—Tengo que irme. Las flores quedaron chiquititas frente a ti.
Hice un ademán de pararme y prosiguió:
—No te preocupes, sé por dónde ir.
Me quedé sentada, sin reacción. Dentro de mí solo sentí dolor y volví a ver la oscuridad de aquella noche en que se fue Manuel.
Silencio.
Silencio nuevamente. Luces apagadas.
Telón.
La diferencia es que ningún actor saldría a agradecer, ni las luces se prenderían ipso facto.
Estuve en silencio días enteros, noches eternas, sin pintar, sin dormir, sin cantar, solo observando, observándome, odiándome, queriéndome, reconociéndome; no sabía quién era yo, y necesitaba estar sola para descubrirlo, caminar con el dolor, probablemente, pero sola.
Si la estancia de Vincenzo fue reveladora, su ausencia lo fue más. Lo extrañaba, pero me resistí a llamarlo; él tampoco apareció, más de una vez me acosté pensando en qué debía hacer y amanecí decidida a aclarar lo que sentía por él, y por más que lo pensaba, no llegaba a nada. Supongo que es cierto que frente a la duda no hay nada, que las certezas, o lo que para nosotros es verdad, nos inducen a... Yo estaba en un mundo oscuro, con recuerdos latentes, y pese a que Vincenzo era luz, yo no estaba preparada.
Los días pasaron y no lograba olvidarlo, y como tampoco olvidaba a Manuel, decidí seguir sin ninguno; extrañando a uno, pensando en los dos.
Por ese tiempo tuve a mi cargo un grupo de mujeres por cuyo desempeño me hice acreedora a tres días y dos noches en el hotel Westin, para seguir capacitándonos y disfrutar de sus instalaciones. Evidentemente, no tenía intenciones de ir. Qué me podía a mí importar nada, qué rayos el hotel, yo a las justas si podía dormir en mi cama. Sin embargo, era un premio intransferible, es más, me fue otorgado hacía medio año, lo que significaba que, si esta vez no lo tomaba, lo perdería. Entonces recibí la llamada del gerente y asistí a una reunión que él convocó para mí, por lo que no tuve más remedio que aceptar el premio e ir esos días al Westin.
Cuando llegué al hotel nos asignaron habitaciones en pareja. Ese viernes, después de la cena, me informaron que mi compañera de cuarto no iba a llegar. No sé hasta el día de hoy quién era ella, pero de verdad deseé tanto que haya un ser humano en ese cuarto que me hablara de cualquier cosa y no me hiciera recordar la suite separada en el Country Club para mi noche de bodas. Entré a la habitación y me dispuse a dormir. Luché como pude para conciliar el sueño, pero no lo logré; llamé a mi mamá, a una amiga, y luego me quedé sola con mil preguntas sin responder, incluso llegué a olvidar que hacía allí. Hay dolores que estoy segura a todos nos ocurren en la vida, hechos a nuestra medida, y este que yo sentía, me superaba, era insufrible y no se lo deseo a nadie... estaba enamorada.
Amaneció e hice caso omiso a las llamadas, estaba decidida a irme, no quería estar allí, no tenía nada qué disfrutar. Hice las maletas nuevamente y, cuando terminé, vino a buscarme una señorita a decirme que me esperaban para almorzar. Era tan dulce y parecía tan inocente e ignorante de todo el dolor que yo llevaba, que por alguna razón accedí y solo atiné a agradecerle.
Bajé y vi que las mesas estaban enumeradas. Encontré la que tenía mi nombre y me senté; intenté departir, supongo que lo estaba haciendo bien, hasta que me llamaron para premiar mi desempeño del año anterior. Me acerqué a recibir unas flores, y estando parada en el podio, diciendo unas palabras de agradecimiento las cuales ahora no recuerdo, mientras observaba a todo mi público, me crucé con la mirada de Vini. No entendía qué hacía allí, es más, recuerdo que pensé que era alguien muy parecido a él. Proseguí con mi discurso, terminé de agradecer, me bajé y me dirigí a mi mesa. Una vez instalada ahí, volví la mirada hacía donde me pareció ver a Vincenzo, pero él ya no estaba, la silla estaba vacía, lo que quería decir que allí hubo alguien. Traté de concentrarme en la tarde de reconocimientos, pero no pude, olvidé que había decidido irme y me quedé sentada solamente para esperar que vuelva a aparecer Vini. Pero nunca apareció.
