Daniel Matamala - Distancia social

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A partir de octubre de 2019, los dos años que siguieron en Chile fueron una montaña rusa, un movimiento de tierra importante incluso en este país acostumbrado a que se nos mueva el piso. Estallido social, pandemia, un acuerdo político histórico, la peor crisis económica y social en una generación, un gobierno ausente, decenas de miles de muertes por Covid, la rearticulación de un tejido social dormido y una ciudadanía que, «contra todo, votó con voz atronadora por un proceso constituyente que hoy está en marcha».
A esta selección de columnas de Daniel Matamala se suman dos textos inéditos y de mayor extensión, en que el autor disecciona los fenómenos y las consecuencias detrás de esta vorágine de acontecimientos. Se conforma así un relato informado y vibrante de esta época, «una crisis sobre otra crisis encima de otra crisis». Una narración que se lee como el diario de vida de un país desgarrado, agotado de la distancia social en todas sus dimensiones, y que sin embargo saca fuerzas, se levanta y se dispone a abrir puertas y ventanas a la esperanza.

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Las expulsiones no se concretaron. Al revés, fue Boycott quien debió dejar Irlanda. Un nuevo verbo había nacido: boicotear.

En 1955, una secretaria negra, Rosa Parks, se negó a ceder su asiento a un pasajero blanco, como exigían las leyes racistas de Alabama. Parks fue arrestada y Martin Luther King organizó un boicot: la comunidad negra no volvió a usar los buses hasta que la Corte Suprema de Estados Unidos acabó con la segregación en el transporte público.

Cuando India buscaba la independencia del Imperio Británico, Mahatma Gandhi lideró el movimiento de protesta por el cual los indios no comprarían ropa ni alimentos importados, ni pagarían el impuesto a la sal ordenado por los británicos. Eso es un boicot. La resistencia civil pacífica contra leyes o acciones abusivas. Y es precisamente lo que no pasó en el sabotaje de la PSU esta semana en Chile. Un boicot hubiera existido si, como en Irlanda, Alabama e India, una gran parte de la comunidad se hubiera organizado para dejar de colaborar con el sistema. Si decenas de miles de estudiantes se unieran en una “huelga de lápices caídos”, negándose voluntariamente a rendir la PSU, ese boicot derribaría la prueba de modo legítimo e incuestionable. En cambio, una ínfima fracción de los 298.000 inscritos decidió impedir que los demás pudieran rendir el examen. Atacaron los locales y desalojaron a sus compañeros de las salas, incluso quemaron facsímiles a medio contestar y celebraron la filtración de la prueba de Historia.

No fue un boicot, fue matonaje de unos pocos contra muchos.

Es que el camino del boicot no es fácil. Se requiere coordinar miles de voluntades, con una organización representativa y un liderazgo creíble. Nada de eso existe hoy en Chile, ni en los secundarios ni en ningún otro segmento de la sociedad. En vez de emular a King o Gandhi, los líderes de la ACES se proclamaron vanguardia iluminada, capaz de decidir por los demás qué es lo correcto y a imponerlo por la fuerza. Como suele pasar en Chile, hay en todo esto un nauseabundo tufillo clasista.

“Somos los hijos de los trabajadores y trabajadoras de este país, quienes no han podido ingresar a la educación superior”, dijo el vocero Víctor Chanfreau, quien en verdad es hijo de un doctor en Historia de la State University de Nueva York. El perfil de casi todos los voceros que ha tenido la ACES es similar: suelen ser estudiantes de colegios pagados o liceos emblemáticos de Providencia, Ñuñoa y Santiago. Nada nuevo bajo el sol. Los líderes del MIR y el MAPU eran hijos de connotados rectores, diputados y abogados, ansiosos por salvar al pueblo. Una vanguardia redentora que se vuelve impaciente cuando el pueblo se resiste a ser redimido.

Entonces, si ese adolescente de San Bernardo o La Granja pese a todo insiste en rendir la PSU, los redentores tendrán que enseñarle el camino correcto. Por la razón o la fuerza.

Lo más incomprensible es el entusiasmo de tantos adultos que parecen proyectar sus sueños revolucionarios frustrados en la generación de sus hijos. Una exaltación que llegó a lo patético cuando el director de la carrera de Pedagogía en Historia de la Universidad Austral ofreció arbitrariamente un cupo en su carrera al vocero de los estudiantes (el propio Chanfreau puso cordura y rechazó de plano la oferta).

