Carolina Feltri, nacida en Castelnuovo Scrivia, une en sí la más exquisita dulzura y una marcada y fuerte determinación. Huérfana desde jovencita, debe ponerse a trabajar junto a la madre y dos hermanas para salir adelante. En el pueblo todos las conocen bien y las estiman por su incansable laboriosidad, rectitud moral y el testimonio de una fe robusta y coherente. Carolina no tiene ni los medios ni el tiempo para ir a la escuela. No sabe leer ni escribir, pero en toda circunstancia demuestra ser una mujer sabia y prudente.
La familia Orione elige como residencia Pontecurone, un pequeño pueblo entre Tortona y Voghera, en la provincia de Alessandria, en el límite entre Piamonte y Lombardía (zona norte de Italia). Es un pueblo eminentemente agrícola pero que se jacta de una historia gloriosa que se remonta a los romanos y a Barbarroja. Las numerosas iglesias, las pequeñas capillas esparcidas en las diferentes propiedades y los templetes que embellecen diversos edificios y casas privadas, son el más bello testimonio de una religiosidad dinámica e intensa.
En muchos pueblos de Italia, hasta los años ‘50 del siglo XIX, era habitual en el mes de mayo (mes de María en aquel país), recogerse ante una imagen de la Virgen para el rezo del Santo Rosario. En Pontecurone, en el año 1872, la cita es en la casa de los padres del párroco. Entre las personas más asiduas, parece obvio decirlo, encontramos a Carolina.
Terminado el mes, la calle que nos lleva delante del templete de la sagrada imagen sigue ruidosa de un ir y venir de gente. Todos quieren ir a ver aquella rosa que delante de la Virgen del Rosario no se quiere marchitar.
“¿Qué significado tendrá esto, señor canónigo?”, le preguntan curiosos sus paisanos.
“¡Pienso –responde– que la Virgen va a conceder una gracia grande al pueblo!”.
Quizá, cuando el 23 de junio de ese mismo año nace Juan Luis Orione, cuarto hijo, después de Benito, Luis –muerto cuando no tenía todavía cuatro meses– y Alberto, ninguno o muy pocos conectan los acontecimientos. Con la distancia de años, comenzando por la madre del párroco, asidua al rezo diario del rosario guiado con tanta devoción por el seminarista Orione, custodio entonces de la catedral de Tortona, se vuelve cada vez más cierto que era Luis aquel don de María.
La familia Orione no tiene casa propia. Se conforma con un pequeño edificio rústico perteneciente a la villa del ministro Urbano Ratazzi. No tienen rentas, ni propiedades, ni sueldo fijo alguno. Una pobreza noble y reservada, y el trabajo asiduo son los más bellos ornamentos de esta familia de trabajadores.
El ministro Ratazzi, en los períodos de vacaciones que pasa en su casa de campo, tiene la oportunidad de conocer cada vez mejor y de apreciar cada vez más a sus huéspedes. Un día que encontró a Victorio con Luisito de no más de 11 meses, lo toma en brazos y lo mece complacido. Después, volviéndose al padre, le pregunta con humor: “¿Qué haremos de él? ¿Un jesuita? Lo haremos un general”, agrega inmediatamente recordando el pasado militar de Victorio.
Sí, Luis Orione será un líder, pero no de soldados o de guerras. Llegará a ser un líder del ejército del bien y de la caridad.
Mamá Carolina hace que cierren las cuentas dedicándose a muchas ocupaciones, sirviendo en alguna casa, juntando leña. En verano va a espigar detrás de los segadores. Tiene que salir de casa temprano, mientras en el cielo brillan las últimas estrellas. Envuelve a Luis, todavía pequeño, en un poncho y no pudiendo dejarlo solo en casa lo lleva consigo. Cuando llega al campo lo coloca así envuelto a los pies de algún árbol para protegerlo de algún modo. Luisito se vuelve a dormir mientras la madre comienza su trabajo. Y así en cada verano.
Cuando tiempo más tarde el niño comienza a moverse con pasitos rápidos, mamá Carolina lo animará a ser útil en lo que pueda, repitiendo “¡Recoge tú también, Luisito, que es pan!”.
