Francisco Javier Vitoria Cormenzana - Soñar despiertos la fraternidad

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Soñar despiertos la fraternidad: краткое содержание, описание и аннотация

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La categoría de «fraternidad», una de las fundamentales del cristianismo, es la guía de esta reflexión. Nuestro presente, a pesar de ser «la hora de lo común», padece un grave deterioro de las relaciones humanas y sufre constantes desavenencias en todos los campos. Los síntomas letales del presente no auguran nada bueno para el futuro. Y todos, creyentes o no, y desde diferentes perspectivas de pensamiento y acción, estamos convocados a la tarea de hilvanar nuevamente un tiempo vivible para la comunidad humana si no queremos precipitarnos en un mañana catastrófico.Una comunidad humana viva es la comunidad generada por la fraternidad. Una comunidad humana así regenerada no será una comunidad idílica, ni utópica, ni perfecta, ni angelical, ni paradisíaca, sino la comunidad humana imperfecta, pero acogedora y curadora. La comunidad en cuyo seno la paz no es la correlación de fuerzas ni la estabilidad del sistema, sino la mirada y el gesto del uno por el otro.

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En consecuencia, la situación ruinosa de la fraternidad en nuestro mundo plantea preguntas importantes acerca de la identidad del Dios de la tradición cristiana. A la vista de las heridas de la fraternidad, ¿qué significado tiene confiar en Dios como Padre? ¿Qué relevancia curativa tiene confesar a Jesús, el Hijo, como primogénito entre una multitud de hermanos? ¿Y cuál proclamar que el Espíritu de Dios es el Espíritu de la fraternidad y de la comunión? La fe en el proyecto de paternidad, filiación y comunión –¿permanentemente incumplido?– que Dios mismo es, ¿podrá contribuir hoy todavía a la redefinición del concepto de «fraternidad» y a su realización política?

Estas cuestiones estarán presentes en las páginas de este libro, que pretende afrontarlas. Ahora adelanto que no tienen más respuesta cumplida que la del testimonio. No lo olvidemos: la teología sigue siendo un acto segundo también cuando reflexiona sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana. Sin historias de fraternidad intempestivas que narrar, la teología se quedaría sin acreditación. Si se me permite una paráfrasis de un muy conocido texto de la Cábala judía, Dios nos está diciendo: «Si vosotros dais testimonio de fraternidad, yo seré Dios Padre; de lo contrario, no».

Los cristianos –y también los hombres y mujeres de buena voluntad– vivimos bajo el peso de mandatos y preguntas que imputan nuestra responsabilidad sobre lo que está ocurriendo en los escenarios fratricidas de la historia. Como señala Lévinas, el rostro de las víctimas, «expuesto a mi mirada en su debilidad y en su mortalidad, es el que me ordena: “No matarás”». Desde los orígenes de la historia humana fratricida, Dios nos dirige su primera palabra: «¿Dónde está tu hermano? [...] ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». ¿Podremos, como Caín, indiferentes ante el dolor y las lágrimas de la «humanidad sobrante», seguir respondiendo: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»? ¿O reconoceremos por fin, también como él, que nuestra «culpa es demasiado grande para soportarla»? (cf. Gn 4,9-13). Solo si asumimos nuestra responsabilidad moral podremos acceder al conocimiento de la paternidad de Dios a través de la experiencia de su perdón. «El acceso a la verdad [de la paternidad] de Dios comienza con el dolor y la indignación por aquellos que sufren y a quienes se les niega la responsabilidad y la solidaridad» 60.

4. «Fraternidad» e Iglesia sacramento de salvación

Un mundo fratricida como el nuestro es el escenario donde la Iglesia pone en juego constantemente su propia condición de sacramento universal de fraternidad. Me permito releer desde la clave «fraternidad» la afirmación conciliar de la Iglesia como sacramento radical de salvación (LG 48; AG 1). Me lo permite no solo el espíritu del Vaticano II, sino su misma letra, cuando afirma: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es decir, la Iglesia se entiende a sí misma como un pueblo reunido por Dios para facilitar eficazmente el encuentro en la historia con la salvación de Dios, presente en ella y comprendida como «unión íntima con Dios» (filiación) y «unidad de todo el género humano» (fraternidad). La Iglesia, por tanto, está llamada por Dios a ser una señal y un instrumento de fraternidad en y para este mundo cainita. El Concilio desea fervientemente que los hombres y las mujeres descubran la relevancia y el significado de la Iglesia para sus vidas en la fraternidad ejercida por el pueblo de Dios. Ella se constituye así como señal de salvación para la «humanidad sobrante», signo de esperanza en un mundo fratricida y luz para las gentes descartadas.

a) Visibilidad y percepción de la fraternidad eclesial

Este dinamismo sacramental de la Iglesia se lo confiere el Espíritu que la habita (LG 4), pero sin garantizarle de un modo absoluto su condición de «signo e instrumento». Este carácter también depende de la calidad fraterna y solidaria de la vida eclesial.

