Ignacio Ramón Martín Vega - Morir sin permiso

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Óscar es un empleado eficiente en una empresa multinacional de comunicaciones. Un día intercede en una agresión de violencia de género en plena calle y todo lo que le sucede en la vida comienza vertiginosamente a cambiar. Después de permanecer en el hospital tras un estado en coma, Maite, la chica a la que defiende y que se convertirá en su pareja, se percata de que tiene fasciculaciones en uno de sus brazos, síntoma previo de una terrible enfermedad. El fantasma de la ELA comienza a merodear en su vida, convirtiendo a Óscar en un ser reflexivo. No solo se enfrenta a una enfermedad incurable, también a sus pensamientos más hondos. Entre ellos, el derecho a morir dignamente. Todo este debate lo comienza en una pequeña iglesia, poniéndose frente a un Cristo, al que pide explicaciones, exigiendo respuestas.

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Se jactaba de cocinar bien, y gracias a haber sido un alumno aventajado de YouTube, supo sorprender gratamente a alguna mujer cuando la invitaba a comer a casa.

Nació en agosto de 1977. A sus casi cuarenta y dos años, sabía que le quedaba lo mejor por vivir. No tenía ninguna prisa para que llegase alguien a su vida, no buscaba nada; se limitaba a vivir y a esperar algo que volviera a dar sentido a su vida. Era un hombre equilibrado, alegre, amigo de sus amigos, y también sabía envolverse en su soledad. Ella, la soledad, cuando era buscada, era una sensación muy gratificante para él.

Aunque tenía un perfil abierto en Facebook, no era persona que gastase demasiado tiempo en utilizarlo. Sí que era verdad que alguna vez compró algún libro desde ahí. Era curioso, el autor, al que compró alguno de sus títulos, primero le hacía llegar el ejemplar y después, una vez que lo tenía en la mano y siguiendo unas sencillas instrucciones, pagaba el importe del libro mediante ingreso bancario a una cuenta posteriormente proporcionada. Óscar pensaba que tendría que irle bien, ya que había vendido con ese método más de cincuenta mil ejemplares de toda su obra.

Tenía todo el fin de semana por delante. Era viernes,y se había propuesto tener un par de días de lo más relajado. Le había llamado Alberto para, el sábado por la tarde, echar una partida de mus en el bar de siempre, pero se disculpó y declinó la oferta. Lo bueno de jugar al mus con los amigos del instituto era que gastaban media tarde en contar batallitas de la época de estudiantes. Lo malo, que cuando bebían demasiado se ponían muy cansinos. A Óscar nunca le gustó fumar o beber, así que le tenían catalogado como el raro del grupo. Tampoco iba a discotecas, no le gustaba ver a la gente pasada de vueltas a las tantas de la noche. Prefería ir al Café Continental, situado en la calle Empecinado. Era el lugar apto para poder conversar o debatir. Un lugar decorado al estilo de aquellos cafés de principios del siglo XX que había en las capitales de provincia. Aquellas mesas imitando el mármol, las sillas de madera antigua, la opacidad en su iluminación, hacían del local un sitio idóneo para tomar algo mientras se merendaba y se mantenía una interesante conversación. De hecho, al día siguiente se encontraría con Felipe, un compañero de trabajo, para tomar un café y charlar sobre cuáles eran los procedimientos donde fallaba, o al menos podría mejorar de forma ostensible.

Mientras llegaba la hora, ese viernes decidió permanecer en casa, enganchado a una de las múltiples y variadas series de una plataforma de pago hasta las tantas de la madrugada.

Despuntaba el alba, la noche abandonaba lánguidamente sus dominios, potestades, penumbras y tinieblas, dando paso a la claridad del nuevo día. Los sueños nocturnos se alejaban traicioneros, fugaces y cobardes mientras se incorporaba paulatinamente la realidad del día recién nacido. Óscar, poco a poco, despejaba la mente comprendiendo su realidad. Un rayo de sol se coló fugaz, debilitado a través de la vieja persiana de la ventana de su habitación. Miró la hora en su teléfono móvil y decidió que era el momento idóneo para salir a hacer running . Tomó un poco de leche y un pequeño plátano, y salió a correr. Seguía un circuito que le llevaba desde su casa hasta el Centro Comercial La Dehesa; así que entre la ida y la vuelta recorría algo más de diez kilómetros. Se había aficionado a disfrutar de la soledad del corredor de fondo. No le gustaba correr con nadie, prefería hacerlo con la compañía de su propia soledad, ahí era donde se le ocurrían las mejores ideas. La reflexión, oír algo de música, tener un encuentro sosegado consigo mismo, eran elementos imprescindibles para su vida. No era nada introvertido; sin embargo, ciertas actividades las reservaba para vivirlas en la intimidad.

