Pedro Castro - El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961

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El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961: краткое содержание, описание и аннотация

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Pedro Castro fue testigo del incendio del Templo de San Antonio (hoy Catedral) en marzo de 1961, cuyos efectos pusieron en peligro vidas, reputaciones y bienes de ciudadanos pacíficos de Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua. A sesenta años de los hechos realizó esta investigación para esclarecer las circunstancias y las responsabilidades de quienes participaron sin freno ni castigo en agresiones vindicativas contra inocentes. Muchos actores y observadores de esa época ya fallecieron, y entre los que sobreviven sus recuerdos y opiniones distan de ser coincidentes, situación reveladora de la confusión que envolvió a este incendio. Una suerte de leyenda negra todavía evoca la tormenta perfecta en la que algunas personas resultaron afectadas en medio de una ausencia completa de autoridad. Esta tormenta estuvo ligada al hecho de que a causa de la Revolución Cubana el gobierno de los Estados Unidos y uno de sus brazos, la CIA (Agencia Central de Inteligencia) se alió con El Vaticano y las Iglesias Católicas de América Latina, como la Mexicana, medios venales de comunicación y en general con la derecha criolla dentro y fuera del gobierno, en la llamada lucha contra el comunismo. Una «guerra santa» se declaró en todo México y Ciudad Cuauhtémoc no fue la excepción: desde las cartas pastorales y los púlpitos se alimentó el odio hacia los «comunistas» que supuestamente empezaban a apoderarse de todo lo más sagrado y valioso del país. El incendio del templo fue la mejor prueba de que el «comunismo» había sentado sus reales en el poblado para hacer de las suyas y había que combatirlo. Antes de tener pruebas, y apoyados en rumores y falsedades, detractores de don Pedro Castro Guzmán le señalaron junto a otras personas como los «diabólicos» incendiarios al servicio del «comunismo ateo». Este libro da cuenta, por un lado, lo que pasó y por qué pasó, a partir de la coyuntura internacional, nacional y local, en la histeria de los modernos templarios contra «los comunistas». Es imposible saber, como ocurrió desde un primer momento, si el incendio fue accidental o no, aunque se especula con las dos posibilidades, pero eso ahora nadie lo sabe con precisión, dígase lo que se diga. La verdad preponderante es que grupo de ciudadanos honorables, con don Pedro Castro Guzmán a la cabeza, fue acusado sin pruebas, atacado y victimizado a partir de la infamia urdida por el párroco de ese momento, Jesús Esquivel Molinar, que se tradujo en violencia inaudita y el desgarramiento del tejido social. Los hechos ocurridos en Ciudad Cuauhtémoc guardan paralelos -mutatis mutandis- con sus similares, más trágicos, de San Miguel Canoa, Puebla, de varios años después. El anticomunismo, primogénito de la Guerra Fría, infectó a México, con su punto más elevado en la Matanza del 2 de Octubre de 1968. Este libro llena el hueco representado por uno de los capítulos más ignominiosos e ignorados de la historia de Ciudad Cuauhtémoc.

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Notas del capítulo

1“Tratado de Letrán”, Historia Mundial del Siglo XX, Vol. 2, Barcelona, Editorial Vergara, 1972, p. 456.

2Cohn, Norman, El mito de la conspiración judía mundial, Colección Raíces, Buenos Aires, Proyectos Editoriales, 1988, p. 47.

3.

4Cohn, op. cit., p. 224.

5Casanova, Julián, La Iglesia de Franco, Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 2001, p. 51.

6Ibid., p. 225.

7Ibid., p. 226.

8Ibid., p. 227.

9Orbe y Urquiza, Pbro. Jesús de, Acción Católica, apostolado seglar organizado, México, Editorial Patria, 1950, p. 494.

10Kinzer, op. cit., p. 102.

11De Rosa, Peter, Vicarios de Cristo, la cara oculta del Papado, México: Ediciones Martínez Roca, 1992, pp. 224-225 y 227-230.