En invierno, cuando los campos descansan y las tardes son largas y frías, los vecinos se reúnen en algún establo entre los más espaciosos. El calor de los animales es una bendición, el encontrarse es una diversión. Las mujeres hacen sus trabajos cosiendo o tejiendo. Los hombres pasan el tiempo jugando alguna partida a las cartas. Los niños se divierten un montón jugando con los animales. Entre ellos está también el pequeño Luis.
Él siente una atracción particular por el humilde burrito al que acaricia dulcemente. Tal vez piensa en el burrito del establo de Belén del que tantas veces le ha hablado su madre. Y su pequeña y encendida fantasía se llena de múltiples imágenes.
A una cierta hora los hombres dejan de jugar y las mujeres de trabajar y, en círculo, inician el rezo del rosario. El pequeño Luis se acurruca al lado de la mamá y participa, como todos, en la oración.
Con la escuela de la madre, con el ejemplo de tantos buenos paisanos, en la contemplación prolongada de las muchas y bellas imágenes de la Virgen que adornan su parroquia, aprende a amar y a rezar tiernamente a la Madre del cielo.
Movido por esa misma devoción, indiferente al frío, a menudo recoge en los campos pequeñas flores para hacer con ellas un ramillete y llevarlo delante de una de las tantas capillitas dedicadas a la Virgen y esparcidas por los alrededores del pueblo. Una oración rápida, una mirada llena de amor y después, corriendo, de nuevo, a jugar.
4.. DOPO I, 4; Parola 1, 10 (1930); Andrea GEMMA, Las florecillas de Don Orione , Pequeña Obra de la Divina Providencia, Buenos Aires 2015, 10 (en adelante: GEMMA, Las llorecillas ); cf. Andrés GEMMA, ¡Fuego al mundo! La misión de San Luis Orione , Buenos Aires, Claretiana, 2018, 17 (en adelante: GEMMA, ¡Fuego al mundo! ).
5. Soldado voluntario que militaba en las tropas inspiradas en los ideales del general italiano José Garibaldi. Lucharon durante el siglo XIX para llevar a término el proceso de unificación de Italia.
Capítulo 2
La campanilla
“Cuando era niño, un día vine aquí, a un caminito que aún recuerdo bien, para encontrarme con mi madre que debía volver por este lugar con la carga de leña por la tarde. En aquel tiempo había allí un cerco. Tendría yo ocho o nueve años y estaban conmigo otros niños de mi edad. En un momento dado, hemos visto que sobre el cerco había de esas flores blancas con forma de campanas, esas que popularmente se conocen como campanillas y nos pusimos a cortarlas. También yo corté una, y después, como si estuviese ayudando en la Misa, en el ‘sanctus’, hice instintivamente el movimiento del monaguillo que las hace sonar; y con gran maravilla de mi parte sentí que aquella flor emitía un repiqueteo leve pero sonoro, como si hubiese sido de bronce. No dando crédito a mis oídos, repetí el gesto y de nuevo la flor sonó entre el asombro de mis compañeros que se habían arremolinado en torno a mí y que veían maravillados que las que ellos habían cortado no hacían lo mismo. Acaso el Señor ya desde entonces me quería hacer entender que llegaría a ser sacerdote”.(6)
* * *
Su inclinación a la piedad, su tierna devoción a la Virgen, su espíritu caritativo y de servicio no nos deben engañar. Mamá Carolina que lo conoce bien, vigila y guía con mano firme a aquel hijo más bien inquieto y rebelde.
A los seis años empieza a concurrir a la escuela primaria. Sigue con gusto y provecho las lecciones, pero apenas el maestro da la señal del final, el pequeño Luis a la cabeza de sus compañeros, entre empujones y tironeos se abre cancha para salir entre los primeros y correr despreocupadamente por las calles.
Bien pronto sobresale por inteligencia y vivacidad entre sus compañeros. Es un líder nato. Sus compañeros lo siguen con ganas incluso cuando, al final del juego o de cualquier otra original aventura, los invita a entrar en la iglesia para hacer una breve oración, o a rendir homenaje a la Virgen en alguna de los muchas capillitas del campo.
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