Llegó a casa empapado en sudor. Como cada mañana que salía a correr, llegaba con muy buen ánimo.

Pese a su más de metro ochenta y cinco centímetros, no tenía problemas de articulaciones o dolores musculares. Se sentía vivo, y la ducha, después de ejercitar, era un elemento más para encontrar la vida muy placentera y gratificante.

El sábado había quedado a comer con Eugenia, su madre. Vivía en la antigua avenida Plaza de Toros, en Alcalá. Siempre que la visitaba le compraba un pequeño ramo de rosas y una caja de bombones. Era su particular forma de decir «te quiero» y expresarle que todo iba bien. Ese gesto parecía ir en consonancia con su estabilidad económica y laboral. Ella siempre fue quien llevaba los pantalones, desde que su marido saliese de casa de forma poco ortodoxa, llevándose a su hermano pequeño, hacía más de treinta años, por problemas de violencia machista. Guardaba imprecisos recuerdos de su padre, al que llegó a aborrecer. Sin embargo, fue él quien le inculcó el amor por la carrera de fondo, cuando en España aún no estaba muy en boga la práctica deportiva. Siempre le veía volver de correr por la calle, todo sudoroso y sonriente. Ese era el recuerdo más nítido que guardaba de su padre. Los otros, los de las voces o los de arrinconar a su madre en un pasillo, prefirió olvidarlos.

Llegó puntual a la cita con su madre. Sabía que le iba a soltar todo un interrogatorio en plan FBI. Cada dos por tres, su madre le hacía conocer a alguna chica de su edad; se había vuelto toda una casamentera, no deseaba que su hijo estuviera solo. A menudo le recordaba que su ex nunca le gustó y se lo dijo hasta el infinito, antes de casarse con ella.

Después de la comida, Óscar se echó una cabezada en el sofá del salón; siempre imaginó que su madre contemplaría como dormía, protegiéndole de los fantasmas de su vida.

Llegó a las siete en punto a la cita con su compañero de trabajo. Se encontraron en la calle Empecinado, frente a la cafetería, al lado del convento de monjas. No había demasiada gente para ser sábado. Óscar sabía que, según fueran pasando las horas, habría más ambiente. Pidió un agua con gas, y su compañero Felipe, una cerveza.

—Pues como te dije el otro día, Óscar, no logro mantener la calma necesaria para poder sobrellevar el trabajo. Llego todos los días estresado y con ganas de tirar la toalla. —Felipe realizó una pausa, estaba buscando la expresión adecuada para continuar—. Me cuesta conciliar el sueño…

—Para, amigo. Creo que cometes el error de tomarte como algo personal todas las conversaciones que tienes con la clientela. Tendrías que saber diferenciar lo personal de lo laboral. —Ahora fue Óscar quien hizo una breve pausa—. Ponerte un escudo, una pantalla. Y cuando cuelgues el teléfono, debes tener la habilidad de desconectar: se acabó la llamada y se terminó el mal trago. Si tienes que redactar un informe para comunicar algo importante a la empresa, lo haces, y después se acabó hasta la siguiente llamada.

—Ya, eso es muy fácil de decir, pero es que son una detrás de otra, y la verdad, que para la mierda de dinero que nos pagan…

—Mira, Felipe si accedí a vernos hoy fue porque en ti he visto posibilidades. Te voy a decir algo: hay personas que matarían por tener tu puesto de trabajo, así que abandona lo negativo, de esa manera nunca llegarás a nada. Es una cuestión de actitud. No puedo con la gente que está todo el día lloriqueando, diciendo lo malo que es su trabajo o lo hijoputa que es su jefe. Ponte las pilas, chaval. Lo único que haces es autocompadecerte, por eso no avanzas. —Óscar paró de repente, y con la mirada se fue de la conversación a una mesa próxima a ellos.

—¿Sucede algo? —preguntó Felipe, con la clara intención de volver la mirada hacia el lugar donde la clavaba Óscar.

—No, no lo hagas…, hay un… gilipollas que está teniendo una conversación muy tensa con una mujer y, por el lenguaje corporal, parece que la está abroncando en demasía… no sé, ella ha soltado una lágrima, se ha levantado y parece que va a salir a la calle, pero él la está agarrando fuerte por el brazo.

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