Miguel Ángel Cabrera - El reformismo social en España (1870-1900)

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Surgido a finales del siglo XIX, el reformismo social es un componente fundamental de la historia contemporánea de España, pues constituye la etapa inicial del proceso de gestación e implantación del Estado del Bienestar. El objetivo de este libro es ofrecer un detallado análisis de la génesis y la naturaleza del reformismo social español, con el fin de arrojar nueva luz sobre los orígenes y las causas de aparición del Estado del Bienestar contemporáneo. La conclusión primordial a la que se ha llegado en la investigación sobre el tema es que el origen del reformismo social se encuentra en la crisis de credibilidad experimentada por el régimen económico y político liberal, como consecuencia de su incapacidad para instaurar el orden social estable, igualitario y carente de conflictos previsto en el paradigma teórico liberal y en su filosofía de la historia basada en la noción de progreso.

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La frustración de expectativas aquí descrita se acentuó y extendió muy rápidamente con el paso del tiempo, con el consiguiente auge del reformismo social. A medida que crecía el desencanto con respecto al liberalismo clásico, lo hacía también el número de partidarios de las reformas sociales. Este auge del reformismo social se puede observar con claridad, por ejemplo, en la evolución de las discusiones sobre la cuestión celebradas en uno de los principales foros de debate público del momento, la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (RACMYP). Dicha evolución constituye un revelador y significativo índice del avance experimentado por el reformismo social. Todavía a comienzos de la década de 1890, como hace notar Buylla, predominan entre los miembros de la Academia la defensa del individualismo y de la Economía Política clásicos y la consiguiente oposición a cualquier tipo de intervención del Estado, como se vio, por ejemplo, en la discusión sobre las reformas sociales decretadas en Alemania que tuvo lugar en 1890. Como relata Buylla, en esa discusión, conservadores y liberales se opusieron por igual al «intervencionismo del poder público para regular las relaciones entre patronos y obreros», con la tímida excepción de conservadores como el marqués de la Vega de Armijo y el conde de Torreánaz. En esos momentos, «domina todavía el santo horror a la legislación que repercutir pueda en merma del sagrado derecho de la propiedad real» y unía a todos «el grande amor del fetichista respecto a las intangibles leyes económicas; leyes necesarias, fatales, universales». La postura predominante dentro de la Academia aparece representada, como señala Buylla, por intervinientes como Laureano Figuerola, quien defiende la libertad de contratación y rechaza cualquier intervención estatal. 30

La postura favorable al intervencionismo, sin embargo, fue ganando terreno muy rápidamente, como se puso de manifiesto en las discusiones de los años siguientes. En ellas los participantes no sólo se hacen eco cada vez más de la crisis de la Economía Política clásica y del consiguiente auge que está experimentando en Europa el intervencionismo estatal, sino que un número creciente de ellos se muestra partidario de la intervención del Estado en la esfera de las relaciones laborales. Este cambio de tendencia se observa ya, por ejemplo, en la discusión de 1893 sobre los gremios. A estas alturas, la necesidad de la reforma social y de la intervención estatal, como medios de hacer frente y encauzar al movimiento obrero, comenzaron a ser defendidas abiertamente en el seno de la Academia. En la sesión del 11 de abril, Mena Zorrilla «encareció la necesidad de mejorar la situación de los obreros», dada la «urgencia que hay de conjurar los peligros que entraña el malestar de las clases trabajadoras, cada día mayor y más general, según las informaciones hechas en todas partes». 31Y en la sesión del 18 de abril, Linares Rivas considera que el anhelo de las «masas» de «mejorar su situación, conquistando los derechos de que carecen» debe ser atendido, no sólo porque se trata de un deseo «hasta cierto punto» justo, sino porque, dado el número de sus miembros, sería vana la pretensión de detener su marcha y, por tanto, lo que hay que hacer es tratar de encauzar esa marcha mediante la introducción de reformas. Lo que «toca y cabe hacer a los poderes públicos es encauzarla, dirigirla e inducirla al bien, como brújula que guía la nave al puerto; no empleando para ello medios violentos, sino el atractivo de las ventajas y concesiones beneficiosas que se otorguen a las grandes agrupaciones de obreros que se asocien para fines legítimos». 32

Un índice aun más revelador y significativo de la profundidad de la crisis del liberalismo y de la frustración de expectativas y de la rapidez con que se produjo la transición hacia el reformismo liberal es la trayectoria seguida por algunos destacados intelectuales y dirigentes políticos liberales. Se trata de liberales que inicialmente eran defensores acérrimos del individualismo económico, de la libre concurrencia y de los principios de la Economía Política, pero que, en poco tiempo, modificaron sus puntos de vista, se sumaron a las críticas al liberalismo clásico y acabaron abrazando los postulados del reformismo social y convirtiéndose en adalides de éste. Éste es el caso, por ejemplo, del economista José Manuel Piernas Hurtado. A la altura de 1870, Piernas Hurtado hace una encendida defensa de los principios de la Economía Política y de la tesis liberal clásica de que la libertad económica es el único medio para resolver el problema social, de que éste es un residuo del pasado y de que, por tanto, desaparecerá por sí solo con el tiempo. 33Unos pocos años después, como veremos, Piernas Hurtado se había convertido en un severo crítico del individualismo económico clásico y en un ardiente defensor del reformismo social.

