HIERBA MORA
TERESA MOURE
TRADUCCIÓN DEL GALLEGO
A CARGO DE LA AUTORA
PRÓLOGO DE MARÍA SÁNCHEZ
SENSIBLES A LAS LETRAS, 68
Título original: Herba moura
Primera edición en Hoja de Lata: febrero del 2021
© Teresa Moure, 2005
© del prólogo: María Sánchez, 2020
© de la imagen de la portada: Marta Orlowska
© de la presente edición: Hoja de Lata Editorial S. L., 2021
Hoja de Lata Editorial S. L.
Avda. Galicia, 21, 4.º E, 33212 Xixón, Asturies [España]
info@hojadelata.net/ www.hojadelata.net
Edición: Hoja de Lata Editorial S. L.
Diseño de la colección: Trabayadores culturales Glayíu
Corrección: Tania Galán Álvarez
ISBN: 978-84-16537-70-9
Producción del ePub: booqlab
Actividad subvencionada por la Fundación Municipal de Cultura, Educación y Universidad Popular del Ayuntamiento de Gijón/Xixón en su convocatoria de subvenciones 2020.
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PRÓLOGO. Genealogía de una flecha
PRIMERA PARTE. Christina de Suecia
SEGUNDA PARTE. Hélène Jans
TERCERA PARTE. Ellas, de las que tanto se habla
CUARTA PARTE. Inés Andrade
PRÓLOGO
GENEALOGÍA DE UNA FLECHA
1
Piensen en un cuerpo como en una casa. En unas manos que escriben como un bosque. En unos dedos, a tientas, a oscuras, adivinando la distancia hasta las paredes atravesando el aire. Piensen en los cimientos de este posible e imaginado lugar, en las raíces y en las redes que se forman bajo nuestros pies. Piensen en la humedad, en los olores, en las texturas de microorganismos y seres que se entrelazan para seguir haciendo posible nuevas formas de vida, nuevos modos de supervivencia. Piensen, imaginen, respiren. Quédense con el olor a tierra mojada, pero no se dejen llevar solo por el petricor. Hagan hueco al barro, a los hongos, a las piedras, a las ramitas, al musgo y al cieno, imaginen todos los universos posibles que puede contener una sola gota de lluvia. Prueben a nombrar todo lo que ven. Seres, árboles, sombras, organismos y plantas. Multitudes, simbiosis, vidas como historias entrelazadas. Déjense llevar por otras narrativas: quizás esa semilla que acaba de engancharse en su ropa tiene algo que contarle, algo por lo que existir por sí misma, pero siempre formando parte de algo más grande, casi infinito, que no podemos abarcar ni alcanzar con nada que pueda someterse a límite o medición. Ahora, vuelvan a ese cuerpo como una casa, como un refugio, como una madriguera. Como un lugar de calor y cobijo, de descanso y alimento. Ese cuerpo que escribe, que busca, que nombra, que señala la luz y las sombras, que las arrincona al nombrarlas, que las posee y delimita al hacerlas propias en su voz. Intenten reproducir las trayectorias del cuerpo, tanto dentro como fuera de la casa. Dibujen con los dedos posibles trazos, caminos, veredas que llevan a nuevos lugares e historias. Quizás solo hay que dejar que algo empiece, que algo tenga la luz suficiente para que alguien deje su atención justo ahí, en algo que germina y es susceptible de convertirse en algo completamente nuevo y con voz propia. Quizás escribir es errar, equivocarse, dudar, tantear una y otra vez en la oscuridad donde se presiente una casa, pero que aún no puede alcanzarse, verse ni palparse. Pero, ¿quién es el sujeto que escribe?, ¿desde qué género y desde qué lugar lo hace? Imagínense ahora como hogar, conviértanse en paredes, tabiques, techos, esquinas, lumbre, tuberías, desagües, resquicios, humedades, grietas, ventanas, despensas y cómodas. Acomódense en el papel de espectador, asistan al funcionamiento del organismo a través de la historia, acompañen a la estructura de generación en generación. Mírenla como una rueda de un molino, piensen en su mecanismo, en su funcionamiento, siempre en movimiento, porque tontos nosotros, que nos