Óscar Quezada Macchiavello - Mundo mezquino
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El cuerpo propio posicionado en la instancia de discurso, sede fenomenológica de la enunciación semiótica, es el actante fuente de la orientación discursiva. El ícono corporal del protagonista es el actante blanco. Y el observador espectador, obtenido por embrague, lugar que tendrá que ocupar necesariamente cualquier enunciatario, es el actante de control. Este es un primer diagrama posicional.
Hacia dentro del enunciado se despliega un segundo diagrama posicional, manteniéndose al espectador como actante de control, el protagonista se constituye en fuente de la orientación discursiva; y, sucesivamente, la abeja revoloteando en torno a la flor (v. 1), el niño pateando una pelota (v. 2), los enamorados abrazados besándose (v. 4), las escenas anteriores (v. 5), los cónyuges en la lucha por controlar a sus excitados retoños (v. 6), el empleado que camina apurado observando su reloj (v. 7), el anciano que acaricia a un perro contento (v. 8) y la carroza fúnebre (v. 10) se constituyen en blancos. En las viñetas 3 y 9 los blancos quedan en blanco, al menos figurativamente, lo que contribuye a elevar la tensión de la espera, con su correlato de ansiedad. En la viñeta 12, súbitamente, se invierte el diagrama: el protagonista se ha levantado de su asiento, el que ha quedado tras su vientre. Afectado por una súbita deformación de su cuerpo- envoltura acentuada en su rostro, ha alzado los brazos y empuñado las manos, ha inclinado la cabeza hacia atrás mirando a lo alto, ha abierto la boca desmesuradamente dejando ver una negra cavidad bordeada de afilados dientes desde cuyo fondo vibra una «voz» agitada profiriendo un enunciado exclamativo de desagrado contra /ustedes/ 2. Se ha convertido, pues, en blanco de /ustedes/, fuente de una intensidad disfórica, a quienes culpa de revelar el final de la película (esta repentina inversión genera un tercer diagrama en el que la carroza fúnebre ocupa la posición de actante de control).
Desde las escenas de la «carroza fúnebre» (v. 10 y v. 11), aparecen, en retrospectiva, la escena del anciano, la del empleado apurado, la de la familia en apuros, la de los enamorados, la del niño y la de la abeja fecundando la flor (metáfora de la concepción de la vida), como horizontes temporales que han ido siendo abiertos (en prospectiva) por sucesivos desembragues y dan cuenta de la memoria del discurso. Finalmente, en el enunciado exclamativo del protagonista (v. 12), el embrague («contar me ») establece una profundidad regresiva. La presencia de/ustedes/ es percibida como intencional, entonces, el actante centro del discurso pierde la iniciativa de la mira; él mismo es puesto en la mira por la intensidad que siente («desagrado frente a la aparición de la muerte»); una alteridad intencional toma forma en su propio campo. Se suscita una profundidad regresiva, emocional. A esa «regresividad» se opondrá, reactivamente, la agresividad.
La profundidad espacial, mientras tanto, no ofrece mayor complejidad. Se basa en el recorrido de observación que se dirige desde el protagonista (centro) hacia los otros actantes (horizontes). Los horizontes se despliegan, pues, ante el protagonista central, incluso se fijan cerca de él, salvo en el caso de la carroza, la cual aparece por detrás de la butaca dejando tras sí las huellas deícticas de su desplazamiento (v. 10) y alejándose progresivamente (v. 11) hasta quedar casi imperceptible en un horizonte de fondo, lo que debilita las mencionadas huellas reducidas a puntitos (v. 12). Ese desplazamiento produce, no obstante, un efecto de ampliación de la profundidad espacial, limitada solo a la representación del «escenario». Sin duda hay aquí un difícil nudo de sentidos. Por lo pronto, se establece un semisimbolismo:
escenas de la vida : delante :: escenas de la muerte : detrás
Cabe notar que, al hacerse presente la muerte por detrás , se le aparece al observador actor rompiendo el eje de su mirada. Este ve lo que hay detrás, pero ve también lo que hay más allá ; y ya sabemos lo que hay en el más allá …la muerte.
