Daniel Matamala - Distancia social

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A partir de octubre de 2019, los dos años que siguieron en Chile fueron una montaña rusa, un movimiento de tierra importante incluso en este país acostumbrado a que se nos mueva el piso. Estallido social, pandemia, un acuerdo político histórico, la peor crisis económica y social en una generación, un gobierno ausente, decenas de miles de muertes por Covid, la rearticulación de un tejido social dormido y una ciudadanía que, «contra todo, votó con voz atronadora por un proceso constituyente que hoy está en marcha».
A esta selección de columnas de Daniel Matamala se suman dos textos inéditos y de mayor extensión, en que el autor disecciona los fenómenos y las consecuencias detrás de esta vorágine de acontecimientos. Se conforma así un relato informado y vibrante de esta época, «una crisis sobre otra crisis encima de otra crisis». Una narración que se lee como el diario de vida de un país desgarrado, agotado de la distancia social en todas sus dimensiones, y que sin embargo saca fuerzas, se levanta y se dispone a abrir puertas y ventanas a la esperanza.

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La violencia en los colegios, con periódicos enfrentamientos entre carabineros y “overoles blancos”, con gaseo de estudiantes en sus salas de un lado y lanzamiento de mólotovs del otro, fue un factor fundamental para encender la chispa de los torniquetes. El nivel de virulencia que se había incubado quedó claro en los primeros días del estallido, cuando carabineros entraron disparando balines contra las alumnas del Liceo 7.

Distancia social

Sabemos lo que pasó después: el alza de 30 pesos, los torniquetes, el fuego, la pizza, la declaración de guerra, los alienígenas, las marchas, la esperanza y la violencia. El acuerdo constitucional, la pandemia y un término que adquirió el doble significado que bautiza este libro.

Distancia social.

La epidemia del Covid nos hizo hablar de la distancia social como medida sanitaria, al tiempo que los acontecimientos políticos mostraban una cara distinta de la distancia social, esa que, como escribí en octubre de 2019, da cuenta de una clase dirigente atrincherada, en oposición a la cual irrumpe “un momento populista, en la correcta definición del término: la percepción de una división de la sociedad entre una élite corrupta y un pueblo virtuoso (…) un colectivo que se define por oposición a todo lo que representa la clase dirigente”.

Esa distancia social tuvo su expresión masiva en la marcha del 25 de octubre de 2019, cuando un mar sin orillas de chilenos desbordó Santiago y otras ciudades. Y su traducción electoral exactamente un año después, en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, cuando el Apruebo al proceso constituyente ganó con el 78% de los votos y se impuso en todas las comunas del país, con solo tres excepciones significativas: Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea. *

Esa fractura y sus consecuencias son el núcleo de las siguientes páginas, que reflejan a una sociedad enfrentada a una paradoja: la de intentar restañar ese profundo quiebre social al tiempo que debe confinarse y guardar distancia, un retiro físico que impide el diálogo directo entre sus miembros. Una sociedad en medio de una pandemia que está produciendo una crisis de salud, económica y de empleo devastadora, y que ha puesto de relieve lo más profundo del quiebre social: que en esta tormenta no vamos todos en el mismo barco.

Las heridas ya están tan expuestas que son imposibles de disimular. Ese verano de autocomplacencia en Cachagua ha quedado atrás.

Y este reconocimiento del problema, esta evidencia inocultable de la distancia social que nos separa, es un primer paso –doloroso, pero necesario– para remediarla.

Distancia social

La violencia

En 1948, el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán generó el Bogotazo, uno de los estallidos paradigmáticos de las ciudades de la furia de América Latina: el Cordobazo argentino en 1969, el Caracazo venezolano de 1989, el Santiagazo chileno de 2019.

Con el Bogotazo comenzó un período histórico que los colombianos bautizaron con un nombre que lo dice todo: La Violencia. En estos días en que Colombia imita la protesta chilena, en su arista pacífica cantando «El baile de los que sobran» y también en su reguero de vandalismo contra el transporte público, conviene dar vuelta la mirada y sacar lecciones de La Violencia.

