Óscar Quezada Macchiavello - Mundo mezquino
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Las tres viñetas sugieren una cadencia clásica, pero invertida: andante, allegro, andante 14. El primer andante , individual, reflexivo, ensimismado. El allegro , modalizado veridictoriamente por parecer del ser y consolidado por el contrato imaginario. Y el segundo andante , colectivo, transitivo, desesperanzado, modalizado por ser del ser . Por lo que es realmente .
Notemos que en el pensamiento enunciado ( parecer allegro ) había un embrague: « me ayudará». Esa operación, propia del régimen de la experiencia, ponía la presencia del protagonista en un centro de intensidad sensible muy tónico. Pero el grupo que aparece y desaparece por los horizontes marca la relación existencial intersubjetiva con una valencia átona de estéril inmediatez. Hacia el horizonte del futuro, esa intensidad se debilita hasta casi desaparecer. Al final, esos andantes con los que no puede ni comunicarse figuran como autómatas, como máquinas programadas y desechadas, listas para ser «pateadas al futuro», a la muerte; en suma, figuran como no sujetos.
El protagonista, en la medida en que articula cierta identidad modal, deviene sujeto. Al inicio, camina preocupado y desalentado, actante heterónomo: debe ir por el «camino de la vida», a pesar de sus vaivenes; sabe hacerlo, pero se ha puesto a creer que ya no puede (incluso está a punto de desencaminarse). Merced al cambio de su disposición afectiva a raíz de la aparición de los marchantes, despliega una anticipación, imagina que ellos van a reforzar su poder y hasta su querer ; esto es, le van a restituir cierta autonomía para perseverar. Espera y los espera. Se ilusiona (lo que produce un efecto de extensión temporal a raíz del despliegue de su enunciado-pensamiento y de la elipsis que separa la segunda y la tercera escena). Pero es el abrupto sobrevenir de la última escena el que derrumba (o «desrumba») todo y da a entender que el protagonista no logra cambiar de identidad.
El silencio de la viñeta final restituye el régimen de la existencia; la comprobada disjunción con las condiciones de competencia que le hubiesen permitido superar el desaliento sume al protagonista en el riesgo de no poder continuar por el «camino de la vida», esto es, de devenir inexistente. Ahora que la esperanza ha sido fatalmente decepcionada y el grupo robótico se ha perdido en la irrelevancia, las relaciones actanciales quedan marcadas por una fatal mediación; en efecto, todo parece estar bajo el control de la instancia actancial del destinador trascendente, cuyo delegado debe ser ese sujeto de poder, quien trata a patadas a los hombres arrojándolos como máquinas inservibles al futuro. Esa huella marcada en las espaldas tiene dos lecturas: la de la patada, pero también la de la pisotada. Ambas valen hermenéuticamente como guiños enunciativos, pues redundan sobre la condición de explotados, esclavizados, heterónomos, de esos hombres lanzados al oscuro futuro en masa como autómatas homogeneizados, estandarizados y desechables. Seres a los que la vida misma ha tratado mal y que, golpeados, van hacia el futuro.
Por cierto, la metáfora se deja extender a lo que sería un ansia frustrada de rejuvenecimiento. El protagonista aspiraba a un contagio estésico, fisonómico. De ahí que el breve episodio de los marchantes, de la juventud a la vera, lo sumergió en una ilusión de higiene moral. Pero solo se trató de un breve aligeramiento, de un proyecto de alegría, entre dos pesadumbres, entre dos gravedades terminales y terminantes.
