Si no fuese por los niños, hasta celebraría el castigo. Irse a Arcángel, a Mezen, adonde sea... Llamará a ese destino obligado su Ostracia. Llegará a una tierra donde no la conocen; no podrán juzgarla. Una revolucionaria, por mucho que haya sido criada entre sedas y sábanas de Holanda, no puede temer nada. Ni el frío, ni el hambre, ni la soledad. Se instalará en una casa nueva y ella adora ese momento creativo de los comienzos donde todo está por descubrir, donde todas las palabras se pronuncian con la autenticidad de la primera vez. Debe concentrarse en la posibilidad de contemplar Ostracia como un destino de vacaciones, como una elección deliberada, como si fuese ella quien se exiliase.
Pero, al llegar, ve los habitáculos alineados, todos levantados en sentido contrario a la calle, para que los vecinos nunca hablen y respeten la tierna intimidad del adentro y la oscura hostilidad del afuera. En las puertas solo permanecen los enanos de piedra, iguales en todos los jardines, con las sonrisas disecadas, mirándola, observando todo con sus caras necias. En Ostracia, avisan, no está permitido llorar. En Ostracia, avisan, los enanos ocupamos el jardín para evitar que nadie ponga la ropa a secar en el exterior porque la ropa, si está sucia, debe ser lavada dentro; nunca exhibirse a la contemplación pública. Además, la ropa interior femenina es provocativa y podría causar estragos entre el vecindario. Ella no entiende por qué las leyes protegen a esas otras personas que, al final, también han sido condenadas. Ingenuamente pregunta si está vigente una sola ley que atienda a lo que pueda provocarla a ella. Los enanos se callan. No está allí para preguntar, ni para pedir, ni para solicitar. No está allí para reivindicar, ni para suplicar, ni para rezar, ni para rogar. No está allí para hacer más justa la justicia. Está allí solo para expiar sus culpas. Para acatar la Ley.
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Nadie sabe cuándo va a tener que instalarse en Ostracia. Algunos nunca llegan a ir allí. Esos son los vencedores, los que siempre saben, reptando, encontrar tierra firme bajo los pies. Tampoco van a ser desterrados nunca los que caminan mirando al suelo, sin levantar la vista al cielo, implorando, para que el poder no perciba su presencia. Ni mucho menos los que responden como ovejas a los mandatos, es decir, los que pastan tranquilos en la hierba y bajan seductoramente las pestañas para flirtear con el poder. Todos los rebeldes, sin embargo, deben pasar una estancia en Ostracia, a fin de aprender en carne propia el peligro de escoger la desobediencia. Habitualmente son acusados de llevar dinamita entre los dientes o, aún peor, de ir por libre, olisqueando el camino, entreteniendo la marcha del rebaño. Tampoco es preciso que Ostracia sea una prisión con excepcionales medidas de seguridad. Ostracia puede ser un tiempo donde las ideas propias ofenden a los que antes se llamaban “los tuyos”, un paréntesis de distancia con aquello que antes nos constituyó, un tiempo para ser una apestada, una disidente, una que debe ser señalada con el dedo, a ser posible por un dedo con varios anillos bien colocados. Ostracia, la mayoría de las veces, ni siquiera exige un viaje. Puede tratarse de un arresto domiciliario o de un espacio virtualmente alejado del circuito social, donde antes de la condena era posible reír con los camaradas, debatir los matices todos, sin sospechar que nadie pudiera ofenderse. En algunas versiones, Ostracia es uno de tantos desiertos domésticos que la política usa para castigar a los militantes entregados que, de pronto, no lucen tan bonitos como antes. Para resistir, hay que entrenarse en la escasez voluntaria de bienes. Hacerse anacoreta. Para pasar por Ostracia y salir viva es preciso superar doce pruebas: un juicio injusto, una amistad traidora, el desprecio de los tuyos, la saña de los guardianes, el hambre, la sed, el sueño, el dolor, el frío, la ausencia de caricias, la falta de noticias y, la peor de todas, la autocrítica. Porque Ostracia está diseñada para que la presa entienda que podría verse a salvo del castigo si hubiese renunciado a tanta rebeldía en tiempo y forma, de manera que el castigo es siempre merecido.