De la rabia pura del Bogotazo se pasó al enfrentamiento entre milicias liberales y conservadoras. Luego, la violencia mutó a agentes de terrorismo del Estado, guerrillas marxistas como las FARC, bandoleros rurales, delincuentes comunes, carteles de narcotráfico como los de Cali y Medellín, paramilitares de derecha como las AUC, facciones irregulares del gobierno, tropas privadas, insurgentes urbanos como el M-19… Todos estos conflictos tuvieron su origen en una sociedad que cayó en la trampa de legitimar la violencia, primero porque había un crimen que vengar y una rabia que expresar; luego, porque había un enemigo subversivo al que enfrentar o una sociedad mejor que implantar, y también porque había un jugoso negocio que aprovechar.

Chile se enfrenta a la misma trampa: creer que la violencia es una herramienta que puede utilizarse a voluntad. Una llave que se abre para alcanzar ciertos objetivos como la justicia social o la restauración del orden público, y que luego, logrados ellos, se cierra sin más.

Pero la violencia no es una llave; es una criatura de Frankenstein que toma vida propia, que deja de ser un instrumento y se convierte en un fin en sí mismo. La violencia es una forma de vida que pervive luego de que su causa original se extingue. Eso lo sabemos en América Latina, donde revolucionarios marxistas y represores de dictaduras por igual terminaron reconvertidos, e incluso aliados, como secuestradores extorsivos, asaltantes de bancos o soldados del narcotráfico.

Esta violencia, por cierto, no salió de la nada: lleva décadas de lenta cocción frente a nuestros ojos.

Hace tiempo que las barras bravas subyugan barrios completos, dominan por el terror el entorno de los estadios de fútbol, someten por el miedo a deportistas e hinchas y secuestran el transporte público. Nada de eso habría sido posible sin su relación de mutua conveniencia con actores del poder que han aprovechado a los barristas como punteros de campañas políticas y aliados comerciales. Ni hablar de los tentáculos del narcotráfico y su extendido dominio sobre zonas enteras de Santiago, donde sustituyen al Estado y al mercado como proveedores de seguridad y empleo, con soldados adiestrados desde niños en el uso de la violencia. Desde ahí construyen vínculos con el poder, como vimos en la elección interna del Partido Socialista.

Son negocios que se nutren del abandono social. De la decadencia de instituciones que proveían sentido de pertenencia, como las juventudes de partidos políticos o la iglesia católica. Y del fracaso de la sociedad en ofrecer un futuro a los adolescentes vulnerables. Esa violencia estructural, subterránea, explica los incendios y los saqueos, pero no debe disculparlos. Y esa delgada línea entre entender un fenómeno y justificarlo parece más borrosa que nunca hoy.

La barbarie policial que ha dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares es otra expresión de una sociedad brutalizada. Un general de Carabineros la justifica diciendo que, en la represión, como en la quimioterapia, “se matan células buenas y células malas”. Es una versión 2019 de la infame meta de “extirpar el cáncer marxista”. Cuando los agentes del Estado ven al otro como una enfermedad o un parásito, su enajenación social los convierte en un peligro.

No debemos elegir entre mano dura y mano blanda, entre tolerar el vandalismo o violar los derechos humanos. Lo que necesitamos para frenar la violencia es un Estado eficiente en proveer seguridad, y eso no se consigue gaseando familias completas, abusando de detenidos ni mutilando a manifestantes. Ese descontrol policial solo logra que ciudadanos pacíficos vean a los agentes del Estado como una amenaza y no como garantes de la seguridad de todos. Y, de nuevo, sirve a los vándalos para ganar legitimidad como reacción a estos abusos.

Llevamos ya 38 días de ese círculo vicioso en que la violencia estatal y la delincuencial se potencian. En el medio de este abrazo mortal, de inerme rehén, queda la sociedad chilena. La violencia amenaza con pasar de un reventón puntual a una enfermedad crónica. Una en que tanto la justicia social como el orden público son arrastrados por el Frankenstein de la brutalidad.

Noviembre de 2019

Empatía

Ni liderazgo, ni mano firme ni trayectoria. Por amplísima mayoría, los chilenos consideran que la característica más importante que deben tener nuestros líderes es la “empatía y conocer bien los dolores que sufren las personas en Chile”, según la encuesta Espacio Público/Ipsos.

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