Terminó la celebración y con más ganas quise irme. Ahora, además, debía buscar un psiquiatra pues tenía serias alucinaciones. Caminé hacia mi habitación, llegué a la puerta y me di cuenta de que no sabía abrirla, es decir, la cerré al salir sin pensar en una llave, pues tampoco tenía donde insertarla y ahora, al volver, reparé que, si existía una llave, la había olvidado en la mesa. Volví a tomar el ascensor, bajé y llegué a la mesa: no había llaves, no tenía compañero de cuarto y me daba vergüenza admitir que no sabía cómo abrir esa puerta, así que me senté un rato en la sala de espera. Revisé mi celular y me di cuenta de que estaba apagado, no tenía batería. No sabía qué estaba pasando, estuve unos minutos pensando qué hacer. Al final, decidí acercarme a recepción y preguntar. Al ponerme de pie, salió a escena Vincenzo Canale. Juro que me quise volver a sentar para que no me vea, pero solo me lo quedé observando. Nos veíamos casi después de un mes. Él se acercó a saludarme y, para variar, yo no había perdido el don de hablar sin pensar.
—He perdido la llave de mi cuarto ¿Puedes creerlo?
Me dio un beso en la mejilla y luego respondió:
—Sí, sí puedo creerlo.
Sonreímos y él siguió:
—¿Qué ha pasado? ¿Qué llave?
—La de mi cuarto.
—No es con llave, es con una tarjetita que introduces en una rendija de la puerta, esta que tienes puesta en la muñeca, aquí al reverso de tu fotocheck.
Me quedé impávida.
—No puedo creerlo. No puedo creerlo. Qué vergüenza, por Dios.
Recién allí caí sentada en el sillón, mientras él se reía dulcemente. Yo no salía de mi asombro. Se sentó, me miraba, sonreía y se reía, tan fresco, tan radiante.
—Ya. No es para tanto, a cualquiera le pasa.
—Qué vergüenza.
—Te vi hace un rato.
—¡Ah, sí! Eras tú.
Empecé a tomar conciencia de todo.
—¿Qué haces acá?
—Un congreso de mecatrónica.
—¿En serio?
—No.
—¿En serio?
—No.
—Ya pues.
—Nada... fotos.
—¿De qué?
—De una marca de ternos... nos han hecho fotos, tú sabes.
Reí.
—No, no sé.
—Para la temporada otoño-invierno, usan de fondo las instalaciones del hotel.
—Me gusta más el Country Club.
—A mí también.
—Es más, creo que se vería más elegante.
—Ajá, tal cual, pero eso no lo decidimos nosotros, pues.
—¿Ya te vas?
Tomó aire para responder, lo contuvo y respondió rápidamente:
—No.
—¿No?
—¿Y esa maleta?
—Un poco de ropa.
Me confundió, tenía toda la pinta de irse. Irrumpió una voz femenina:
—¿Usted es del grupo 11810?
—Sí —respondí.
—Puede ir a su habitación a descansar o disfrutar de su tarde en el hotel, no hay capacitación en la tarde por el evento de la noche.
—¿Evento de la noche?
—La noche de gala, señorita.
—Ah, ok.
—Tiene que asistir con un vestido de noche maxi.
—¿Maxi?
Vincenzo sonrío. La señorita prosiguió, sin parpadear:
—Es decir, un vestido largo, si es posible, de color champagne.
—¿Pero por qué?
—Le enviamos un correo con veintiocho días de anticipación a todas las asistentes.
—A mí no me ha llegado.
—A ver, permítame.
Recordé: 1194 correos sin leer, si no me falla la memoria fotográfica.
—Sí, sí, perdón, sí me llegó, van a traer el vestido en unas horas, no hay problema, ¿verdad?
—¿Quién lo trae?
Me quedé en blanco.
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