Mientras así medita, Inessa dobla cuidadosamente la carta que intentará enviar a Alexander. Le habla de la compañera que han trasladado a otro lugar, ni siquiera sabe dónde, el día anterior. Llevaba nueve meses en ese exilio y comenzó a padecer alucinaciones: veía por todas partes rostros fantasmagóricos. Pero Inessa no cuenta eso para preocupar, todavía más, a su familia; es que la denuncia es ya en ella una costumbre. La presa tenía solo dieciocho años: “¡Es una niña!”, insiste. Le cuenta también, sin medias tintas, al todavía marido que Volódia la acompaña y le brinda todo su apoyo. Hasta ha escrito a un miembro de la Duma solicitando que intercediese por ella, retenida en Arcángel dos semanas sin derecho a recibir visitas ni reconocimiento médico, aunque haya contraído malaria. Finalmente, la mandaron a Mezen, en un viaje de siete días en dirección norte absolutamente penoso: <>.
Como Ostracia adopta tan diferentes formas, lo único importante es no derrumbarse; es imprescindible mantener el control. Ostracia es también el aura de silencio que puede rodear a una mujer en las calles de Moscú cuando es amante de su cuñado, especialmente si él tiene doce años menos, y si no deja por eso de querer tiernamente al marido durante el resto de su vida. Inessa continúa durante horas y horas tejiendo pensamientos subversivos y escribiendo cartas para los niños con dibujitos y preguntas cotidianas sobre las clases de francés, los deportes, sobre el eczema en la piel de Fedor, que debe aplicarse una solución diaria de aloe-vera, sin olvidarse nunca-nunca-nunca... Inessa, en medio del frío, cubierta hasta las orejas por una manta de pelo, escribe para así vivir, que a veces la vida consiste solo en escribir. Se detiene en minucias con humor, hasta que parecen enormes relatos, igual que convierte lo enorme en un detalle sin importancia para alejar de los niños cualquier angustia. Perfeccionista en el oficio de madre, se empeña en practicarlo en la, poco habitual, modalidad de madre a distancia. Pero, sobre todo, se aplica a la resistencia. “Por aquí realmente hace frío; para ser exacta, 37 grados bajo cero, pero eso mismo explica la naturalidad del trato entre los presos y las gentes. Aquí, un preso es apenas otro animal con frío, igual que todos los demás”. Inessa distrae su atención del espectáculo de las miserias, pero no miente. Exhibe fortaleza para animar a los suyos, porque permitirse la mentira sería tanto como presumir de estar hecha de madera de heroína, cuando no puede ser, que los humanos todos estamos compuestos de la misma sustancia: un poco de carne y sangre apenas envuelta en una piel finísima, que cualquier casualidad puede perforar. <>. Inessa escribe desde Ostracia para el mundo, y todas las presas, también las que habitan otras Ostracias más cálidas, podrían reconocerse en su voz. <>. Como quien llevase una cesta de pícnic para sentarse a celebrar una fiesta en un volcán, así Inessa pasa el exilio enseñando a leer a sus compañeros de infortunio. Mientras tanto, aprende de sus relatos lo que es verdaderamente la lucha de clases, además de una frase en los libros que acabaron por llevarla a este lugar, distante de la mano de Dios, pero no mucho de la mano del zar. <>. Por supuesto que, como todas las presas, esta tiene que soñar con futuros para levantarse cada mañana, incluso si eso de levantarse es solo una forma de hablar, porque en los días más duros, casi no puede caminar a causa del frío: todo ejercicio físico debe ser evitado para economizar energías. Sumergida en esa eterna oscuridad, Mezen se vuelve para ella un espacio onírico, tan irreal como las figuras que pueblan los sueños, y la presa subsiste porque está sin estar de todo, con una parte de su mente allí fuera, donde habita la realidad, durante dos años lentos, dos años duros, dos años inmensos, que harán crecer a sus hijos hasta convertirlos en seres irreconocibles. Más vale soñar con una visita donde ella pueda mostrar esos bosques de su Rusia del norte, tierra salvaje, de una belleza mortífera. <>.
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