Cualquier anuncio o promesa de igualdad y fraternidad para el futuro que no quiera ser un brindis al sol parece que tendría que postular también la democracia económica 48. Pero ¿quién le pondrá el cascabel de la democracia al gato de la economía, ahora que «lo sabemos todo, pero no podemos nada» (Marina Garcés)?
g) Abducidos por la cultura del «primero yo»
A pesar del fantasma del populismo que recorre Europa y Estados Unidos 49, seguramente la mayoría de los ciudadanos de los países ricos suscribiría la declaración utópica del primer artículo de los derechos humanos. Sin embargo, si les preguntamos por las posibilidades de su cumplimiento, la inmensa mayoría contestará –verbal o silentemente, frunciendo el ceño– que le parece una quimera imposible. ¡Cómo no!, sería estupendo que los seres humanos nos comportáramos fraternalmente unos con otros. Pero tendría que ser a coste cero. No estamos dispuestos a pagar el alto precio que supondría ponernos en camino de cumplir con el deber –racional y moral, no lo olvidemos– de comportarnos fraternalmente unos con otros en este mundo fratricida.
La cultura del «primero yo» nos ha abducido 50. Se ha apoderado de nuestro deseo y de su ambigua infinitud (con sus posibilidades divinas o diabólicas). El resultado final es un deseo de bien personal –J. A. Marina lo ha calificado de hedónico–, que orienta y gobierna nuestras búsquedas y prácticas, centrándonos en la satisfacción autista y reduplicativamente egocéntrica del propio yo 51. Todo lo demás y todos los demás resultan periféricos e irrelevantes. Vueltos sobre nuestro propio ombligo, que hemos convertido en el centro del cosmos, acabamos padeciendo el «autismo» del libertino, que le impide olvidarse de sí y reconocer la presencia de otros (Simone de Beauvoir).
Podría continuar mi reflexión refiriéndome al «fetichismo del yo» o a la idolatría de «la constelación de Narciso», como hace J. García Roca. Pero prefiero acudir, como otras veces, al término «nosismo» para tipificar el código moral de la ciudadanía satisfecha. El neologismo se lo debemos a Primo Levi. Con él se refiere al código moral de supervivencia que él mismo puso en práctica en Auschwitz. Su norma fundamental ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie. Nada expresa con tanta franqueza esta regla que las palabras de una médica superviviente: «Mi norma es que, en primer lugar, en segundo y en tercero, estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». El «nosismo» así narrado se asemeja mucho al código moral que, de manera tan desenvuelta como magnífica, practicamos los ciudadanos satisfechos de las democracias de baja intensidad.
Solamente hay dos diferencias que degradan más aún el «nosismo» que nosotros practicamos. Por una parte, nuestro comportamiento no está movilizado por el instinto de conservación, sino por un deseo sin fondo de acumulación y dominio. Por otra, nos creemos inocentes y no somos responsables de la barbarie. A los supervivientes del campo, el código del «nosismo» no les impidió ver el mal del dolor que les circundaba y se extendía a su alrededor en todas direcciones y hasta el horizonte. Y experimentaron el remordimiento, la vergüenza y el dolor por culpas que otros, y no ellos, habían cometido. Sintieron que cuanto había sucedido en su presencia y en ellos mismos era irrevocable. No podría ser lavado jamás. Lo que habían visto había demostrado que el género humano, es decir, ellos, los prisioneros, eran potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor 52. Sin embargo, en nuestro caso, nos «es suficiente con no mirar, no escuchar y no hacer nada» para buscar perpetuar nuestros privilegios de ciudadanos ricos y legitimar las desigualdades de nuestro mundo. En una palabra, para no asumir «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido» 53. Nuestro «autismo» voluntario o ensimismamiento nos hace padecer una formidable ceguera narcisista que nos impide ver la descomunal producción de «seres humanos sobrantes», contemplarnos a nosotros mismos como «caínes» de nuestros hermanos y caer en la cuenta de que la muerte que hoy no aceptamos «no es la de nuestra condición mortal, sino la de nuestra vocación asesina. Es el crimen. Es el asesinato» 54. En una palabra: no somos capaces de ver nuestra propia barbarie (F. Fernández Buey).
Este código moral es el nutriente de la globalización de la indiferencia 55que nos contamina:
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera (EG 54).
h) En tránsito...
No puedo pasar al siguiente apartado sin transcribir algunas preguntas que me asaltan. En este contexto económico, político y cultural, ¿con qué estado de ánimo podremos enfrentarnos con el porvenir? ¿Cómo podremos comportarnos razonablemente con el futuro? ¿Acaso no nos queda más remedio que aspirar a que, en el mejor de los casos, «esta economía mate solo un poco menos, o a menos personas, o durante un período de tiempo un poco menos prolongado»? 56¿Podremos proclamar este anhelo demediado como universalmente razonable sin pagar tributo a la razón cínica e indolente? ¿Les parecerá sensato a los «sobrantes»? Y el Dios de Jesús de Nazaret, ¿qué pensará de él? ¿Le parecerá compatible con la gloria de su «economía» 57, que es la vida de los seres humanos, y singularmente de los «sobrantes»? ¿Se sentirá conforme con la vanagloria de la economía ultraliberal (el máximo beneficio)? ¿No está en el siglo XXI más vigente que nunca el radical antagonismo, planteado por Jesús de Nazaret, entre Dios y el Dinero (cf. Mt 6,24)?
3. La «fraternidad», una cuestión de fe en la paternidad de Dios
Cuando hablamos de fraternidad tendemos a movernos exclusivamente en el terreno de los deberes morales. La otra cara de los derechos humanos. Y, aunque podamos considerarlos como la plasmación más lograda de una ética de mínimos de aceptación universal, en lo que toca, al menos, a la fraternidad, ¿no estaremos hablando de una ética de máximos, imposible de practicar? ¿No surge la fraternidad siempre contra la corriente del entorno, contra la ley gravitatoria de esas estructuras fratricidas? ¿No son las realizaciones fraternas siempre escasas en número, pequeñas de tamaño, provisionales en el tiempo y perpetuamente amenazadas? Empeñarse en hacer estructuras económicas y políticas más favorecedoras de la fraternidad es una porfía necesaria, legítima y noble, pero ¿no estará siempre abocada al fracaso?
Parece inevitable pensar así. Sin embargo, desde la perspectiva de la fe cristiana, la «fraternidad» es antes un indicativo que un imperativo; antes una llamada interior que un mandato exterior; antes posibilidad de Dios en nosotros que demanda de él a nosotros; antes «el don de una conquista» que exigente carrera de «ultra trail» para el esfuerzo humano. Siempre camino por recorrer y nunca meta conquistada.
De todo ello ha dejado constancia el Nuevo Testamento. Su núcleo se puede resumir en la afirmación de que estamos salvados por amar a los hermanos 58. El amor fraterno es la prueba visible de la salvación divina. La tradición joánica sugiere que el cielo puede esperar para acceder a la experiencia humana de «pasar de la muerte a la vida». Esta se sustancia históricamente en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). En «el más allá» o en el cielo –por decirlo en un lenguaje más teológico– no alcanzaremos primordialmente la inmortalidad, sino la fraternidad en estado de plenitud, como corresponde a quienes somos hijos de Dios. Todo lo demás –también la eternidad de la vida– se nos concederá por añadidura. En «el más acá», el amor a los hermanos contribuye a «ensanchar el cielo» o a «sentirse visitado por el cielo» 59, haciendo visible la condición filial divina de los hombres y las mujeres; y las prácticas fratricidas, por su condición diabólica, «ensanchan el infierno»: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco» (1 Jn 3,10)».
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