Luis Maura
Primera edición: enero de 2022
NIÑO SANTO © 2022 Luis Maura
© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.
Publicado por Dos Bigotes, A.C.
www.dosbigotes.es
ISBN: 978-84-124665-1-5
eISBN: 978-84-124665-9-1
Depósito legal: M-33953-2021
Impreso por Kadmos
www.kadmos.es
Diseño de colección:
Raúl Lázaro
www.escueladecebras.com
Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.
El papel utilizado para la impresión de Niño santo es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel reciclable.
Impreso en España — Printed in Spain
A mis padres, por darme la tierra en la que echar raíces .
A mi hermano Fabián, por dejarme crecer a su sombra .
A mi hermana Lola, por ayudarme a florecer .
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia,
y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella».
San Mateo, 16:18
«He cometido el peor de los pecados, quise ser feliz».
Santa Teresa de Jesús
I. Mono de feria
II. El cerdo y la Virgen
III. Agua y chocolate
IV. Flores secas
V. El intruso
VI. Tormenta de verano
VII. Aprender a nadar
VIII. Limpio sobre limpio
IX. De sangre y de tierra
X. Polvo y ceniza
XI. Melocotón en almíbar
XII. El veneno
XIII. Falsos ídolos
Agradecimientos
TÍTULOS DE DOS BIGOTES
A mi padre nunca le gustó mi foto de comunión. En ella lucía un traje blanco con una cruz de Santiago roja bordada en el pecho y una fila de brillantes botones a cada lado, hombreras con ribetes dorados y un cordón doble, también dorado, que caía formando una elegante curva, desde mi hombro derecho hasta mi cuello. El traje no era exactamente blanco, sino de color marfil. Era un pequeño príncipe sujetando un cáliz de oro entre sus manos. Un niño de ojos verdes con la mirada impoluta, libre de pecado. Las mejillas sonrosadas y los labios apretados levemente, preparado para recibir a Dios en mi cuerpo.
A mi padre nunca le gustó mi foto de comunión porque parecía que tenía el pelo cano, o eso decía él. En la imagen se podía observar una pequeña mancha de luz blanca en la zona de la coronilla, que contrastaba con el resto, castaño claro. La culpa había sido de los focos del estudio fotográfico en el que me la hicieron, pero a mi padre aquello le sirvió de excusa para negarse a colgarla en el salón. Mi madre lloró durante días.
Aquella foto representaba fielmente lo crédulo e inocente que era, lo ilusionado que estaba por hacer la Primera Comunión, lo feliz que me hacía pertenecer a la Santa Iglesia. En aquel momento, en el preciso instante en que la cámara hizo clic, yo era probablemente el niño más bueno sobre la faz de la Tierra.
Un niño santo.
—¿Qué quieres ser de mayor, Pedro? —me dijo un día en clase la Señorita Mari Sierra. Yo ya contaba con once años. Siendo más pequeño, ante la misma pregunta hecha por otra maestra, había respondido que quería ser pintor. «¿De pincel o de brocha gorda?», había añadido ella. Pensé entonces en los frescos de la Capilla Sixtina que aparecían en mi libro de Religión y deduje que aquel artista había tenido que usar algo más contundente que un simple pincel. «De brocha gorda», fue mi respuesta final y toda la clase, animada por la maestra, se rio de mí. Aquellas burlas truncaron mi primera vocación real y, con el tiempo, me busqué otra.
—Quiero ser santo.
—¡Eso está muy bien! —dijo ella, sorprendida y llena de júbilo—. Pero para ser santo primero hay que ser mártir. ¿Estarías dispuesto a morir por Jesucristo?
—Sí —dije, convencido y sonriente, porque sabía que eso era lo que la Señorita Mari Sierra deseaba oír. Obviamente, yo no quería morir. Llegado el momento, ya veríamos lo que haría si me viera en la tesitura de tener que elegir entre Cristo o mi propia vida.
Educado en el catolicismo, como la mayoría de los niños españoles nacidos en los ochenta, crecí pensando que existían el Cielo y el Infierno, incluso el Purgatorio. A pesar de tener un comportamiento impecable, ser agradecido y trabajador, daba por hecho que, el día que muriese, iba a pasar una temporada en él. Mis pecados eran muy leves: discutir con mis padres o con mi hermano, decir palabrotas o sentir envidia cuando alguien sacaba mejores notas. No robaba. No mentía. No me metía en líos. Y aun así, seguramente debido a alguna homilía del sacerdote o a algún comentario de la catequista, sabía que iría al Purgatorio porque «todos cometemos pecados». Me lo habían dejado clarísimo. Como el que comete un delito, yo sabía que tendría que permanecer una temporada en esa especie de prisión gris donde las almas flotan en el vacío, antes de acceder por fin al Reino de los Cielos. Era un trámite que todo el mundo tenía que pasar mientras esperaba a ser juzgado. O, al menos, eso es lo que me había hecho creer la Señorita Mari Sierra.
María Sierra Páez era maestra en un pequeño pueblo de la provincia de Toledo. Yo nací y crecí en ese lugar rodeado de montes, que era muy verde en primavera, cuando corrían los arroyos, y muy amarillo en verano, cuando solo se oía el inagotable cantar de la chicharra. Su labor docente era importante, pero Mari Sierra era conocida sobre todo por ser la beata del pueblo. A sus cincuenta años ya tenía todo el pelo blanco, pero siempre parecía recién salida de la peluquería y, cuando atravesaba los pasillos del colegio, dejaba un rastro de olor a laca que tardaba siglos en desaparecer. Unas finas gafas redondas le enmarcaban los ojos, cansados de tanto rezar, y siempre vestía un traje de chaqueta azul marino. Llevaba un pequeño crucifijo de oro al cuello. Solíamos copiar en sus exámenes de Geografía y ella no se enteraba, o fingía que no lo hacía. Hasta yo, que era la moralidad hecha carne, sacaba el libro en mitad del examen para copiar las respuestas. Una vez nos confesó que se bañaba a oscuras para no verse desnuda, porque era pecado. De forma paradójica, debido a su mote familiar, la llamábamos «la guarrilla».
—¿Por qué quieres ser santo? —Se inclinó sobre mi mesa al acabar la clase, mientras el resto de niños se dirigía de manera atropellada al patio.
—No sé. Leí un libro sobre niños santos y, simplemente, lo supe.
El libro en cuestión era un objeto nacarado con los bordes de las páginas dorados y un cierre metálico que hacía clic. Mi madre lo llevaba en sus diminutas manos el día de su comunión. Salía en todas las fotos con él, junto a un rosario larguísimo que casi le llegaba a los pies. Era precioso. Sin duda, poseía un gran valor sentimental para ella. Lo tenía guardado en el cajón de su tocador, rodeado de pañuelos de seda, broches con forma de libélula, jabones de colores y mis dientes de leche dentro de una cajita de metal.
—Eso se llama vocación. No sabes lo contenta que me pone que me digas esto, Pedro. Siempre supe que eras especial —me dijo.
Fue en ese preciso instante cuando la guarrilla me fichó para su Ejército de Salvación. Apuntó mentalmente mi nombre en una libreta imaginaria nacarada de bordes dorados.
—¿Te interesaría echar una mano en misa? —preguntó, sonriente.
A mis once años, y teniendo en cuenta que el momento más excitante de mi vida había sido mi Primera Comunión, estaba como loco por volver a la iglesia. Le dije que sí sin pestañear.
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