—¿Esa es toda tu contribución? ¿Y para eso tanto aspaviento?
Mi mano derecha le arrugó la solapa del traje de diseño. La brusca y repentina acción lo sorprendió abriéndole los párpados hasta entonces entornados; los ojos quedaron como dos ventanas aterrorizadas sobre una cara impasible, alelada. Me pregunté si la piltrafa se asustaba por los probables golpes, por la cuenta de la tintorería o por el temor a verse obligado a devolver la droga, y me contesté que era mejor dejarlo, no valía la pena perder la noche en misiones imposibles habiendo en ella otros objetivos mejores, por ejemplo la morena despampanante que entraba en ese momento y se detenía dudando del rumbo a tomar. Deseé con tanta fuerza que me eligiera que terminé lográndolo. Los milagros, a fin de cuentas, existen. Se acercó saludándome con la mano. Agustín aprovechó mi distracción para saltar del asiento, correr a su encuentro, besarla con pasión, intercambiar un par de frases y desaparecer a través de la puerta más cercana sin mirar atrás. Quedé aturdido, anonadado. Ferrutti, que observaba mi frustración desde la barra, gesticuló con los hombros alzados y las manos abiertas un revanchista ¡qué le vamos a hacer! doloroso, de derrota. Mi único y triste consuelo fue concluir que, por suerte, las películas taquilleras nunca son las mejores.
Estuve largo rato tratando de vencer la sensación de incomodidad. Al fin pude irla diluyendo, poco a poco, en el alcohol. Cuando casi lo había logrado reapareció mi pluriempleado amigo. Había terminado su trabajo y ya podía sentarse a disfrutar la copa que traía en la mano. Nos quedamos sumidos en el silencio hasta que se apagaron la mayoría de las luces del local y entraron los encargados de la limpieza. Entonces salimos al exterior. Acostumbrado a la escasa luz de la discoteca, la noche me pareció muy clara. Hasta podía ver con nitidez a los bailarines rezagados desfilar rumbo a la iglesia con el objetivo de pedir perdón por sus pecados. Siguiéndolos con la mirada comprendí mi error, su verdadero destino eran los densos matorrales que rodeaban el templo y sus intenciones mucho más terrenales.
Las calles estaban mojadas —había caído un breve aguacero— y las ruedas de los coches chirriaban en el asfalto. Pocas ventanas continuaban iluminadas. La tregua nocturna alcanzaba su esplendor, los músculos se relajaban metidos en el descanso, las mentes vagaban por sitios de ensueño, lugares ajenos a cualquier problema, una parte de la vida sin penas ni olvido.
—A esta hora dejo la discoteca todas las noches. Me encanta esta tranquilidad, este silencio, las luces tenues jugando en la fachada de los edificios oscuros. Tengo la impresión de acceder a una dimensión diferente, a otra realidad. Esta ciudad nuestra, tan triste, se vuelve de repente mágica.
Ferrutti caminaba con las manos metidas en los bolsillos del pantalón dejando escapar palabras suaves, medidas. Su enfado era historia. Él también, en ese momento, era diferente, capaz de alcanzar nuevos vuelos. Parecía más alto, su semblante adquiría, a la mortecina luz de los faroles, la tranquilidad de la pasión serena; a sus ojos los hacía brillar un magma interior contenido.
Un carro tirado por un caballo y guiado por un hombre fantasma traqueteó en el pavimento desparejo. La carga de desperdicios perdió su equilibrio amenazando caer. El niño del pescante abandonó su asiento y en dos saltos estuvo al lado de la montaña fétida. Su mano experta volvió las descarriadas porquerías a su equilibrio anterior.
—Pensar que a esta hora, en algún lugar del planeta, alguien tira comida o se compra ropa que nunca usará.
El magma salió al exterior, el rostro perdió serenidad y los dientes se cerraron hinchando las mandíbulas. Mi querido amigo libraba una lucha interior, como la buena gente de nuestro planeta, entre sus necesidades personales y la urgencia de una justicia colectiva.