Los efectos de la violencia desatada por este grupo de estudiantes son los obvios: fortalecer a los extremos. Los grandes ganadores fueron quienes, al calor de estos incidentes, ya hablan de derribar el acuerdo constituyente. “No están las condiciones para llevar adelante el plebiscito”, dijo este viernes la presidenta de la UDI. Ese sería un desenlace feliz para los redentores de la ACES, que trataron de “traidores” a los firmantes de ese acuerdo para poner fin a la Constitución de Pinochet. Ellos ya han mostrado antes su desprecio por la democracia, con campañas y tomas para obstaculizar las últimas elecciones municipales y presidenciales.

La democracia consiste en que la gente exprese libremente sus preferencias. Una aberración inaceptable para quienes suponen que la verdad ya está revelada y que sus únicos portadores, por cierto, son ellos mismos.

Enero de 2020

¡Traición!

El filósofo Francesc Torralba definió el fanatismo como una “miopía espiritual”, que confunde la propia percepción de la realidad con una verdad universal que debe ser aceptada por todos. En estos días abundan los miopes. Basta cualquier chispa para desatar la furia de los fanáticos.

Insultos. Hostigamientos. Amenazas de muerte. El blanco: la jueza de garantía Karen Atala. Su pecado: decretar prisión preventiva contra un imputado por lanzar bombas mólotov. En su contra opera una curiosa lógica. Sus acosadores la tratan de traidora por ser ella misma víctima de discriminación. “No puedo creer que una mujer que perdió injustamente a sus hijas por ser lesbiana y fue apoyada por organizaciones civiles para demandar al Estado hoy haya sido tan miserable (…). Traidora”, decía un tuit con más de 1.100 likes, jalonado con comentarios como “cómplice”, “facha encubierta”, “basura”, “malvada”, “mierda de mujer”. Los insultos, amenazas y acusaciones de traición también se extendieron a la Fundación Iguales, de la cual es directora.

Se inventó que Atala se había negado a ver el video de la detención y había prohibido el ingreso de familiares del detenido. Ambas acusaciones eran falsas, pero fueron difundidas sin evidencia alguna por miles de cuentas en redes sociales.

“Una vez que las personas se unen a un equipo político, quedan atrapadas en una matriz moral”, afirma el sicólogo social Jonathan Haidt. “Ven confirmaciones de su narrativa en todas partes”. Como en la célebre frase de la vicepresidenta argentina Cristina Fernández: “No tengo pruebas, pero tampoco dudas”.

Y en momentos de conflicto, cuando dominan emociones como la rabia y el miedo, las alertas se encienden cuando es uno de los supuestamente “nuestros” quien nos traiciona. ¿A qué se parece esto? Al fanatismo religioso. En todas las religiones, los peores traidores son el hereje, que cuestiona los dogmas, y el apóstata, que renuncia a la fe. El destino de ambos es la horca, la hoguera o, en casos más civilizados, la excomunión.

Chile se llena de excomulgados. A Gabriel Boric lo atacan desde la izquierda, lanzándole cerveza al grito de “¡traidor!” por firmar el acuerdo que permitiría derogar la Constitución de Pinochet. A Mario Desbordes lo insultan desde la derecha (“¡traidor!”), por negociar con la oposición.

Nadie está a salvo. La cantante Paloma Mami sufrió una masiva campaña en redes sociales para “cancelarla”. ¿Su pecado? Se demoró cuatro días en reaccionar al estallido social y cuando lo hizo su declaración no fue lo suficientemente enérgica. Arturo Vidal fue “cancelado” por subirse a un helicóptero y compartir con el billonario Andrónico Luksic. Y suma y sigue.

La cancelación es la nueva excomunión, sin espacio para matices ni razones: se es inocente o culpable, se está del lado del bien o del mal. Un fanatismo que se extiende al trabajo del Congreso. Esta semana tuvimos dos ejemplos. Uno fue el fracaso, por falta de cuórum, del proyecto para reponer el voto obligatorio. Un tema debatible (la mayoría de las democracias más consolidadas del mundo tienen voto voluntario), pero que fue tratado como un artículo de fe. Esta vez la diputada Pamela Jiles fue la “traidora” y “cancelada” por votar en contra. Una curiosa reversión de la suerte: en 2011, cuando se estableció el voto voluntario, fue celebrado como un avance democrático desde la UDI al Partido Comunista.

Lo mismo ocurrió con el fracaso de la fórmula de la oposición para asegurar paridad en la Convención Constituyente. Una opinable técnica electoral pasó a ser tratada como un dogma que separa a los justos de los machistas y misóginos.

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