Liev N. Tolstói - Ana Karenina

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Ana Karénina, novela del escritor ruso León Tolstói publicada en 1877.
La novela es considerada una las oras maestras del Realismo. El personaje de Ana Karénina esta inspirado de Aleksandr Pushkin.
Muchos críticos calificaron la obra como un «romance de alta sociedad», Fiódor Dostoyevski declaró que era una «obra de arte». Vladímir Nabókov secundó esta opinión, admirando sobre todo la «magia del estilo de Tolstói» y la figura del tren, que se introduce ya en los primeros capítulos (los niños jugando con un tren de juguete), desarrollada en capítulos siguientes (la pesadilla de Anna) hasta llegar al majestuoso final.

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Ella se sentó. Oblonsky oía su respiración, fatigosa y pesada, y se sintió invadido, por su mujer, de una infinita compasión. Dolly quiso varias veces empezar a hablar; pero no pudo. Él esperaba.

–Tú te acuerdas de los niños sólo para valerte de ellos, pero yo sé bien que ya están perdidos –dijo ella, al fin, repitiendo una frase que, seguramente, se había dicho a sí misma más de una vez en aquellos tres días.

Le había tratado de tú. Oblonsky la miró reconocido, y se adelantó para cogerle la mano, pero ella se apartó de su esposo con repugnancia.

–Pienso en los niños, haría todo lo posible para salvarles, pero no sé cómo. ¿Quitándoles a su padre o dejándoles cerca de un padre depravado, sí, depravado? Ahora, después de lo pasado –continuó, levantando la voz–, dígame: ¿cómo es posible que sigamos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que tiene relaciones amorosas con la institutriz de sus hijos?

–¿Y qué quieres que hagamos ahora? ¿Qué cabe hacer? –repuso él, casi sin saber lo que decía, humillando cada vez más la cabeza.

–Me da usted asco, me repugna usted –gritó Dolly, cada vez más agitada–. ¡Sus lágrimas son agua pura! ¡Jamás me ha amado usted! ¡No sabe lo que es nobleza ni sentimiento!… Le veo a usted como a un extraño, sí, como a un extraño –dijo, repitiendo con cólera aquella palabra para ella tan terrible: un extraño.

Oblonsky la miró, asustado y asombrado de la ira que se retrataba en su rostro. No comprendía que lo que provocaba la ira de su mujer era la lástima que le manifestaba. Ella sólo veía en él compasión, pero no amor.

«Me aborrece, me odia y no me perdonará», pensó Oblonsky.

–¡Es terrible, terrible! –exclamó.

Se oyó en aquel momento gritar a un niño, que se había, seguramente, caído en alguna de las habitaciones. Daria Alejandrovna prestó oído y su rostro se dulcificó repentinamente. Permaneció un instante indecisa como si no supiera qué hacer y, al fin, se dirigió con rapidez hacia la puerta.

«Quiere a mi hijo», pensó el Príncipe. «Basta ver cómo ha cambiado de expresión al oírle gritar. Y si quiere a mi hijo, ¿cómo no ha de quererme a mí?»

–Espera, Dolly: una palabra más –dijo, siguiéndola.

–Si me sigue, llamaré a la gente, a mis hijos, para que todos sepan que es un villano. Yo me voy ahora mismo de casa. Continúe usted viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy ahora mismo de casa!

Y salió, dando un portazo.

Esteban Arkadievich suspiró, se secó el rostro y lentamente se dirigió hacia la puerta.

«Mateo dice que todo se arreglará» , reflexionaba, «pero no sé cómo. No veo la manera ¡Y qué modo de gritar! ¡Qué términos! Villano, amante… –se dijo, recordando las palabras de su mujer–. ¡Con tal que no la hayan oído las criadas! ¡Es terrible! » , se repitió. Permaneció en pie unos segundos, se enjugó las lágrimas, suspiró, y, levantando el pecho, salió de la habitación.

Era viernes. En el comedor, el relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes. Esteban Arkadievich recordó su broma acostumbrada, cuando, hablando de aquel alemán calvo, tan puntual, decía que se le había dado cuerda a él para toda la vida a fin de que él pudiera darle a su vez a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le gustaban las bromas divertidas. «Acaso», volvió a pensar, «se arregle todo! ¡Qué hermosa palabra arreglar!», se dijo. «Habrá que contar también ese chiste. »

Llamó a Mateo:

–Mateo, prepara la habitación para Ana Arkadievna. Di a María que te ayude.

