Óscar Quezada Macchiavello - Mundo mezquino
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Esa simultaneidad, en términos semióticos, configura «juegos de caras» en los rostros. Sintagmáticas en ellos y entre ellos.
No nos equivocamos si aseveramos que la historieta es un discurso determinado en gran medida por una compleja sintagmática de rostros. Las cabezas están incluidas en los cuerpos, pero el rostro, en cuanto mapa, no.
El rostro solo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional –cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está decodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro–. Dicho de otro modo, la cabeza, todos los elementos volumen-cavidad de la cabeza, deben ser rostrificados. Y lo serán por la pantalla agujereada, por la pared blanca-agujero negro, la máquina abstracta que va a producir rostro. Pero la operación no acaba ahí: la cabeza y sus elementos no serán rostrificados sin que la totalidad del cuerpo no pueda serlo, no se vea obligado a serlo, en un proceso inevitable. (Deleuze y Guattari, 2015, p. 176)
Estamos viendo que, para Deleuze y Guattari (2015), esos rostros no son algo ya construido, nacen más bien de una máquina abstracta de rostridad, «que va a producirlos al mismo tiempo que proporciona al significante su pared blanca y a la subjetividad su agujero negro» (p. 174). Previamente han postulado esos dos ejes: el de significancia y el de subjetivación. Aquel eje «es inseparable de una pared blanca sobre la que inscribe sus signos y sus redundancias». El otro eje «es inseparable de un agujero negro en el que sitúa su conciencia, su pasión y sus redundancias». Como entienden que solo hay semióticas mixtas, o que los estratos van por lo menos de dos en dos…
No debe extrañarnos que se monte un dispositivo muy especial en su intersección. Un rostro es algo muy singular: sistema pared blanca-agujero negro. […]. El rostro no es una envoltura exterior al que habla, piensa o percibe. En el lenguaje, forma del significante, sus propias unidades quedarían indeterminadas si el eventual oyente no guiase sus opciones por el rostro del que habla («vaya, parece enfadado…», «no ha podido decir eso…», «mírame a la cara cuando te hablo…», «mírame bien…»). Un niño, una mujer, una madre de familia, un hombre, un padre, un jefe, un profesor, un policía, no hablan una lengua en general, hablan una lengua cuyos rasgos significantes se ajustan a rasgos de rostridad específicos. Los rostros no son, en principio, individuales, defienden zonas de frecuencia o de probabilidad, delimitan un campo que neutraliza de antemano las expresiones y conexiones rebeldes a las significaciones dominantes. De igual modo, la forma de la subjetividad, conciencia o pasión, quedaría absolutamente vacía si los rostros no constituyesen espacios de resonancia que seleccionan lo real mental o percibido, adecuándolo previamente a una realidad dominante. El rostro es redundancia. Y hace redundancia de las redundancias de significancia o de frecuencia, pero también con las de resonancia o de subjetividad. El rostro construye la pared que necesita el significante para rebotar, constituye la pared del significante, el marco o la pantalla. El rostro labra el agujero que necesita la subjetivación para manifestarse; constituye el agujero negro de la subjetividad como conciencia o pasión, la cámara, el tercer ojo. (Deleuze y Guattari, 2015, p. 174)
Así pues, en el dibujo de cada rostro concreto reside mucho de la genialidad del dibujante para hacer decir hasta el más mínimo detalle. Merced a su estilo de inscripción en la pared blanca, vibran las redundancias y resonancias diegéticas de sentido que entretejen y atraviesan su obra dándole una personalidad enunciativa. Todo entre dos polos: el del reflejo luminoso «blanco» y el de la demarcación-graduación de oscuridad, hasta llegar al «negro». Derivan de ahí operaciones de disminución y de aumento de luz y de sombra, no solo en lo relativo al estilo estético del dibujo, sino también, y sobre todo, al «ajuste de cuentas» ético que entraña el juego de intersubjetivación en cada una de las historietas aquí presentadas.
Planos de inmanencia semiótica
Ahora bien, es imposible hacer un análisis semiótico mientras se vive la experiencia de contacto directo con una historieta, mientras se vive su captación y su lectura aquí y ahora. Primero uno ríe, sonríe o vacila como cualquier persona. Entonces, o vive la experiencia de captar y de leer, o hace semiótica de ese «curso de acción». El ethos semiótico exige, en lo posible, «detener» esa experiencia, demorarse en ella, masticarla, rumiarla, repetirla, tomar distancia de ella y dar cuenta de su sentido (convirtiéndola así en objeto de estudio). Luego viene la terapia existencial de «soltarla».
Lo que acabo de afirmar implica que todo objeto semiótico entra en contacto con una práctica en acto, con una captación-lectura que puede ser «detenida», «soltada», acelerada, desacelerada, frenada, esto es, sometida a velocidades diferenciales y a gradaciones entre posiciones más o menos embragadas / desembragadas 22. Esa práctica de lectura-captación ocupa así, siempre, un intersticio , un lugar entre objetos semióticos en sentido amplio. Estudiamos, por lo tanto, la interacción de textos clausurados y de prácticas abiertas. Interacción mediada por objetos soporte , tales como periódicos, revistas, tablets , iPhones u otros. En breve, nuestra hipótesis supone que el texto tiende a cerrar la práctica y la práctica tiende a abrir el texto. Además, que el texto puede abrirse a otros textos (u objetos semióticos) o cerrarse más y más sobre sí mismo, mientras que la práctica también puede abrirse más y más a otras prácticas (u objetos semióticos) o cerrarse sobre sí misma. Todo texto limita con la praxis enunciativa que lo convierte en discurso. Toda práctica deviene discursiva desde otra práctica en acto. Sean cuales fueren las interacciones en el plano de la expresión, el plano del contenido siempre será «discursivo».
Si bien nuestra investigación explora un género de objetos semióticos reconocido convencionalmente como historieta (e incluso como caricatura), en este libro nos limitaremos a un corpus estructurado sobre «aires de familia» encontrados entre ocurrencias aparecidas en la última página de la revista Caretas 23. En nuestra perspectiva, esa práctica de disfrutar y de clasificar historietas está determinada por otra práctica: la de los editores que las publican semanalmente en la mencionada revista. Esta última práctica determina aquellas de la captación y la lectura (en las que el observador espectador, enunciatario, es presu puesto por las diversas escenas pobladas por personajes puestos en discurso), y da lugar a la instancia que ocupamos como investigadores. Instancia de una mira afectiva, intensa e intencional, decisiva al momento de constituir un corpus más o menos extenso, espacial, temporal, con las historietas que hemos sentido más impactantes.
No obstante, «el sentido se halla presente como ausencia de significación». Esa ausencia se apodera de él, se exilia a orillas del nuevo acto semiótico, en los bordes del encuentro con nuevas historietas. Al extremo de que, ¿coincidencia de opuestos?, «construir el sentido no es más que deconstruir la significación. No existe modelo asignable para esta configuración evasiva» (Lyotard, 1979, p. 37). La praxis semiótica, asintiendo a la ausencia de un modelo inmutable, a la vez que construye direcciones, deconstruye articulaciones. He ahí su destino. Sentir y moverse entre planos lábiles y provisionales. Aunque presiento, por experiencia propia, que el asunto es más complejo, entraña también, como «de vuelta», construir articulaciones y deconstruir direcciones. De ahí que hablar, en sencillo, de relaciones entre textos y prácticas , mediadas por objetos , es enfocarse solo en una correlación semiótica entre tres planos de inmanencia 24.
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