Óscar Quezada Macchiavello - Mundo mezquino
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Ese enunciado subraya el desaliento, pero también la espera fiduciaria: el personaje necesita ayudantes que le otorguen el poder necesario para continuar, persistir, perseverar, en el camino de la vida. Es un sujeto débil, en déficit modal de competencia: no poder continuar . Es decir, a punto de rendirse ante una fuerza contra-persistente, contra-perseverante. Expresa su necesidad de ayuda y se pone a creer en el advenimiento de esa ayuda. Exclama: «¡Jóvenes!». Por contraste, ya lo hemos encontrado desde el inicio de la historia en el centro del «camino de la vida»; su perfil etario correspondería entonces al de un adulto. Hombre maduro, hasta ahí desalentado, mira con optimismo a quienes reconoce como menores y, por tanto, con más energía, con más fuerza e ilusión. Luego de reconocer la posición (vienen desde atrás) y la dirección (vienen hacia él), enfatiza el impulso que les da «siempre», figura de continuidad, «Esa fe». Impulso constante «hacia adelante», es decir, hacia el territorio del futuro, separado del territorio del presente en la lógica del nunc fluens . Queda claro que él está perdiendo ese medio de impulso que es la fe y que confía en que otros se lo van a devolver. Ha perdido la foria hacia delante, y confía en que otros se la darán. Las «edades de la vida» son definidas por esos cuerpos en devenir: por un lado, el cuerpo singular del «héroe adulto»; por otro lado, los cuerpos plurales de los posibles ayudantes jóvenes. Uno capta, los otros son captados.
En ese trance, nuestro protagonista ha jugado con un tempo ralentizado, síntoma de la debilitación de su impulso, de la disminución de su fuerza para continuar y, correlativamente, del aumento de una fuerza que lo lleva a discontinuar: se ha detenido y demorado en el camino, no ha tenido la resolución ni la perseverancia para seguir adelante, ha dado vueltas sobre sí mismo; ahora se dispone a esperar la llegada de los jóvenes que lo sacarán de esa detención temerosa, que le darán la fuerza y el aliento para persistir en el «camino de la vida». Ha optado por aplicar cierta rigidez al movimiento continuo e irrepetible de la vida, con vistas a acoger a ese posible refuerzo de su fuerza para continuar.
Nótese que súbitamente su enunciación expresa fe en la fe de ellos. Una forma de meta-fe 11. Unamuno (1966), inspirado en Ibsen («La vida y la fe han de fundirse»), enfatiza la relación entre fe y continuidad. Pregunta ¿qué cosa es la fe? Y responde: creer lo que no vimos. Para, de inmediato, proseguir con su inquietud:
¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez , para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua y, por tanto, muerte incesante . ¿Crees acaso que vivirás si a cada momento no murieses? (p. 261) 12
Nuestro personaje, vitalmente atormentado, está, pues, en un momento de intenso desfallecimiento, casi consumido por la disminución de la fe, incapaz de continuar transitando por la vida… y, acicateado por una presencia inesperada, se pone a crear sobre la base de lo que quiere ver y, por ende, de lo que cree ver . Crea, pues, las condiciones de posibilidad de una espera simple caracterizada por un querer estar conjunto con la fe para continuar ; y de una espera fiduciaria caracterizada por un creer que esos jóvenes deben conjuntarlo con la fe para continuar . Para perseverar en su ser. Aunque un análisis más riguroso de la situación mostraría una espera metafiduciaria: creer en la fe de esos jóvenes quienes, gracias a ella, creen que deben conjuntarlo con la fe para continuar . De nuevo con Unamuno (1966), en su ensayo «El sentimiento trágico de la vida», suponemos que lo que queda a nuestro personaje es una pizca de amor, en cuanto…
[…] el amor espera siempre. […] Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es, a su vez, la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial, no es sino la posibilidad de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, solo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos. (p. 909)
No es tanto que el personaje espere porque cree, sino más bien cree porque, sumido en la incertidumbre, espera algo que lo reoriente. Esa espera esquematiza, da forma de adhesión a su fe. En suma, la convierte en confianza depositada en esas personas que se acercan a su centro y que parecen asegurarle sentido. La espera metafiduciaria se configura así como contrato imaginario . Los «jóvenes» que vienen por el horizonte no se encuentran involucrados en dicho contrato, ya que su modalización deóntica es producto de la «imaginación» del protagonista, quien construye el simulacro de un objetivo imaginario que proyecta fuera de sí, sin ningún fundamento intersubjetivo… pero que determina eficazmente su comportamiento intersubjetivo como tal. Por lo tanto, la relación fiduciaria se establece unidireccionalmente entre el sujeto y el simulacro que ha construido, no entre el sujeto y una relación intersubjetiva concreta (Greimas, 1989, p. 261). El motor de esa construcción es la espera en cuanto deseo. El caso es que la situación no da mucho margen de paciencia ni al observador asistente en relación con esos informadores ni al observador espectador con respecto a esa relación. En efecto, ante los ojos del espectador, todo sucede muy rápido.
La transformación pasional deceptiva de la tercera viñeta altera la disposición optimista del contrato imaginario y de su simulacro. Ese sobresalto que hizo «despertar» al protagonista en la segunda viñeta literalmente «se desinfla». Sobreviene la desilusión: la meta-fe es, ahora, algo que mata (la) fe . En el lapso de la elipsis, el grupo ya sobrepasó al protagonista y «marcha» hacia la derecha; este, entre resignado y sorprendido, de nuevo con gesto tendiente a la decrepitud, contempla su marcha en esa dirección: arqueados hacia delante, cabizbajos, todos con la huella de la planta de un zapato inscrita en la espalda inferior, con un golpe hundido en sus carnes, los supuestos «jóvenes» caminan hacia el oscuro futuro. El personaje debe soportar un malestar producto del choque modal entre su disposición pasional optimista y el crudo paso del acontecimiento de los marchantes pateados por alguien. Su pasión, modalizada por el querer ser conjunto con la ayuda para continuar , se estrella con el saber que no va a ser conjunto con esa esperada ayuda para continuar . Esa superposición, entendida como incompatibilidad modal, inscribe en su cuerpo las marcas de la sorpresa, que de seguro se convertirá en contrariedad, en desagrado. La no atribución del poder para continuar no solo deja insatisfecho al protagonista, reiteremos que este vive también un malestar provocado por el robótico comportamiento de un sujeto colectivo de hacer que él esperaba autónomo y que resultó brutalmente heterónomo, es decir, no conforme con la espera que él había convertido en esperanza. Ese imaginario comportamiento autónomo, que a sus ojos estaba modalizado por un deber hacer , no tuvo lugar, y el creer del protagonista se revela inmediatamente como injustificado. Como errada creación. La decepción resultante y su consecuente frustración dan lugar a una crisis de confianza , tanto porque el sujeto colectivo ha defraudado la confianza puesta en él cuanto porque el protagonista puede acusarse a sí mismo de haber errado al depositar su confianza, esto es, de torpe ingenuidad 13. Como el relato es imperfecto, queda suspendida la reacción del protagonista. Se supone que este solo debe tragar el amargo sabor de su flagrante credulidad.
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