Según una fórmula clásica latina, sacramenta significando causant, la Iglesia realiza su condición sacramental precisamente al hacer visible y perceptible la fraternidad en nuestro mundo. Lo decisivo de esta percepción, si no queremos confundir el dinamismo sacramental con una fuerza mágica, es una llamada permanente a la purificación y renovación de la Iglesia, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (LG 15). Sin la visibilidad y percepción de su condición fraterna y fraternizadora, ¿cómo conseguirá la Iglesia que el Evangelio de la fraternidad sea un seductor ofrecimiento de sentido y de dignidad para los individuos y la comunidad humana? ¿Cómo podrá convencer a los hombres y mujeres de hoy de que su vocación escondida, pero no perdida, es un «proyecto de fraternidad»?

Una Iglesia fraterna y fraternizadora podrá desencadenar dinamismos contrahegemónicos que activen la estructura dialógica de los seres humanos, que hermana a los individuos y a los pueblos en su diversidad cultural 61. Una Iglesia diestra en el oficio de la fraternidad acreditará mejor que sus discursos magisteriales y teológicos su fe en el Dios comunión trinitaria. Es decir, la fe en un solo Dios Padre que funda irrevocablemente en el mundo la promesa de una humanidad fraterna; en Jesús, el Hijo primogénito entre muchos hermanos, Buena Noticia para los pobres e imagen normativa de cómo la realización de aquella promesa va brotando y se realiza por el camino de la solidaridad kenótica con los empobrecidos, y en el Espíritu Santo, el medio divino que hace viable la comunión fraterna y la unidad en la diversidad de los hijos de Dios (cf. Hch 2,6.8.11).

b) La opción por los pobres

Si la realización de la Iglesia como fraternidad ha sido siempre necesaria y la primera de las urgencias eclesiales, aunque no haya sido su primera preocupación, hoy su perentoriedad es aún mayor. A ello contribuyen no solamente las voces interiores que exigen la depuración de toda discriminación y exclusión internas, sino muy especialmente ese clamor exterior de las víctimas inocentes de la lógica fratricida de nuestro mundo, que le recuerda justamente aquello que menos debería estar dispuesta a olvidar: la vida de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40). Más aún, la herida fraterna de nuestro mundo resulta una contundente impugnación dirigida a la propia fe de la Iglesia. La situación inhumana de los pobres en el mundo apunta crítica y directamente a la credibilidad de su convicción mesiánica («en este mundo hay salvación para los pobres»: Lc 4,16-21) hasta amenazarla con su pérdida. La ausencia en la mesa eucarística de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40) pone en solfa la configuración jesuánica, crística (LG 8) y mesiánica (LG 9) de la Iglesia.

Las venas abiertas del mundo demandan propuestas practicables de fraternidad que las suturen y pongan fin a esa hemorragia incontenible de vidas humanas que esta humanidad sufre y que ningún discurso es capaz de detener. La fraternidad entre los seres humanos y los pueblos que habitan la tierra es un referente imprescindible de cualquier ética de la resistencia que quiera enfrentarse a esa «leucemia» del individualismo posesivo y mercantilista que tanto debilita la calidad del flujo sanguíneo de la libertad y de la igualdad en la comunidad internacional. Estas demandas señalan una doble dirección a la andadura de la Iglesia: la de una creciente fraternidad interna y la de una intempestiva solidaridad fraternizadora con los desahuciados de la mesa del mundo 62.

Esta doble cuestión resulta decisiva para el ser y el vivir de la Iglesia como convocatoria de Jesús de Nazaret, sacramento del encuentro con Dios (E. Schillebeeckx). Y, en este sentido, sus miembros y las comunidades que la integran no debieran olvidar que, según la tesis Ubi Christus, ibi Ecclesia, la vida de la Iglesia deberá nutrir y regenerar su identidad en el acontecimiento de la presencia actual de Jesucristo. Si Jesucristo sigue hoy presente allí donde prometió estar presente (Mt 25,31ss), los «hermanos más pequeños» del Señor constituyen lugar primordial de la «conformación» de la Iglesia con Jesucristo. Ellos constituyen para la Iglesia el sacramento de iniciación a la voluntad salvífica universal de Dios. Así lo dice el papa Francisco:

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