–Está bien, señor.

Esteban Arkadievich se puso la pelliza y se encaminó hacia la escalera.

–¿No come el señor en casa? –preguntó Mateo, que iba a su lado.

–No sé; veremos. Toma, para el gasto –dijo Oblonsky, sacando diez rublos de la cartera–. ¿Te bastará?

–Baste o no, lo mismo nos tendremos que arreglar ––dijo Mateo, cerrando la portezuela del coche y subiendo la escalera.

Entre tanto, calmado el niño y comprendiendo por el ruido del carruaje que su esposo se iba, Daria Alejandrovna volvió a su dormitorio. Aquél era su único lugar de refugio contra las preocupaciones domésticas que la rodeaban apenas salía de allí. Ya en aquel breve momento que pasara en el cuarto de los niños, la inglesa y Matrena la habían preguntado acerca de varias cosas urgentes que había que hacer y a las que sólo ella podía contestar. «¿Qué tenían que ponerse los niños para ir de paseo?» «¿Les daban leche?»

«¿Se buscaba otro cocinero o no?»

–¡Déjenme en paz! –había contestado Dolly, y, volviéndose a su dormitorio, se sentó en el mismo sitio donde antes había hablado con su marido, se retorció las manos cargadas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y comenzó a recordar la conversación tenida con él.

«Ya se ha ido», pensaba. «¿Cómo acabará el asunto de la institutriz? ¿Seguirá viéndola? Debí habérselo preguntado.

No, no es posible reconciliarse… Aun si seguimos viviendo en la misma casa, hemos de vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para siempre!», repitió, recalcando aquellas terribles palabras. «¡Y cómo le quería! ¡Cómo le quería, Dios mío! ¡Cómo le he querido! Y ahora mismo: ¿no le quiero, y acaso más que antes? Lo horrible es que … »

No pudo concluir su pensamiento porque Matrena Filimonovna se presentó en la puerta.

–Si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano, señora ––dijo–. Si no, tendré que preparar yo la comida, no sea que los niños se queden sin comer hasta las seis de la tarde, como ayer.

–Ahora salgo y miraré lo que se haya de hacer. ¿Habéis enviado por leche fresca?

Y Daria Alejandrovna, sumiéndose en las preocupaciones cotidianas, ahogó en ellas momentáneamente su dolor.

Capítulo 5

Aunque nada tonto, Esteban Arkadievich era perezoso y travieso, por lo que salió del colegio figurando entre los últimos.

Con todo, pese a su vida de disipación, a su modesto grado y a su poca edad, ocupaba el cargo de presidente de un Tribunal público de Moscú. Había obtenido aquel empleo gracias a la influencia del marido de su hermana Ana, Alexis Alejandrovich Karenin, que ocupaba un alto cargo en el Ministerio del que dependía su oficina.

Pero aunque Karenin no le hubiera colocado en aquel puesto, Esteban Arkadievich, por mediación de un centenar de personas, hermanos o hermanas, primos o tíos, habría conseguido igualmente aquel cargo a otro parecido que le permitiese ganar los seis mil rublos anuales que le eran precisos, dada la mala situación de sus negocios, aun contando con los bienes que poseía su mujer.

La mitad de la gente de posición de Moscú y San Petersburgo eran amigos o parientes de Esteban Arkadievich. Nació en el ambiente de los poderosos de este mundo. Una tercera parte de los altos funcionarios, los antiguos, habían sido amigos de su padre y le conocían a él desde la cuna. Con otra tercera parte se tuteaba, y la parte restante estaba compuesta de conocidos con los que mantenía cordiales relaciones.

De modo que los distribuidores de los bienes terrenales –como cargos, arrendamientos, concesiones, etcétera– eran amigos o parientes y no habían de dejar en la indigencia a uno de los suyos.

Así, para obtener un buen puesto, Oblonsky no necesitó esforzarse mucho. Le bastó no contradecir, no envidiar, no disputar, no enojarse, todo lo cual le era fácil gracias a la bondad innata de su carácter. Le habría parecido increíble no encontrar un cargo con la retribución que necesitaba, sobre todo no ambicionando apenas nada: sólo lo que habían obtenido otros amigos de su edad y que estuviera al alcance de sus aptitudes.

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