Al finalizar el espectáculo, Matías se dispuso a encargarse del barbecue . Sin decir palabra alguna, se recogió su cabello castaño y largo hasta los hombros con una liga, y con ínfulas de experto, comenzó a batir un viejo abanico de mano de la abuela sobre la carne, y al mismo tiempo bebía una cerveza. Yo me acerqué a la parrilla y puse un par de mazorcas a asar, mientras les untaba mantequilla con una pequeña brocha de adobar.
—Estoy preparando una mazorca para mí, y una para ti— le dije a Catalina. Ella se acostó en una asoleadora junto al asador, y me dijo que le encantaba el aroma de nuestra parrillada.
Después de comer, Catalina y sus amigas se subieron a los flotadores gigantes en forma de pizza , que había comprado para la ocasión, para que el vocalista de la banda les tomara una fotografía. Matías se acercó a ellos.
—Cuando estábamos en preescolar, Fer tiraba pizza por las alcantarillas para alimentar a las Tortugas Ninja —contó, señalando los flotadores —¡Hasta que un día se enteró de que estaban en Nueva York!
—¡Qué tierno! —exclamó Catalina, riendo, mientras me recibía un mojito que acababa de prepararle. En ese momento, le pedí su número telefónico.
Ya entrada la madrugada, los invitados partieron y yo subí para ir a la cama, pero al acostarme, me sentí bastante mareado. “¿Será que me tomé más mojitos de la cuenta?”, pensé, y me quedé dormido casi de inmediato. No sé cuánto tiempo pasó antes de que me percatara de que estaba petrificado, sin respuesta corporal alguna, pero con los ojos abiertos ante una figura abominable.
Mientras intentaba moverme con todas mis fuerzas, vi una decena de dedos cadavéricos que se aproximaba a mi rostro, como queriendo examinarme. Estaban tan cerca que pude ver en detalle la piel violácea y cuarteada que los cubría. Esas manos presionaron con fuerza mi nariz y mi boca. Justo cuando logré levantar la vista lo suficiente como para ascender por su cuello y aproximarme a su rostro, desperté. Me senté en la cama muy sobresaltado, y me percaté de que la presencia había desaparecido.
Mi recapitulación de los sucesos de ayer ha sido interrumpida; Matías me llama nuevamente, y decido contestarle.
—¡Oye, experto en sueños, te estoy escribiendo a WhatsApp desde hace horas y no contestas! ¿Acaso no piensas ir al concierto?
—Estoy ocupado investigando, te dije que lo de la parálisis no es mentira y estoy preocupado por eso. En un rato te llamo.
La verdad es que me encantaría ir al concierto, pero me siento agotado, como suele suceder cuando sufro una parálisis del sueño. Comienzo a recordar mi pasado, y me transporto al 1 de diciembre de 1992, día en que cumplí siete años, y evoco el instante triste y confuso en que mi madre y mi padre se despidieron de mí. Justo después de soplar las velas y compartir el pudín, decorado con superhéroes, mi padre me abrazó tan fuerte que pude sentir en mi mejilla la tibieza de sus lágrimas.
—Pórtate bien. Hoy pasarás la noche aquí en casa de tu abuela, pero mañana mamá vendrá por ti—, me dijo papá, entregándome el perro dálmata de peluche, envuelto en papel celofán transparente.
—Que tengas buenas noches, mi niño grande—, añadió mamá.
Ese día también noté a mi tío Miguel Ángel, hermano gemelo de mi padre, bastante silencioso, con la mirada perdida y un semblante muy serio. Solo lo escuché hablar cuando se despidió de mí y de la abuela, y recuerdo el tono apagado y preocupado de su voz. Mi tío era muy alegre, amante de la música y entusiasta de las reuniones familiares, pero ese día parecía una persona completamente distinta.
Sin haber pasado cinco minutos de la partida de mis padres, ya sentía la inmensa falta que me hacían, y a pesar de que me quedé un buen rato jugando con mis amigos, estaba embargado por una rara incertidumbre. Sentía que ellos nunca volverían.
