer negocios con multimillonarios árabes de la tierra de su progenitor.

Fue doña Magali la que vio por la ventana que su hija volvía junto a su recién estrenado marido y corrió a la puerta. La abrió, cruzó el hermoso jardín que separaba el precioso patio de la entrada y la abrazó como si se hubiera ido una eternidad de su lado.

―¡Mi amor! ¡Qué bueno que regresaron! ―exclamó forrándola de besos.

―Hola, mami ―dijo ella sonriéndole―. Ya estamos de vuelta –esbozó una leve sonrisa.

Doña Magali la miró a los ojos mientras la apretaba con sus brazos:

―Te extrañamos, mi amor.

Rania sonrió zafándose de los brazos de su madre.

―Yo también los extrañé mucho.

Aldo se aproximó un tanto huraño y expresó su saludo con un aire distante:

―Buenas tardes, doña Magali.

Doña Magali soltó del todo a su hija, pues aún la sostenía de la mano y mirando a su yerno se acercó y lo abrazó con mucha familiaridad:

―Hola, muchacho, bienvenidos de vuelta, pasen. ―No dejaba de mirarlos con ternura.

―¡Farid! ¡Farid! ¡Llegaron los muchachos! ―gritaba entusiasmada.

―Dejen el equipaje, que los sirvientes se encarguen de eso ―ordenó sonriendo.

―¿Cómo les fue en la luna de miel? ¿Se divirtieron?

Aldo sonrió tímidamente y, tomando la mano de su esposa, respondió:

―Mucho, doña Magali, pero extrañaba ya trabajar.

Rania sonrió y recostándose en el hombro de su marido, comentó:

―Ya sabes cómo es de adicto al trabajo, mami.

Entraron a la mansión, y de la biblioteca salió Sidi Farid en su silla de ruedas, avanzó lentamente, pero Rania no se contuvo y corrió a sus brazos.

―¡Papi, te extrañamos! ―dijo sonriendo y cubriendo el rostro del viejo Farid con besos, besos dulces, de esos besos que hacen que cualquier padre dibuje en su rostro una sonrisa de amor.

―Alá Andulihlá ―exclamó él rodeando a la muchacha con sus brazos.

―Qué bueno que ya regresaron, más les vale que se hayan divertido ―agregó mirándolos a la cara con ese acento árabe que quizá jamás perdería.

―Suegro… ―saludó Aldo sonriendo y acercándose le besó las mejillas como si fuera una costumbre latina, pero Aldo comprendía que su suegro era árabe y que tenía que tenerlo contento de alguna manera.

―Por supuesto que nos divertimos, Egipto es un país muy hermoso.

―Sí que lo es. Nunca quise llevar a mis hijos a mi tierra natal porque quería que la conocieran en un momento especial de sus vidas, y ya Rania tuvo ese momento, ahora solo falta Maité y mi hijo Omar.

Rania dirigió sus pasos hasta donde estaba su esposo, entrelazó sus brazos con los del joven y agregó:

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