El protagonista comenzó distendiendo su tiempo, retardando su marcha, mejor dicho, tratando como discontinuo el proceso temporalizado de su curso de vida. En efecto, había llegado a un límite, a un umbral, más allá del cual no se atrevía a avanzar. Así, captaba el tiempo en el intervalo entre ese desplazamiento sinusoidal de avances y retrocesos que estaba a punto de sacarlo del camino y la aparición de los marchantes siguiendo el ritmo constante de un batallón militar en el horizonte del pasado al presente. Ese súbito cambio de dirección y de orientación implicaba un vuelco eufórico de la perspectiva fiduciaria. Cada forma de vida, por definición, está potencialmente en confrontación con otras: en este caso, el personaje central encarna a la forma de vida debilitada, deprimida, casi detenida, a punto de paralizarse en la «estación» del presente por la intervención de un obstáculo emocional que la hace contra-perseverar; la cual entra en contacto con otra forma de vida mítica, imaginaria, representada por los marchantes que aparentemente están en pleno vigor perseverante. Símbolos de continuidad. Luego, el tiempo será captado como el intervalo entre la ilusión y la decepción del protagonista: los marchantes, en constante tempo acelerado por oposición al ralentí casi detenido del protagonista, siguiendo un régimen transicional, van marcando el paso del pasado al futuro sin detenerse en el presente; en consecuencia, lo sobrepasan y se convierten en informadores de infortunada explotación que lo redirigen y reorientan, en un vuelco disfórico de la perspectiva fiduciaria, a su situación inicial, pero empeorada. Recordemos que en la primera viñeta el protagonista estaba por «salirse del camino de la vida»; ahora, ese redoblado desaliento en el que ha caído lo podría llevar de nuevo a esa situación, al borde del camino o a salirse del camino.
En Quino (2015), encontramos la misma metáfora, pero con un vector vertical de cohesión y con un dedo índice que señala «al futuro» (p. 47; véase la historieta en el anexo 5). Primera viñeta: muda, un anciano con bastón, gafas, terno oscuro, se acerca a un portero de edificio sentado frente a un pequeño escritorio. Segunda viñeta: «Disculpe, joven, ¿este país tiene salida al futuro?». Tercera viñeta: el portero señala con el dedo izquierdo hacia arriba: «Por supuesto. Para tercera edad piso 14. Al salir del ascensor, enfrente verá la puerta». Cuarta viñeta: el anciano señalando con su mano derecha a la derecha del espectador responde: «Ah, ¿y no estará cerrada, no?». En la quinta, el portero ratifica: «¡Noooo… con picaporte nomás, vaya tranquilo, abuelo!». En la sexta, muda, el espectador ve al anciano, en el piso 14, caminando entre el ascensor, del que ya salió, hacia la puerta. En la sétima, el espectador, desde fuera del edificio a la altura del mencionado piso, observa la puerta abierta que da al vacío; a través de la ventana, las puertas del ascensor. Las gafas del anciano enganchadas al borde del piso son signo de su fatal caída. Al ser equivalente el país a una edificación, pasamos de la metáfora horizontal del camino a la metáfora vertical del edificio social. El protagonista también apunta al futuro. El enunciado congelado «salida al futuro» se interpreta temáticamente como «país viable»; la preocupación expresada por el anciano de que la puerta esté cerrada corresponde a la preocupación de que el país no sea viable. Pero, en la isotopía figurativa, la «salida» literalmente se refiere al escape del edificio desde el piso 14 y, por lo tanto, a la «muerte». En términos etarios, ya no se trata de un adulto, sino de un anciano, pero ahora establece una relación real, no imaginaria, con un gatekeeper al que llama «joven», pues también lo ve como «joven», quien viste una indumentaria reglamentada, símbolo distintivo del territorio que custodia, que señala un estatus, un calco del territorio (indicaciones de movimiento espacial), una orden implícita en la referencia al picaporte («abra la puerta y salga») y una persuasión («vaya tranquilo»). De algún modo, es un delegado del poder que administra la justicia vital en contigüidad con la puerta. Encarna al emisario de la racionalidad demográfica que regula la esperanza de vida. La imagen final de la puerta abierta, topos del pasaje y de la sanción social, responde precisamente a la figura del vano, del vacío, del punto ciego que funda el poder. La puerta cerrada guardaba el secreto de lo que estaba detrás (supuesto por la vigilancia preliminar del portero); el anciano va hacia ella pensando en la viabilidad del país. Su descubrimiento del secreto es su inmediata desaparición: atraviesa la puerta para morir. Se puede inferir, entonces, que el país, al menos para los «abuelos», va al vacío, que no es viable. Ese secreto, una vez descubierto, realiza el decreto que envía a los ancianos que «esperan un futuro» a la discontinuidad radical, esto es, a la muerte. Se supone que hay una racionalidad: a menos edad, pisos más bajos y más probabilidad de continuar viviendo. Sea como fuere, el futuro, en este edificio social, promete un evento traumático.
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