El virus estadounidense del anticomunismo Al año de terminar la Primera Guerra - фото 8

El virus estadounidense del anticomunismo

Al año de terminar la Primera Guerra Mundial en noviembre de 1918, Estados Unidos entró en una turbulencia producto de las nuevas circunstancias posbélicas, con depresión económica, inflación galopante, desempleo, huelgas, asesinatos y atentados. Rebasados por los problemas de todo tipo, líderes populistas optaron por la más expedita salida de tangente: echar mano del truco del grupo maldito. Convenía culpar a supuestos conspiradores y saboteadores, extranjeros o no, como “bolcheviques”, un término que designaba enemigos fantasmagóricos, movidos por “fuerzas enemigas” que dictaban instrucciones desde la Unión Soviética. Aquí se incluían, sobre todo, a individuos y grupos progresistas de origen intelectual, político o laboral. En febrero y marzo de 1919, un subcomité del Senado presidido por Lee Overman llevó a cabo investigaciones para averiguar el alcance de la influencia bolchevique en los Estados Unidos, tema que mencionamos antes. A pesar de sus pocos logros y muchos fracasos consecuentes este senador creó el modelo persecutorio de supuestos comunistas, basado en embustes e invenciones, que dio la pauta de otra comisión parlamentaria, el presidido años después por Eugene McCarthy.1 La llamada alarma roja creada por el senador Overman se liquidó a principios de 1920, pero el anticomunismo permaneció como un virus dentro del cuerpo de la opinión pública norteamericana. “Cuando Norteamérica mejoraba su salud, parecía que los virus quedaban bajo control. Cuando el país se debilitaba por las crisis, la fiebre anticomunista afloraba de nuevo”. Masones, judíos, extranjeros, anarquistas y comunistas –tan distintos y carentes de relaciones entre ellos– constituían el grupo maldito contra la que debían dirigirse las baterías anticomunistas.2

En agosto de 1945 terminó la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos había librado la guerra más difícil de su historia, contra dos poderosos y casi invencibles potencias de los grandes mares, Alemania y Japón. En principio, esta victoria debía traer una sensación de paz y seguridad en el país, más cuando era la única potencia nuclear probada. El arquitecto de tal victoria, Franklin Delano Roosevelt, que a lo largo de doce años sacó adelante a su país, y cuyo pensamiento y obra prometían un mundo sin guerra y sin conflictos mayores, estaba en la cúspide de su éxito político. Sin ser excesivamente entusiasta de sus aliados soviéticos con los que derrotó a enemigos formidables, al menos estableció las bases de un prometedor entendimiento. Pero falleció antes de que tal cosa ocurriera y fue sustituido por un mandatario de mucho menor calado, provinciano e ignorante, Harry Truman.3 Los problemas internos se le presentaron casi de inmediato: inflación, desempleo y recesión. Se sucedieron los conflictos entre grupos económicos, huelgas y de tipo racial. Era la hora de culpar a alguien, a un grupo maldito, de tendencias supuestas o reales comunistas, aunque en rigor los miembros del partido en Estados Unidos eran muy pocos, por lo que hubo la necesidad de abrir el espectro de los presuntos enemigos “vendepatrias” del país. Por otro lado, los desacuerdos, malentendidos y fantasías hacia la Unión Soviética fueron el piso firme para las hostilidades hacia los disidentes al interior.4 Truman se orientó hacia la hostilidad “autodefensiva” en la política exterior, tendencia que dio origen y permaneció por décadas, y que tomó el nombre de Guerra Fría. Dos mitos eran los que se imponían en esta coyuntura: uno, la teoría del dominó, consistente en que si un país caía en manos de los comunistas los vecinos caerían uno a uno. El otro era que el comunismo constituía un cuerpo monolítico: todos los comunistas eran iguales y obedientes a Moscú. Sobre estos dos equívocos los Estados Unidos emprendieron acciones en el exterior que costaron muchas vidas y pérdidas materiales. No pudieron entender que para que una nación tomara un rumbo, el que fuera, dependía más de las condiciones internas que las externas, si bien las intervenciones foráneas podían jugar algún papel. Las hostilidades entre la Unión Soviética y los Estados Unidos empezaron en abril de 1945, en el mismo momento en que Truman tomó el poder, pero la Guerra Fría no se declaró abiertamente hasta dos años después. El pretexto para ello fue Grecia, donde las guerrillas luchaban contra un gobierno impuesto por los británicos. La mayoría de las guerrillas no eran comunistas, y menos aún estaban apoyadas por los soviéticos.5 Sin embargo Truman decidió que la guerra civil griega formaba parte del plan de expansión soviético y que si Grecia caía, otros países de Europa, Asia y América también sucumbirían. De manera inmediata no solo estaba interesado por Grecia, sino también en Turquía, puente entre Europa y Asia, pivote del paso del Mar Negro al Mediterráneo. Grecia y Turquía controlaban también el tráfico marítimo en torno al Medio Oriente, fuente de petróleo para Estados Unidos. Truman decidió intervenir en la guerra civil griega y ayudar al mismo tiempo a los turcos. El 12 de marzo de 1947 convocó a una sesión conjunta del Congreso para solicitar 400 millones de dólares en ayuda económica y militar a Grecia y Turquía y una autorización para enviar consejeros militares y civiles a ambos países. La línea fundamental de la alocución de Truman fue: “Creo que la política de los Estados Unidos debe consistir en apoyar a los pueblos libres que resisten frente a los intentos de dominación por parte de minorías armadas o presiones exteriores.” Esto es lo que se conoce por Doctrina Truman, un compromiso contra las revoluciones donde surgiesen, asumiendo que los soviéticos y después los chinos por principio las apoyaban para instaurar regímenes títeres similares a los suyos.6 Con esta lógica Truman resolvió apoyar a Francia en Vietnam en vez de apoyar al movimiento de independencia dirigido por Ho Chi Minh. Ignorando a Ho, en 1950 Estados Unidos resolvió de esta manera, abriendo el camino para la larga y costosísima guerra de Vietnam, de donde el país tuvo que retirarse derrotado. En Europa la ayuda a Grecia y Turquía, fue seguida por el Plan Marshall, programa de ayuda económica a fin de que no cayese en manos comunistas, luego por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).7

