Agustín Méndez - El infierno está vacío

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Entre los siglos XV y XVIII, aproximadamente 50.000 personas fueron ejecutadas en Europa tras ser culpadas del crimen de brujería. Entre los actos por los que fueron castigadas se incluían la utilización de magia nociva, el establecimiento de un pacto con Satán, haber mantenido relaciones sexuales con demonios o formar parte de un complot multitudinario y clandestino para la destrucción de la cristiandad. Lo que en la actualidad puede parecer, a primera vista, el resultado de un pasado irracional y oscurantista, en verdad era la expresión -brutal, ciertamente- de una forma de entender la naturaleza, la historia, la teología y la política distinta a la contemporánea, pero perfectamente racional, coherente con el universo cultural, intelectual y conceptual en el cual se desarrolló. Se hacía necesario un análisis de los fundamentos intelectuales de la caza de brujas, el conjunto de ideas y representaciones que permitió llevar a cabo y justificar la represión de un delito inexistente, a través de los tratados demonológicos publicados por miembros de la elite cultural (ministros religiosos, teólogos, médicos) en Inglaterra entre el siglo XVI y el XVII. Partiendo de la historia cultural e intelectual, se accede a la forma en que los autores caracterizaban las relaciones entre lo humano, lo divino y lo diabólico en un contexto histórico permeado por las profundas transformaciones producidas por la Reforma protestante.

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Hasta aquí, las ideas de ambos teólogos no presentaban diferencias. La disparidad se produjo a partir de los detalles dados por el dominico en relación con las características del necesario permiso divino para las intervenciones demoníacas. El aquinate moderó la absoluta heteronomía característica de la propuesta agustiniana. Como señaló Hans Peter Broedel, en el corpus tomista, Satán y sus seguidores no dejaron de ser esclavos de Dios, pero sí habrían tenido un mayor grado de autonomía. 163En la Summa Theologica ello se especifica en la cuestión 64 de la primera parte, donde se señala la existencia de una distinción entre el permiso directo, concreto y específico que la divinidad le otorga al demonio para castigar ( ad impugnandum ) y uno más laxo y general para tentar. 164En otras palabras, Dios señalaba con suma precisión quiénes debían ser escarmentados por mediación diabólica, pero entregaba una autorización prácticamente universal para inducir a los hombres a cometer acciones reprobables. Una vez más, no es que la licencia divina no fuese necesaria, sino que era concedida con menos restricción que aquella asociada con acciones netamente punitivas. 165Tomás redefinió la teoría del permiso de manera que aquel, al menos en parte, quedó convertido en poco más que una supervisión; de esta manera los demonios y las brujas poseían una capacidad menos restringida para probar a los seres humanos mediante los maleficia que los primeros realizaban y las segundas fomentaban. 166Esta reformulación del permiso liberó al demonio agustiniano de las limitaciones que tenía para tentar; al menos en este campo, gracias a la distinción introducida por el teólogo italiano, no vería frustrado su apetito destructivo. Así, lo que en la teoría del periodo patrístico quedó latente, en la del escolástico pudo materializarse, estableciéndose las bases para las especulaciones demonológicas de la modernidad temprana.

Tanto en los demonólogos ingleses como en los francófonos pueden observarse rastros y huellas de las tradiciones teológicas preexistentes sobre la ministerialidad de los demonios y la teoría del permiso, convertidas para los siglos XVI y XVII en parte del sentido común de la ortodoxia cristiana. Incluso es posible plantear que, como ocurrió antes con el providencialismo, no puede establecerse una fractura entre los textos de ambas regiones basándose en si primaban a uno u otro lado del Canal de la Mancha la perspectiva agustiniana o la tomista, especialmente porque entre estas dos no existía una brecha, sino, como señalamos siguiendo a Campagne, una continuidad revisada.

Manteniéndose congruentes con la creencia en la existencia de un orden providencial que armonizaba el universo, los demonólogos ingleses establecieron una inquebrantable relación de jerarquía ente Dios y los demonios, cuya manifestación más cruda era que el primero disponía a voluntad de los segundos: «Dios todopoderoso usa a Satán para llevar a cabo sus juicios y signos en los cielos, el aire y la tierra». 167Si bien la divinidad podía intervenir en su creación de manera directa y sin necesidad de causas secundarias, escogía hacerlo por medio de los ángeles caídos y darles así utilidad a los rebeldes que había decidido no erradicar a pesar de su traición. 168Los textos redactados en Inglaterra mantenían el tópico de la ministerialidad demoníaca. Sus áreas de ejecución eran variadas; dentro de sus tareas típicas se encontraban esencialmente dos: la de verdugos y la de examinadores de conciencia. Como indicó George Gifford, los demonios eran herramientas que Dios utilizaba no solo como ejecutores de su venganza sobre los réprobos, sino también para asaltar, tentar, vejar y enseñar el camino de la rectitud a sus elegidos. 169Henry Holland, coincidiendo con su colega, señaló que ejecutan la justicia divina contra los hijos de la desobediencia y también afligen a los santos. 170Décadas después, Thomas Cooper caminaba en tierras conocidas al sentenciar que las entidades diabólicas azotaban a unos como consecuencia de su naturaleza impía, mientras que a otros los acosaban para probar o despertar su fe, para inclinarlos al arrepentimiento o directamente liberarlos de las miserias del mundo terrenal y empujarlos hacia la vida eterna. 171