El carro se perdió a lo lejos. Nosotros pudimos colocar el cochecito a motor proa al centro. El silencio de las calles vacías era como un sedante adormecedor. En un momento abrí los ojos y me pareció ver a mis padres y sus amigos volando sobre Montevideo.
A un costado de la calle principal, en un edificio viejo con categoría, una placa dorada al lado de los timbres anunciaba: en el tercer piso, abarcando todas las puertas, está el despacho de los hermanos Lugardi. En el hall de entrada se alzaba, cual muro de contención, la figura de un portero de anchos hombros enfundado en un traje gris cuyo pantalón tenía dos franjas de tela más oscura sobre las costuras exteriores. El muro humano detenía a todos los desconocidos sometiéndolos a un interrogatorio cuya duración dependía de la apariencia de los interrogados: los mal entrazados recibían la expulsión de inmediato; los demás eran sometidos a estudio, porque hay gente capaz de disfrazarse tratando de parecer lo que no es, nunca se sabe. Aprobé el examen con bastante buena nota y recibí el premio de la sonrisa y la mano extendida señalando el ascensor al paraíso de las leyes. Minutos después descansaba en uno de los cómodos y modernos sillones negros de la sala de espera del bufete de abogados. La secretaria, una mujer madura de ceño fruncido que me había recibido de manera fría, asomó su proa anunciándome, de forma impersonal y seca, la disponibilidad del señor Augusto Lugardi para dedicarme una mínima parte de su precioso tiempo.
—Un nombre de pila muy apropiado —susurré al pasar a su lado.
—¿Cómo dice? —masculló la fruncida.
—Déjelo señora, usted debe haber estudiado poca historia —deslicé en su oído antes de atravesar la puerta del despacho.
El abogado de nombre imperial, un hombre gordo de traje marrón, papada abundante y ojos abotargados, recién salidos de la digestión lenta de un desayuno copioso, estaba incrustado en una silla de alto respaldo detrás de un escritorio un poco más pequeño que una cancha de basketball. Los papeles pululaban a lo largo y ancho del rectángulo, conviviendo con un cenicero enorme de madera —labrada por un orfebre esquizofrénico hasta conseguir una escena bucólica—, un pisapapeles de plata con bordes en oro y una pluma antigua de plata. Calidad y categoría, pretendían proclamar los objetos. Dinero, solo dinero, opinarían los mal intencionados. Yo me reservaba la opinión para después.
Augusto acomodó en su rostro una de sus múltiples muecas risueñas adaptables y acto seguido me señaló, desganado, una de las sillas de diseño destinadas a los clientes. Mientras me acomodaba imaginé las lágrimas que se habrían derramado sobre la tela delicada y las canalladas que habrían presenciado desde los cuadros colgados en las paredes los adustos señores de largos bigotes y los guerreros de ojos afiebrados. Experimenté entonces cierta momentánea pena por los abogados, profesionales atormentados, atrapados en la dura dicotomía de servir a los ricos que hacen las leyes o a los ricos que las contravienen. Ellos, los Lugardi, venían de una antigua familia patricia, famosa por su dedicación a las normas escritas y su habilidad para sobrevivir a las tragedias nacionales. Los dos hermanos de esta generación eran conocidos por su implacabilidad, por sus vicios y vida disipada, y por haber sido cómplices de la dictadura, no porque esta les gustara, sino porque hubieran sido cómplices de cualquier detentador de algún poder. Tenían todas las condiciones para ser, y eran, un perfecto par de canallas, pero no por acción sino por omisión; no urdían tramas ni participaban en conjuras, su condición de ambiciosos patológicos, unida a la de enfermos de la voluntad, los llevaba a aceptar lo que fuera.
—Mire, iré directo al grano —amenacé a una cara cuya mueca expectante parecía decir «de qué querrá hablarme este idiota», sintiéndome enseguida un personaje de película policial de tercera categoría—. Busco a la señora Amanso por encargo de un pariente y alguien conocido me ha dicho que le preguntara a usted o a su hermano.
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