equivocamos y pensamos que son las mismas aguas cada día nuevo que acontece, que son las mismas vidas las que hacen posible la rotación y el movimiento. ¿Qué es lo que hace girar todo lo que rodea la vida de alguien que escribe? ¿Quién? ¿Cómo? ¿A costa de? ¿Ellas? ¿Quiénes son ellas? Cuerpos invisibles, muchas veces sin nombre, como la rueda, trabajando, girando y girando, haciendo posible el agua y el trigo. Ellas como fantasmas, ausentes, asociadas y reducidas al espacio doméstico desde el inicio de los tiempos, configuradas para el interior y el cuerpo, para lo sobrenatural y el desastre, sin opción de acceder a lo que sucede fuera de la casa y al conocimiento validado y reconocido como tal. Ellas, las que dan aliento y hacen posible que el mundo siga girando, de forma permanente. Ellas, imagínense, ellas, piensen en un momento, qué escribirían ellas, desde su posición de casa, de organismo que todo lo ve y lo siente, piensen por unos segundos. Qué escribirían ellas, insisto, si hubieran podido desligarse de los roles y prejuicios, si hubieran podido escribir en algún momento de sus vidas. ¿Hemos podido imaginar siquiera desde nuestra posición privilegiada otras posibles narrativas fuera de estas aguas y ruedas de molino?
¿En qué se convierten todos los saberes no reconocidos y valorados que quedan dentro de un cuerpo ligado a una casa?
¿A dónde va todo lo que no deja un rastro posible en nuestra memoria?
El poeta y monje portugués Daniel Faria escribía en El libro de Joaquim : «No creo que cada uno tenga su lugar. Creo que cada uno es un lugar para los otros.» Es un verso precioso, contundente, más en los tiempos de incertidumbre y pandemia que nos atraviesan. Pero nunca olvidaré que, la primera vez que lo leí, inmediatamente, vinieron a mi cabeza las imágenes de mi madre y mi abuela en casa, trabajando. Siendo siempre ellas un lugar para los otros. Un cuerpo para los otros. Una vida para los otros. Una fuerza para los otros, un cuidado para los otros. Me acordé de todas las mujeres que veía en mi día a día. La mayoría, amas de casa, referentes de nadie, espejos en los que nunca nos queríamos mirar. Mujeres-casa donde sucedían los cuidados, donde ellas eran el lugar desde el que comenzaba la vida de los demás. Mujeres-casa con remedios y saberes, la mayoría infravalorados y encajados en un segundo plano, y por supuesto, cómo no, a la sombra y por detrás de otros. Mujeres siempre dispuestas, nunca ocupadas para las necesidades de los demás. Mujeres a las que por el simple hecho de serlo se han visto formuladas en una ecuación junto al espacio doméstico y por qué no, también junto a la naturaleza y lo orgánico, frente al raciocinio y la cultura, frente al mismo conocimiento. Todo sexo enfrentado, reducido a esa dicotomía que parece condenada de por vida a oponerse una y otra vez. Como si ellas solo pudieran ser lo que el cuerpo les designa: una fuerza de trabajo, como si solo se las contemplara como la posibilidad de engendrar y cuidar, de seguir perpetuando la vida (de ahí quizás expresiones que a muchas nos chirrían por todo lo que conllevan y denotan como «la madre tierra») como siendo estos hechos reducidos y considerados como algo que nunca podrá ser válido o refrendado a nivel académico, actos y saberes que no serán reconocidos ni englobados en formas de conocimientos y culturas, que no podrán enseñarse en la universidad. De ahí, quizás, siento ahora la necesidad de traer aquí esas maravillosas palabras de la socióloga, historiadora y activista boliviana Silvia Rivera Cusicanqui: «Para mí la universidad ideal se dará el día en que una tejedora analfabeta enseñe matemática serial con las manos, o sea, en silencio.»
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