Quizás uno de los ejemplos más paradigmáticos de la crisis y la transformación experimentadas por el liberalismo durante estos años sea la trayectoria seguida por Antonio Cánovas del Castillo. A finales de los años 1860, Cánovas se proclama individualista, se declara defensor incondicional de la Economía Política y considera que el individualismo es el medio para alcanzar la armonía social (frente al socialismo y a otras doctrinas sociales). Se declara, según sus palabras, «individualista, en el sentido filosófico y económico de la palabra» y afirma que, sobre cualquier otro ideal de «asociación humana», está el «ideal moderno» [individualista], porque es el que «constantemente enaltece y perfecciona a los individuos». 34Según Cánovas, Dios creó al ser humano como «individuo» y aunque la sociedad existe y es el medio en que el ser humano actúa y se desarrolla, el individuo tiene primacía (no es el individuo el que está hecho para la sociedad, sino a la inversa, afirma). En cada ser humano hay más «libre albedrío» que en la sociedad entera y el ser humano es el responsable último de sus acciones. 35Unos años después, reitera sus argumentos en defensa del individualismo y sostiene que la «humanidad» no es «sino una mera agregación de individuos libres» y heterogéneos. 36

Con respecto al problema social, Cánovas se opone a toda intervención del Estado y defiende como únicas soluciones el ejercicio de la caridad y la resignación de los obreros. Así lo hace, por ejemplo, en 1871, en el debate parlamentario sobre la Primera Internacional. Aquí considera que la miseria y la desigualdad social son fenómenos naturales y que, por tanto, se trata de problemas que no pueden ser resueltos. Según él, «la verdad es que la miseria es eterna; la verdad es que la miseria es un mal de nuestra naturaleza, lo mismo que las enfermedades, lo mismo que las pasiones, lo mismo que las contrariedades de la vida, lo mismo que tantas otras causas físicas y morales como atormentan nuestra naturaleza». En cuanto a las desigualdades sociales, también son naturales, pues son el resultado del hecho de que los individuos son desiguales por naturaleza. Y de ahí que cualquier intento de igualar a los individuos sea antinatural. 37

Cánovas se muestra contrario, por consiguiente, a todas las soluciones a los «problemas sociales contemporáneos» habitualmente propuestas, a las que considera de «escasa eficacia». 38Entre ellas, menciona las «sociedades cooperativas», el «patronazgo voluntario» (propuesto por Le Play para resolver el problema del pauperismo), la participación de los trabajadores en los beneficios, la creación de nuevos gremios, los jurados mixtos, las sociedades de socorros mutuos, los créditos y la reducción de la jornada de trabajo. Cánovas acepta que esas medidas puedan ser adoptadas, pero duda de que sean eficaces. Con ellas, sentencia, «ni el espíritu de los trabajadores ni el malestar social habrán de mejorar sensiblemen te». 39El único remedio que él considera eficaz, reitera, es la «caridad cristiana o religiosa» y la resignación. Dicha caridad, afirma, es el único «agente a propósito para mediar entre ricos y pobres, suavizando los choques asperísimos, que por fuerza ha de ocasionar entre capitalis tas y trabajadores el régimen de la libre concurrencia», mientras que «la resignación o contentamiento con la propia suerte, buena o mala», es el «único lazo que mantiene en haz las heterogéneas condiciones individuales». 40Menos de dos décadas después, como veremos, Cánovas pasa a criticar abiertamente al individualismo económico clásico y a la libre concurrencia, negará que la caridad sea un remedio eficaz y se convertirá en defensor y promotor de las reformas sociales y de la intervención del Estado. Y así, aunque en su discurso de 1890 Cánovas reiterará su opinión de que todas las soluciones mencionadas («asociaciones voluntarias, cooperativas, patronazgo voluntario que preconizó Le Play, participación en los beneficios...») han resultado ineficaces para resolver el «hondo malestar social», lo hará no para defender la caridad y la resignación, sino para defender las medidas de reforma social. 41

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