Y en efecto, nunca volvieron. Fallecieron en un accidente de tránsito. Mi padre iba al volante, mi madre en el asiento de copiloto, y mi tío Miguel Ángel y su esposa Gabriela, en el asiento trasero. Los cuatro sufrieron el fatídico destino.
Observo los portarretratos que están en una repisa de la biblioteca, y veo muchas fotos mías de cuando era niño, en compañía de mis padres, mis tíos y mi abuela. Una de las fotos capta mi atención de forma especial: es mi abuela en la playa, cuando era joven, luciendo unos ojos claros que se alcanzan a percibir en la foto en blanco y negro, y un cabello rizado idéntico al mío. Aunque ya no me lo dejo crecer tanto como cuando era un estudiante, sino que lo mantengo un poco más corto, sin que se alcancen a formar los bucles, pero lo suficientemente largo para peinarme hacia atrás.
Cada vez que alguien ve esa foto y pregunta quién es esa hermosa mujer de figura impactante, mi abuela suele responder: “¿No estás viendo que soy yo, y que Fernando es tan lindo porque es mi réplica? Cabello rizado y rubio, y ojos azules, cada cosa en su medida; esa es la fórmula perfecta”.
Mi celular vuelve a sonar. Es Matías, de nuevo, recordándome por enésima vez que hoy tocará con su banda de rock en el prestigioso Club Nautic, a la orilla del mar. Él es el gerente de la empresa inmobiliaria de su familia, pero en su tiempo libre se dedica a su agrupación, y con frecuencia tiene presentaciones en distintos clubes y bares de la ciudad.
—¿Vas a ir o no? —exclama Matías, casi gritando en el teléfono.
—No te he dicho que no vaya a asistir, es solo que estaba estudiando lo del asunto que te comenté. ¿Por qué no buscas antes a las chicas, y luego nos encontramos en el club? Yo llego más tarde —le contesto.
—¡Ya las recogí a todas! ¿Cierto? — las chicas responden “¡sííí!” con un grito al unísono.
—Está bien, yo más tarde pido un taxi y los alcanzo. Adelántense mientras investigo otro rato...
—Ni se te ocurra pensar que nos vamos a ir sin ti. Y no te preocupes por pedir un taxi, porque aquí tengo a mi conductor elegido. En diez minutos estaremos en la puerta de tu casa.
Bueno, supongo que tendré que retomar mi investigación después.
***
La camioneta de Matías llega exactamente diez minutos después de nuestra conversación, y en total vamos siete personas a bordo: el conductor elegido, una pareja, Matías, una chica con la que salimos frecuentemente los fines de semana, Catalina y yo. Antes de llegar a nuestro destino, nos detenemos en una estación de gasolina, y Matías y yo nos bajamos para comprar refrescos, y snacks para el camino.
—Catalina está entusiasmada contigo, ¿crees que hoy sea su noche? —, me pregunta Matías, mientras hacemos fila para pagar en la caja.
—Eso no lo dudes —respondo.
Llegamos al Club Nautic, y mientras caminamos rumbo a la tarima, rodeo a Catalina con mi brazo, y ella se recarga contra mi cuerpo; el asunto marcha bien. Nos sentamos en una sala lounge justo en frente del escenario, y Matías se dirige hacia el backstage para encontrarse con el resto de los integrantes, y realizar las últimas pruebas de sonido.
Un mesero nos acaba de colocar una canasta de cervezas en la mitad de la mesa. Le extiendo una a Catalina, y ella la recibe, sonriendo con coquetería. Tiene el cabello rojizo, hasta la cintura, y su nariz y sus mejillas están cubiertas de adorables pecas. Tiene un tatuaje de mandala en la parte baja de la espalda, que hoy se aprecia por completo gracias a su blusa escotada.
—¿Con quién vives? —le pregunto para iniciar la conversación, aunque Matías ya me había contado que vive con otra de las chicas del grupo.
—Vivo con Vanessa en un apartamento cerca de la avenida del río, ¿y tú?
—Con mi abuela. Estoy a cargo de ella.
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