Se va perfilando una confrontación de interpretaciones. Resulta que el espectáculo es lo que se pone delante de los ojos, no lo que se pone detrás . La muerte no formaba parte del espectáculo. Más bien, en su curioso afán de «capturar escenas», nuestro protagonista ha mirado hacia atrás (como Orfeo y como la mujer de Lot) y se ha encontrado con la imagen de la muerte. Otra reminiscencia: la muerte «sorprende por detrás»; no se la espera, pero se la encuentra. En consecuencia, nuestro protagonista, en su impulso por mirar, ha descubierto él mismo a la muerte. Nadie le ha contado el final, que no era parte del espectáculo, él se lo ha encontrado mirando hacia atrás. Él se ha contado a sí mismo el final. Su desagrado es tal que, en su explosión de cólera, crea (y cree en) la figura de un antidestinador («ustedes»).
He aquí, pues, una lectura, una interpretación que construye su propia coherencia. Otra interpretación, que entra en conflicto con la anterior, asumiría, por ejemplo, un escenario circular, en torno al centro, y mantendría la separación entre /yo/ (el protagonista) y /ustedes/ (los que «cuentan la historia»). Las dos interpretaciones serían válidas. Llevada a su límite, esta confrontación de interpretaciones puede incluso otorgar a las escenas contempladas el carácter de remembranzas. En efecto, la ambivalencia entra a tallar, al extremo de ser posible una lectura alegórica apoyada en un sincretismo reflexivo del observador con el informador («Él, a modo de remembranza, contempla lo que ha sido su propia vida»).
El temple de humor del protagonista va a dar un salto fórico de un polo a otro. En lo que respecta a las operaciones de mira y de captación, el observador asistente pone sucesivas presencias en la mira para reconocerlas como fuentes de diferentes grados de intensidad afectiva. De viñeta a viñeta hay transformaciones de las presencias –con dos viñetas de tensa y expectante espera– que desencadenan sucesivas emociones en él. Eso presupone su disposición frente a esos escenarios consecutivos de evolución de la vida: está, pues, despierto a la vida, ilusionado con ella. Ese despertar no está manifestado, sino supuesto, deducido. La presencia de la muerte, sin embargo, va a desencadenar, al final, una violenta transformación.
Decíamos que el protagonista, observador asistente, es la fuente de la mira; pero también el blanco de la intensidad afectiva. En ese sentido, es un no sujeto, simple centro pasivo de percepción que solo es capaz de explorar los dominios que se organizan en torno a su cuerpo. Desde la viñeta 1 hasta la 9, se complace, disfruta, de esas presencias: admiración ante el revoloteo de la abeja fecundadora (v. 1), sonrisa contemplativa ante el juego del niño (v. 2), búsqueda expectante de escenas (v. 3), de nuevo sorprendida admiración ante la escena de los jóvenes amantes (v. 4) que se prolonga en emocionado gesto entre atónito y libidinoso (v. 5), carcajada ante los apuros de los cónyuges con sus niños (v. 6), contemplación pasiva del empleado (v. 7), tierna admiración ante la amistosa relación del anciano con el perro (v. 8), hasta que… otra expectante búsqueda (v. 9), sorprendida mirada hacia atrás, a la carroza fúnebre, despertar a otra semiosis, esto es, a otro estado de cosas que va con otro estado de ánimo (v. 10), entre triste y asustada disposición (v. 11) y violenta transformación pasional del no sujeto en sujeto con estallido emocional moralizador (v. 12).
En la segunda y en la sétima viñeta, se da la presencia de un actante en el horizonte próximo (en cuanto actores, el niño y el llamado «empleado»); en la primera, cuarta y octava viñeta, se da la presencia de dos actantes (la abeja y la flor, la pareja, el anciano y el perro). En la sexta viñeta, se da la presencia de cuatro actantes, colectivamente identificados como «familia». Mientras tanto, la quinta viñeta, como vimos, parece referirse anafóricamente a la cuarta. Por último, la ausencia de actantes en horizonte en la tercera y novena viñeta, a la vez que reduce los horizontes figurativos a su mínima expresión, parece intensificar la mira puesta en horizontes inciertos, indeterminados. El actante se queda con los blancos en blanco, pero, por eso mismo, concentra más aún la intensidad afectiva. En la décima viñeta, de nuevo, la carroza vale como un solo actante. Pero en la decimoprimera viñeta ya no está en la mira, la cual está embargada y embragada por el desconcierto de una mirada perdida en el horizonte. En la última viñeta, deconstructivamente, la mira está puesta en «ustedes», autores de la historieta, en quienes el actante descarga su cólera.
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