Tanto en su condición de verdugo como en la de inspector, Lucifer y sus émulos actuaban en reacción a una voluntad ajena, como observó Richard Bernard: «el demonio y los espíritus malignos, por medio del permiso de dios, pueden causar muchos males a los piadosos para su juicio, y en los impíos para su castigo». 172Este punto señalado por el teólogo y ministro fue una fijación de todos los ingleses que escribieron tratados sobre la brujería entre los siglos XVI y XVII. La autorización de la divinidad no era solamente necesaria, sin embargo, para cumplir con los dos encargos centrales de su rol, sino también para que los seres preternaturales pudieran desplegar cualquiera de sus portentos. John Cotta, por caso, advirtió que los espíritus podían causar enfermedades, pero únicamente en virtud del permiso. 173Lo mismo planteó Gifford al aludir a la posibilidad de que se manifestaran visiblemente y hablaran con seres humanos «cuando Dios lo permite». 174La habilidad para posarse sobre objetos (a pesar de ser seres inmateriales), moverlos rápidamente de un lugar a otro y penetrar en diferentes elementos también estaban atadas a la misma cláusula condicional: «si Dios lo permite». 175Un ejemplo de esto último eran las posesiones de cuerpos animales o humanos, que aunque aceptadas dentro de las facultades demoníacas, también quedaban supeditas al permiso del Ser Supremo. 176De esta forma, en la tratadística inglesa el Adversario también estaba limitado. William Perkins resumió esta propuesta en una oración: «Sin dudas, su malicia va más lejos, como su voluntad y deseo; pero Dios ha restringido su poder para ejecutar sus propósitos malignos, más allá de lo cual no puede ir». 177Gifford repitió de manera casi textual el párrafo de Tomás de Aquino en el que distinguía entre quién era Señor y quiénes ministros, así como el motivo en el que se basaba esa diferencia: los segundos no ejercían una autoridad absoluta, sino cierto poder cuando el primero (quien sí tenía aquel atributo) aflojaba las cadenas que lo apresaban para darle rango de acción. 178Holland denominó sus facultades como un «poder débil», puesto que no era capaz de causar efectos si la deidad no le daba la fuerza para ejecutar su voluntad. 179Era, en definitiva, lo que la teología patrística había establecido hacía más de mil años: un poder encorsetado por uno superior. 180No era dueño de su destino, menos aún un agente libre; su infinita malicia colisionaba permanentemente con su limitado poder. 181Solo cuando «Dios lo soltaba», explicó el clérigo Alexander Roberts, podía ser efectivo. 182En este sentido, como Euan Cameron oportunamente advirtió, aunque el lenguaje remitiera a las ideas de permiso y autorización, en realidad eran mandatos y prescripciones que el Creador imponía. 183

Hasta aquí, la revisión de la ministerialidad demoníaca y la dependencia del permiso en los textos ingleses no se alejaban de aquellos registros en los que el mainstream teológico previo coincidía. Sin embargo, es posible hallar evidencias de que la revisión tomista, aquella que sirvió de puntapié al discurso demonológico radical, no pasó desapercibida en Inglaterra. Tal como señalara Nathan Johnstone en un libro publicado en la década pasada, los puritanos ingleses estaban obsesionados con la permanente presencia y amenaza demoníaca en la vida cotidiana. Aquella se manifestaba principalmente (aunque no exclusivamente) en las tentaciones espirituales e interiorizadas. El estudio de diarios íntimos de los hombres piadosos, sermones de pastores y otros textos devocionales, llevaron al historiador a concluir que, a diferencia de los católicos, los puritanos consideraban que la tentación demoníaca no era un evento puntual sino una condición de vida, un estado perenne de la existencia humana. 184Teniendo en cuenta lo visto anteriormente, es posible asociar la idea de Johnstone con la existencia de una suerte de permiso general de la divinidad hacia el demonio para tentar a todos los seres humanos. Sería posible plantear que las tentaciones constantes no estarían asociadas con órdenes específicas y ad hoc por parte del Creador, sino más bien con la supervisión laxa y general referida por Tomás. Aunque los mencionó ligeramente en su investigación, Johnstone no basó su trabajo en los tratados demonológicos. Ello no es óbice para creer que, en aquellos documentos, escritos todos por zelotes protestantes, no puedan hallarse rastros de los acosos diabólicos permanentes y, en consecuencia, de la mencionada idea del Aquinate. El Discourse del predicador puritano George Gifford puede aclarar nuestra inquietud. Allí, más allá de los pasajes de clara inspiración agustiniana, es posible advertir otros poco destacados usualmente. Por ejemplo: no siempre era necesario que la autorización divina fuera directa, no siempre era una orden. En uno de los párrafos más audaces de su primer tratado, Gifford aseguró que era posible que el demonio eligiera castigar y tentar específicamente a algunos hombres por creer que la divinidad le daría permiso, ya sea por la vida pecaminosa que llevaban o porque merecían ser inducidos a cometer errores ( people are worthy to bee seduced and lead into vile errors ). 185Aquí hay una diferencia sutil pero importante: aparece un alto grado de autonomía diabólica; creyendo que eso era lo que Dios deseaba, el Príncipe de las Tinieblas (o uno de sus subordinados) decidía actuar como verdugo o examinador. 186Aunque ello presentaba contradicciones en relación con la postura que el demonólogo tenía respecto de la Providencia o la ministerialidad del Diablo, intentó salvarlas (aunque no convincentemente) al indicar que las tentaciones, como siempre, dependían en última instancia de la voluntad final del Creador. El demonio tenía cierto espacio para intentar llevar algo a cabo, pero si ello ocurría efectivamente era merced a que la divinidad no se oponía. Lo que se reconoce, pues, es que existen instancias donde es posible interpretar que había un mayor nivel de autonomía, una cadena que podía mostrar diferentes grados de tensión y hasta estar totalmente relajada, aunque nunca dejaba de adornar el cuello del Maligno.

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