Dos hermanos iban a ser emblemáticos de la Guerra Fría: John Foster y Allan Dulles. Foster sería investido como poderoso Secretario de Estado en la administración Eisenhower, mientras que Allan fue el primer director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA), con Truman, luego con Eisenhower y finalmente con Kennedy. Para Foster la guerra civil en Grecia y la imposición de regimenes prosoviéticos en Polonia, Rumania and Bulgaria eran evidencias palpables de que Stalin llevaba a cabo una estrategia agresiva de expansión dirigida a “erradicar a los tipos de sociedad no-soviéticas,” y que si los Estados Unidos no contra-atacaban, una “fe extranjera nos aislaría y presionaría a la punto de que nos derrotaría o daría inicio a nueva guerra.” Acusó a la Unión Soviética no solamente de continuar las metas estratégicas propias del crecimiento territorial de la fenecida Rusia Imperial, sino proyectar su poder en todo el mundo. Para él representaba no solamente una amenaza para Occidente, sino un “desafío a la civilización establecida, del que solamente ocurre una vez en siglos.” Haciendo gala de conocimientos históricos menos que elementales escribió que “en el siglo X después de Cristo el llamado mundo cristiano fue desafiado por una fe extraña…La marea del Islam partió de Arabia y arrasó mucho de la Cristiandad…Ahora han transcurrido diez siglos y la civilización acumulada en todo este tiempo se enfrenta a otro desafío. Ahora es el momento del comunismo soviético.” Esta retórica sobrepasaba a cualquier crítica hecha al nazismo, al que vio como una ideología que condujo a grandes crímenes, pero al menos poseía una identidad occidental, cristiana y capitalista. El comunismo no tenía estas características, por lo que ningún compromiso sería posible con él. Por increíble que parezca, de aquí se derivaría una idea muy extendida, de origen religioso, en el sentido de que el mundo se dividía entre las fuerzas celestiales y las fuerzas demoníacas.8

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